En
los papeles, el Día Internacional de la Traducción se celebra el 30 de
septiembre, fecha en que se conmemora el fallecimiento de Jerónimo de Estridón,
traductor de la Biblia y santo patrono de los traductores. La celebración ha
sido promovida por la FIT (Federación Internacional de Traductores) desde su
creación en 1953. En 1991 esa institución lanzó oficialmente la idea para
mostrar la solidaridad de la comunidad de traductores en todo el mundo en un
esfuerzo por promover la profesión de traductor. Se supone que la fecha se
aprovecha para difundir conciencia acerca de la profesión. Hasta acá, todo muy
lindo. El asunto es saber de qué se habla cuando se habla de traducción, porque
la palabra se refiere a distintas habilidades, aplicadas a campos muy diferentes
que, generalmente, no se diferencian como debería hacerse. Dicho de otro modo, hay traductores públicos, hay traductores científico-técnicos y hay traductores literarios. Los primeros, invariablemente, intentan legislar sobre lo que hacen los otros, aun cuando se ocupan de otra actividad que recibe un mismo nombre. Sin embargo, en la medicina un proctólogo no cuestiona las decisiones de un otorrinolaringólogo y
mucho menos intenta legislar sobre su especialidad. Y como es hora de
recordatorios, Andrés Ehrenhaus hizo
el gasto.
¿Traducción? ¿Qué traducción?
Siempre
me admiró que los traductores públicos y los científico-técnicos quizás en
menor medida, es decir, nuestros colegas del campo de la “traducción
especializada”, nos retacearan el apoyo a los traductores autorales, o creativos,
o literarios, o editoriales, es decir, a los traductores “no especializados más
que en traducir”, cuando tocaba pelear por mejores condiciones laborales y
empujar por dignificar nuestra profesión. Sé que hay muchas explicaciones, casi
tantas como justificaciones o negaciones airadas del “problema”, pero ni unas
ni otras deberían conformarnos. En todo caso, quizás convenga empezar a separar
la paja del lino y esbozar algunas pautas claras que pongan fin a lo que parece
un divorcio y no es más que pura confusión.
Sin duda, a cada lado del mostrador se ve la tela con otros ojos. A ojos de los especializados, precisamente porque han debido especializarse, los no especializados aparecemos como unos advenedizos (intrusos es la palabra técnica) que, agazapados en las turbias aguas de los derechos de autor, pretendemos ahorrarnos los duros años de formación y las engorrosas formalidades profesionales concomitantes, los vínculos institucionales, la fiscalización solapada de nuestros mejores pares, la tarifación regulada, etc. No conciben la posibilidad de “ejercer” la traducción sin esos condicionantes previos y paralelos, que se reducen simbólicamente a la posesión de un título “capacitante” y una adscripción. Incluso en los casos, cada vez más numerosos, en que la “no especialización” pueda venir acompañada de un título (Licenciatura, Grado, Maestría, etc.), el mero hecho de que quien lo ostenta se dedique a la traducción no especializada pone a esa persona dentro del cono de sombra de la sospecha: como en los viejos tiempos, el especializado de turno levantará los hombros y dirá “¡Hum! Por algo lo hace”. No importa que ese mismo especializado esté devorando a la par un best-seller traducido sin mácula por la persona sospechada; tampoco importa que esa persona pueda ser el propio especializado (¡muchos traductore públicos son traductores autorales en sus horas locas!): la esquizofrenia profesional no conoce tintas medias.
Habrá otros argumentos, quizás incluso más sólidos y menos caricaturescos, que esgrimirán los especializados en favor de la homologación del ejercicio y en contra de la intrusión de la horda de diletantes y diletantas que afeamos una labor tan noble y necesaria con nuestro infantilismo ácrata, pero no se alejarán mucho de la Fábula del Dogma y el Intruso. Su piedra angular es el filtro de la formación especializada y de ahí resulta difícil removerlos.
Del lado diletante del mostrador, la visión habitual del problema es otra. Nosotros enarbolamos con orgullo la enseña de la formación ecléctica, vasta e inespecífica pero rigurosa, basada en o reforzada por la lectura “de calidad”, la frecuentación de los “buenos autores”, la sensibilidad estética y el know how cultural, la autoridad imaginaria del bagaje autoral y la autoridad real de la obra publicada (y, aunque sea magramente, cobrada) y, las but not least, el deseo (como señala con clarividente acierto Patricia Willson[1]). Y percibimos el recelo de los especializados como un rasgo de mezquindad, envidia o pereza intelectual. Sin embargo, no hay mezquindad, al menos no como condición intrínseca, en su distanciamiento; tampoco desprecio o envidia en tanto formas paradojales del respeto y la admiración; ni siquiera desidia. No se trata de buscarle el chancro al capullo más dulce, por decirlo en chespiriano, porque, de hecho, no lo tiene: cada cual hace su trabajo como buenamente sabe y puede y de ello no se desprende superioridad o inferioridad moral alguna.
Yo diría, en todo caso, que la raíz de ese problema debería buscarse en la naturaleza técnica o poética (en el sentido productivo) de la actividad de unos y otros, cuyo rasgo diferencial más palmario es la finalidad que se le otorga al concepto general de traducción en cada caso. Para los “especializados”, la traducción es una labor –y por tanto un acto– de mera comunicación: el lenguaje informa de manera unívoca y explícita y la única diferencia entre lo que va a traducirse y lo ya traducido es la lengua (y su sistema de signos específicos). El traductor es o intenta ser “un puente entre culturas”, un paso franco para la carga semántica proveniente de la otra orilla. Este esquema sencillo se puede complicar con toda clase de flechitas y globitos pero básicamente permanece inalterable, y sus actantes harán todo lo posible para defender el baluarte de la comunicación “pura” y la bondad necesaria de esa comunicación.
No ocurre así con la traducción “no especializada”. Para nosotros, o al menos para quienes nos hemos detenido a pensar un buen rato en eso que, lo hayamos meditado o no, finalmente hacemos, la finalidad de la traducción no estriba en comunicar una información fehaciente sino en crear (es decir, generar algo que antes no estaba) un texto que, entre otras muchas cosas, lleva grabado el estigma de la imposibilidad de comunicar en términos puros. Para nosotros, cada obra traducida es un monumento a la insondabilidad de las lenguas, un abismo en el que nos aventuramos sin puentes colgantes. La carga semántica nunca llega en óptimas condiciones a la orilla de enfrente.
Justamente por eso, porque la poiésis de esa traducción se basa en una creación casi mistérica –casi tan mistérica como la creación de la propia obra original– y no obstante incompleta, es decir, no cuantificable en sí misma, justamente por eso nuestras señas profesionales escapan a la lógica positivista de la traducción “especializada”. Y por eso, porque no cabemos en su sistema de valores a pesar de que se esfuercen denodadamente por meternos dentro con fórceps (¿y quién quiere salir del vientre materno para meterse en uno paterno?), ni nuestra lucha es la de ellos ni comprenden que así sea. Ergo, sospechan de nosotros y no nos acompañan.
Y es comprensible que así sea, porque la actividad de ellos se estudia, se homologa, se regula, se fiscaliza, se sistematiza y se automatiza, en tanto que la nuestra no tiene un currículo garantido, depende de aptitudes azarosas, no es regulable ni homologable ni mucho menos puede ponerse en las manos o los engranajes de una máquina. ¿Qué máquina querría demostrar que su esfuerzo es fútil, que su labor es un misterio, que sus funciones son estériles, que la frustración es su combustible? Pero a la vez es triste este divorcio o, cuando menos, enojoso, porque nos presenta a los traductores como un todo indiviso pero mal avenido. Encaramado a mi asombro por la hostilidad no correspondida que, patronizadoramente (¡sí, ya sé que es un calco!), nos manifiestan los “especializados”, que actúan como si fuéramos díscolos descarriados que tarde o temprano volverán al redil y recuperarán la cordura, me pregunto si por asomo existe la posibilidad de que ese divorcio se anule por el mero hecho de que nunca existió, y cuando digo nunca digo nunca, matrimonio alguno. Si alguien nos casó, fue fuera de la ley o en contra de nuestra voluntad. Y esa unión forzosa está haciendo mucho daño a nuestra prole.
No somos hijos hippies. Somos los que creamos los textos con los que los seudo papis se nutren el cerebelo. Déjennos trabajar y pelear por nuestro trabajo en paz. Si se quieren llamar traductores, qué le vamos a hacer. Pero en el fondo son transcriptores de informes ajenos.
Sé que acabo de meter un dedo mugroso en una húmeda llaga, pero qué bien le haría a la traducción que el sector “especializado” renegase de nuestro apellido común dudoso y cimarrón y abrazara la Transcripción como linaje. Imagino ya las grandes letras de oro sobre el mármol de los frontispicios: Honorable Colegio de Transcriptores Públicos, Asociación Patria de Transcriptores e Intérpretes, Federación Integral de Transcriptores Especializados, Comisión Mixta de Transcripción Automática, Facultad de Transcripción Asistida, Congreso Internacional de la Transcripción y lxsTranscriptorxs, Jornadas de Transcripción con Herramientas Transcrop, etc., etc.
Pero no va a ocurrir. No va a ocurrir. Seguiremos mal atados a una unión conyugal espuria y contra natura, que lastra a ambas partes y promueve una tensión interna que a la larga no beneficia a nadie. Se hablará de traducción y cada cual entenderá una cosa distinta, en ocasiones tanto como lo son una máquina de escribir y un paraguas sobre una mesa de disección. Se hablará de defender, fortalecer, dignificar la traducción y cada cual tirará en una dirección distinta e incluso, a veces, desafortunadamente opuesta. Se celebrará el día del traductor y cada cual se creerá san Jerónimo por unas horas, y no sin razón, porque la exégesis bíblica tiene tanto de traducción como de transcripción, aunque básicamente consistiera en interpretar y explicar un texto críptico más que en verterlo a tal o cual lengua. Por eso quizás hayamos aceptado esa figura intermedia como arquetipo del portero romano de dos caras (dos que en realidad son tres: una, otra y la que forman ambas juntas), porque nos obliga, como ocurre con los matrimonios malavenidos durante los onomásticos familiares, a aparecer de la mano y sonrientes delante de todos; y quizás por eso también lo (y nos) ignoramos el resto del año.
Por supuesto, se puede traducir una partida de nacimiento como si fuera una pieza literaria (algunas lo son); también se puede transcribir un poema como si fuera un manual de maquinaria pesada (algunos lo son). Se puede pero no hace falta. Lo que hace falta es que cada palo aguante su vela, no haga caer la del vecino y, si algún día soleado nos sentimos con ánimos de confraternizar, lo hagamos en nombre de otra cosa que la manoseada Traducción.
[1]Por ejemplo en su último libro publicado,Página Impar. Textos sobre la traducción en
Argentina: conceptos, historia, figuras (ed. Ethos traductora, Buenos Aires
2018).