A.E. haciendo la cola para ir al baño en el CCEBA |
Poca broma: traducción profesional
en Argentina (y España)
De todas las preguntas que puede hacerse hoy en día un traductor de libros, esto es, de obras cuya propiedad intelectual pertenece o perteneció a un autor físico y que, una vez traducidas, se editan y publican para su eventual distribución y venta, hay una que las supera a todas en incordio e incomodidad: ¿por qué demonios no puedo ganarme dignamente la vida ejerciendo de modo regular mi actividad? De acuerdo, eliminemos el dignamente de la pregunta. Aún así no se disipan ni el incordio ni la incomodidad, entre otras cosas porque la pregunta, como esa trompeta lejana de Charles Ives, no parece tener respuesta efectiva. Sin embargo, el hecho de que no parezca tenerla no elimina el problema, que el traductor, acuciado por las perentoriedades de la vida, acaba resolviendo como malamente puede: en una inmensa mayoría de casos, compensando esa carencia aparentemente intrínseca mediante una serie de actividades o labores complementarias, a menudo mejor remuneradas que aquella para la que está paradójicamente capacitado. Pero, ¿es realmente intrínseca esa carencia? ¿Forma parte inalienable del karma del traductor la imposibilidad de ganarse la vida profesando y sólo profesando la traducción (aquí en Argentina, en Latinoamérica, en España y, a la vista de las estadísticas, literalmente en todo el mundo, salvo exóticas excepciones)?
Cuando una pregunta se repite incansablemente sin dar con una respuesta aceptable corre el riesgo de perder todo empaque y vigencia, de volverse roma, blandengue, aburrida y contraproducente, como si de un rezongo vacío y caprichoso se tratase. ¡Vacío y caprichoso!, piensa uno. Pero si estamos hablando de mi profesión y mi sustento. Y vuelve a formularla (igual, igual que la trompetita de Charles Ives). Y ya que estamos citando nombres al tuntún, esa reformulación tediosa corre un riesgo aún mayor, cual es el de quedar partido en cuatro por la navaja inoxidable de Occam, aunque sólo sea porque, para dejar de oírla, no hay mejor medicina que la respuesta más sencilla: sí, es del todo imposible que un traductor de libros viva exclusivamente de su profesión. ¿Contento ahora? ¿Ves lo que conseguiste con tu insistencia?
Quizás, llegados a este punto, convenga pisar el freno y hacernos una pregunta sobre la pregunta. Quizás el hecho innegable de que los traductores no puedan dejar de tropezar con ella no significa precisamente que sea la pregunta adecuada. Quizás la pregunta adecuada sea otra. Otra, sí, pero, ¿cuál? Antes de seguir especulando en el vacío, busquemos un par de puntos de apoyo objetivables en los que descansar nuestros desconcertados pies. Si nos remitimos a las fuentes oficiales, verbigracia el Diccionario y la Ley , descubrimos no sin cierto estupor que la dupla traductor profesional está indolentemente instalada entre la metáfora y el chiste bobo. Empecemos por la aportación del diccionario, que es la más aquerenciada al lugar común. En el DRAE (que se presenta a sí mismo como EL diccionario de LA lengua española y, por tanto, de ser esto cierto, cumple con creces con la oficialidad aludida) podemos comprobar que traductor es, lisa y llanamente: 1. adj. Que [sic] traduce una obra u escrito. Y que traducir es: (Del lat. traducĕre, hacer pasar de un lugar a otro). 1. tr. Expresar en una lengua lo que está escrito o se ha expresado antes en otra. 2. tr. Convertir, mudar, trocar. 3. tr. Explicar, interpretar.
Hasta ahí, todo en aparente orden. El diccionario, depositario de siglos de saber amontonado, obvia olímpicamente cualquier referencia a los aspectos laborales o crematísticos de la actividad referida. Pero, ¿es ésta una característica común a las deficiniones de otras profesiones u oficios? Veamos qué pasa con arquitecto: 1. m . y f. Persona que profesa o ejerce la arquitectura. Con ingeniero otro tanto. Con abogado el DRAE va un buen trecho más allá: 1. m . y f. Licenciado o doctor en derecho que ejerce profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos o el asesoramiento y consejo jurídico. Nos preguntamos entonces si no estaremos picando quizás un poco demasiado alto, y buscamos cocinero: 1. adj. Que cocina. 2. m . y f. Persona que tiene por oficio guisar y aderezar los alimentos. ¿Y pintor? 1. m . y f. Persona que profesa o ejercita el arte de la pintura. 2. m . y f. Persona que tiene por oficio pintar puertas, ventanas, paredes, etc. ¡Ahá! ¿Y jardinero? 1. m . y f. Persona que por oficio cuida y cultiva un jardín. Tipógrafo: 1. m . y f. Persona que sabe o profesa la tipografía. Y así en adelante. Todas esas personas profesan; no así el traductor.
Veamos, pues, en qué consiste esa profesión: 3. f . Empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y por el que percibe una retribución. Más interesante y sugestiva aún resulta la voz profesional: 1. adj. Perteneciente o relativo a la profesión. 2. adj. Dicho de una persona: Que ejerce una profesión. U. t. c. s. 3. adj. Dicho de una persona: Que practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive. Es un relojero profesional. U. t. c. s. Es un profesional del sablazo. 4. adj. Hecho por profesionales y no por aficionados. Fútbol profesional. 5. com. Persona que ejerce su profesión con relevante capacidad y aplicación. No hace falta ser un campeón de la hermenéutica para advertir que, si por el Diccionario fuese, los traductores ni siquiera entrarían en la amplia categoría soslayada por la acepción 3: persona que practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive. Traducción y profesión (u oficio o actividad o empleo) son términos que en nuestro diccionario de referencia no se combinan ni de carambola. Y aunque no seamos tan ingenuos para pensar que la realidad está configurada por las definiciones, tampoco lo somos para negar que las definiciones son parte de la realidad, incluyendo aquí las que se apolillan, marchitan o momifican en los mausoleos o cementerios que –alegarán algunos- son los diccionarios. Porque lo alegarán, eso seguro.
Pasemos ahora a la aportación de la Ley a la metáfora o el chiste bobo de la traducción profesional y echemos una frugal pero atenta mirada a la legalidad vigente en España y Argentina en busca de referencias a la traducción o a los traductores. De entrada, descubriremos que esas menciones no sólo existen sino que aparecen en el cuerpo de las respectivas leyes de propiedad intelectual, regulando con considerable detalle la actividad en sus aspectos tanto morales como crematísticos. Puesto que tales leyes son, además, relativamente breves, elocuentes y claras, no es inusitado que tengamos la sensación de haberlas entendido al leerlas a pesar de ser legos en la materia. Lo primero que llama la atención es la prontitud con que se define en ellas al traductor como autor de la obra derivada que es su traducción y, por tanto, como titular de la propiedad intelectual de la misma. Este concepto no es nuevo ni mucho menos: ya figuraba como tal en la ley española de propiedad intelectual de 1879, antes incluso de que lo hicieran iniciativas de alcance internacional como la Convención de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas suscrita en 1886 y la más tardía y específica Recomendación de Nairobi de 1976 (subtitulada “Protección jurídica de los traductores y las traducciones. Medios prácticos para mejorar la situación de los traductores”). También recoge este extremo la Ley 11.723 de Régimen Legal de la Propiedad Intelectual argentina, promulgada en 1933, en su Artículo 4º c. Queda más que claro, pues, que a efectos legales el traductor es propietario intelectual de una obra de la que se derivan derechos tanto morales como patrimoniales. No vamos a abundar en todas las menciones ad hoc de las respectivas leyes pero sí en las que inciden tajantemente en la condición laboral del traductor/propietario.
La mencionada ley española de 1879 tardó más de cien años en ponerse á la page. En 1987 vino la modernizada LPI a dejar algunas cosas, al menos en la letra, en su sitio. Hasta entonces, el editor podía contratar a un traductor como si fuese un instalador de azulejos (te hago una factura, te pago el trabajo y los azulejos son míos) sin que hubiera instrumentos legales efectivos para impedirlo. La LPI y su texto refundido en 1996 delimitan con bastante crudeza cuantitativa las circunstancias y duración de la cesión -¡ojo! jamás la venta- de los derechos específicamente patrimoniales del traductor/propietario (los morales son, para la ley, irrenunciables e inalienables) y obligan al editor/cesionario, es decir, a quien los adquiere temporalmente a, por ejemplo, formalizar por escrito los términos de dica cesión (Art. 45), remunerar de manera proporcional y equitativa al cedente (Art. 46.1), especificar en el contrato entre las partes los alcances y tirada de la edición (Art. 60.3), además de satisfacer cumplidamente todos los derechos morales del autor. ¿Qué supuso todo esto para los traductores que venían poniendo azulejos para la industria editorial española en los años 70 y 80? Que, de pronto, o no tan de pronto porque muchas editoriales y, en especial, las de gran tamaño y aparato, fueron asimilando sus obligaciones con reticencia y desagrado y las pequeñas entendieron que la ley insultaba su compromiso vocacional con la cultura, el traductor era lo más parecido, al menos ante la ley, a un profesional autónomo y que, a diferencia de lo que plantea y sigue planteando EL diccionario que ellos mismos usaban como referencia para llevar a cabo su actividad, la traducción era, es, debería ser un medio profesional de ganarse la vida. Y sí, dignamente, qué caray.
La ley 11.723 argentina es más avanzada para su época pero, a la vez y sin duda por eso, menos avanzada para ésta. De todos modos, el marco legal con que se propone regular la actividad de los traductores de libros es igualmente tajante respecto de la profesionalidad de la actividad. Como vimos, reconoce al traductor la titularidad del derecho de propiedad intelectual de su obra y lo limita en el tiempo, al igual que su homóloga española, a 70 años transcurridos tras la muerte del autor. También obliga al editor a contar con el permiso explícito del traductor para poder publicar, distribuir y vender la traducción, formalizando dicha relación en forma de contrato escrito (Art. 37) y contando solamente con los derechos vinculados a la impresión, difusión y venta, sin poder alterar el texto y efectuando correcciones de imprenta si el autor se negare o no pudiere hacerlo (sic, Art. 39). Obliga asimismo al editor a que haga constar en el contrato el número de ediciones y el de ejemplares de cada una de ellas, como también la retribución pecuniaria del autor o sus derechohabientes, considerándose siempre oneroso el contrato salvo prueba en contrario (Art. 40). He aquí una diferencia de peso entre la legislación argentina y la española: aunque se habla de remuneración, no se la vincula a ningún tipo de sistema, ni siquiera conceptual o abstracto (como la proporcionalidad y equitatividad aludidas en la LPI ) y, lo que es más jorobado todavía, abre la posibilidad de pactar en contrario del carácter oneroso del contrato, es decir, de regalar el valor de cambio de su laburo. Encima, no acaba de despojar al traductor del carma del azulejista. El Artículo 38 dice textualmente: El titular conserva su derecho de propiedad intelectual, salvo que lo renunciare por el contrato de edición. O sea, le permite regalar el valor de uso de su laburo. Y al editor aceptarlo, claro. Tampoco establece un tiempo finito de duración del contrato (Art. 44).
Ah, bueno, diría uno. Bastaría entonces con poner al día la dichosa 11.723 (tarea inaplazable y obligada) y seguir los pasos de la no menos dichos LPI española para dotar a los traductores argentinos de las herramientas laborales que necesitan para ejercer dignamente (¡y dale!) su profesión y vivir de ella. Pero ojalá fuera tan fácil como eso. Porque se da el caso de que los traductores de libros que trabajan para la industria editorial española tampoco pueden hacerlo del todo, por más herramientas legales (siempre escasas y paradojales, por cierto) de que dispongan. Vaya uno a saber qué entiende la Ley (de hecho, la Ley no entiende nada porque no es una persona humana; los que entienden o deberían hacerlo son, en todo caso, los legisladores) por remuneración proporcional y equitativa, pero sea lo que sea eso, no existen en España, ni hoy ni desde que la LPI se promulgó, traductores que puedan vivir exclusivamente de su actividad, salvo, como ya dijimos antes, exóticas y contadísimas excepciones. Pero una profesión no es tal si sólo funciona con cuentagotas, ¿verdad? Todo lo cual nos remite sísifamente a la pregunta inicial y a la sensación de que, entre EL diccionario y LA ley no están tomando groseramente EL pelo.
En todo caso, no son ellos los que le pagan al traductor. Al traductor le paga, o debería pagarle, el editor. El editor es un señor que vende libros a cambio de dinero. Del margen que esa venta le deja saca sus ganancias. Ese margen depende de lo que le cuesta producir cada ejemplar y del neto que recibe a cambio cada vez que vende uno. Si el libro que produce y vende es una traducción, obtendrá un margen mayor cuanto menor sea la retribución, proporcional, equitativa o ninguna, que le exija el traductor. Sí, subrayemos exija. Si los traductores exijieran mayores retribuciones (en ningún modo caprichosas, apenas las necesarias como para vivir de traducir con regularidad, igual que un médico, un abogado, un cocinero o un azulejista viven de ejercer sus respectivas actividades con regularidad), ¿se publicarían menos traducciones? ¿Se reduciría sensiblemente el número de nuevos títulos de autores extranjeros publicados anualmente en castellano? ¿Estaríamos, a mediano plazo, ante el fin de la traducción, no ya como profesión real y efectiva sino como actividad en sí? ¿Es acaso sostenible o, cuando menos, sensato que miles y miles y miles de traductores en todo el mundo tengan que preguntarse día tras día si llegarán alguna santa vez a fin de mes sin tener que recurrir a actividades complementarias para las que no se han formado ni están necesariamente capacitados? ¿Tiene sentido seguir traduciendo si no se puede vivir de ello? ¿Qué clase de ONG unipersonal es el traductor? ¿Y de dónde saca los subsidios? ¿Cómo come? ¿Para qué gastan los estados y sus ministerios de Educación en la formación de profesionales que jamás podrán ejercer plenamente como tales? ¿Qué clase de broma infame es esta?
Quizás la única respuesta sensata y sencilla como la navaja inoxidable de Occam a la vieja pregunta insistente y aburrida sea dejar de traducir, punto. No traducir nada más, nunca más. No como medida de fuerza ni como ingenuo planteo huelguístico sino como única respuesta sensata y sencilla. Como única manera de hacer callar esa trompeta de Charles Ives. Si no se vive de esto, ¿para qué hacerlo y preguntarse eternamente por qué? Mejor colocar azulejos.
Traductores del mundo, ya no traduzcan, ya no traduzcamos más. Que traduzcan ellos.