viernes, 31 de julio de 2009

Una determinada percepción de la realidad


El siguiente texto del escritor portugués José Saramago fue posteado a su blog El Cuaderno Saramago (http://cuaderno.josesaramago.org/2009/07/02/traducir/) a principios del mes de julio de este año.


Traducir


Escribir es traducir. Siempre lo será. Incluso cuando estamos utilizando nuestra propia lengua. Transportamos lo que vemos y lo que sentimos (suponiendo que el ver y el sentir, como en general los entendemos, sean algo más que las palabras con las que nos va siendo relativamente posible expresar lo visto y lo sentido…) a un código convencional de signos, la escritura, y dejamos a las circunstancias y a las casualidades de la comunicación la responsabilidad de hacer llegar hasta la inteligencia del lector, no la integridad de la experiencia que nos propusimos transmitir (inevitablemente parcelada en cuanto a la realidad de que se había alimentado), sino al menos una sombra de lo que en el fondo de nuestro espíritu sabemos que es intraducible, por ejemplo, la emoción pura de un encuentro, el deslumbramiento de una descubierta, ese instante fugaz de silencio anterior a la palabra que se quedará en la memoria como el resto de un sueño que el tiempo no borrará por completo.

El trabajo de quien traduce consistirá, por tanto, en pasar a otro idioma (en principio, al propio) lo que en la obra y en el idioma original y había sido ya “traducción”, es decir, una determinada percepción de una realidad social, histórica, ideológica y cultural que no es la del traductor, substanciada, esa percepción, en un entramado lingüístico y semántico que tampoco es el suyo. El texto original representa únicamente una de las “traducciones” posibles de la experiencia de la realidad del autor, estando el traductor obligado a convertir el “texto-traducción” en “traducción-texto”, inevitablemente ambivalente, porque, después de haber comenzado captando la experiencia de la realidad objeto de su atención, el traductor tiene que realizar el trabajo mayor de transportarla intacta al entramado lingüístico y semántico de la realidad (otra) para la que tiene el encargo de traducir, respetando, al mismo tiempo, el lugar de donde vino y el lugar hacia donde va. Para el traductor, el instante del silencio anterior a la palabra es pues como el umbral de un movimiento “alquímico” en que lo que es necesita transformarse en otra cosa para continuar siendo lo que había sido. El diálogo entre el autor y el traductor, en la relación entre el texto que es y el texto que será, no es solo entre dos personalidades particulares que han de completarse, es sobre todo un encuentro entre dos culturas colectivas que deben reconocerse.

miércoles, 29 de julio de 2009

Quinta reunión del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires


El viernes 24 de julio Guillermo Piro (en la foto, trabajando arduamente en una redacción) fue el traductor invitado para la quinta reunión del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Su charla, que se reproduce parcialmente, tuvo como tema excluyente las notas al pie de página.

Guillermo Piro (1960) es poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Publicó los siguientes libros: La Golosina Caníbal, Las Nubes, Estudio de Manos, Correspondencia, Sain-Jean David (poesía) y Versiones del Niágara (novela, 2do. Premio Nacional de Literatura). Desde hace años está abocado a la reedición de las obras del escritor argentino Héctor A. Murena, de quien el Fondo de Cultura Económica ha publicado una antología a su cuidado, Visiones de Babel. Se ha desempeñado como periodista free-lance para distintos medios nacionales y extranjeros. Sus artículos, críticas, entrevistas y crónicas de viaje han aparecido en Clarín, La Nación, Página/12, First, 3 Puntos, La Stampa, Los Inrockuptibles. Fue director de la revista de libros Gargantúa. Integra el consejo de redacción del Diario de Poesía y el consejo de dirección de la revista Confines. Ha traducido, entre otros, a J.R. Wilcock, Roberto Benigni, Emilio Salgari, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Andrea Zanzotto, C.M. Cipolla, Enrico Brizzi, Federico Fellini, Paolo Rossi, Melissa P. y Ermanno Cavazzoni. Actualmente es subeditor del suplemento Cultura del diario Perfil.

Renunciar a toda justificación de atestado

Poco antes de la Primera Guerra Mundial los historiadores de la Universidad de Illinois decidieron crear un seminario de acuerdo con el modelo científico alemán. Para adornar la sala de reuniones trajeron retratos de los historiadores norteamericanos y extranjeros que más admiraban: Francis Parkman y Edward Gibbon. Leopold von Ranke no pasó la selección (los historiadores de Illinois eran muchos, y no todos veían en él a uno de los inventores de la ciencia de la historia), pero obviar su nombre significaba no sólo una falta de reconocimiento, sino también un signo de ignorancia. De modo que una carta suya, comprada a un marchant de Frankfurt, fue enmarcada y colgada en la pared del salón, y se lo nombró patrono del seminario. Años después, cuando la universidad decidió destinar el salón a otras funciones, la carta desapareció. Afortunadamente sobrevivió una copia del manuscrito. Se trata de una carta dirigida al editor Georg Reimer. En ella Ranke aborda, entre otras cosas, el problema de la nota al pie. Para sorpresa del lector del siglo XX, convencido de que autores y editores adoran las notas al pie, Ranke insiste en que ha incluido notas sólo porque el autor joven debe citar sus fuentes. Le desagradaban, y la hizo tan breves como le fue posible: “Evité cuidadosamente la anotación propiamente dicha, pero consideré que era indispensable incluir citas en la obra de un principiante que aún debe abrirse camino y granjearse confianza”. Esperaba, con los años, evitar esas llamadas que desfiguran el texto y esas referencias que pululan por las páginas. En todo caso, aclaraba, la presencia de notas al pie en su trabajo le parecía un mal necesario.

Efectivamente, para el historiador las notas al pie constituyen el sustento empírico de los hechos relatados y los argumentos expuestos. Sin ellas, una tesis histórica podría ser objeto de admiración o rechazo, pero en cualquier caso no se la podría verificar ni refutar. Si el historiador debe, en teoría, estudiar todas las fuentes referentes a la solución de un determinado problema y a partir de ellas elaborar una narración o un argumento, la nota al pie es la prueba de que se ha tomado ambos trabajos. Como si fuera poco, su sola visión, para el lector, identifica el trabajo histórico en cuestión como la obra de un profesional responsable. Anthony Grafton, en Los orígenes trágicos de la erudición, sostiene que el “murmullo” de las notas al pie “es tan reconfortante como el zumbido agudo del torno del dentista”; su presencia provoca tedio (y otras cosas), y al igual que el dolor que provoca el torno, no es aleatorio sino direccional: es el costo que hay que pagar por los beneficios de la ciencia y la tecnología modernas. Grafton, genial productor de metáforas, compara a la nota al pie con el inodoro: es tan esencial a la vida civilizada como él, y como él “es un tema de mal gusto en la plática cortés y por lo general sólo llama la atención cuando se descompone”.

La nota al pie suple a la credencial. En la impersonal sociedad moderna, en la que los individuos están obligados a confiar ciegamente en personas absolutamente desconocidas para obtener la mayoría de los servicios que requieren, las credenciales cumplen la misma función que antes era propia de la recomendación personal: dan legitimidad. Al igual que la jarra con agua y la exposición incoherente demuestra que el conferenciante tiene algo importante que decir, las notas al pie confieren al autor un aire de autoridad. Si el texto, entre otras cosas, está destinado a convencer, las notas al pie están destinadas a demostrar. En cierto sentido cumplen la misma función que los diplomas colgando de las paredes del consultorio del odontólogo, es decir, demuestran que el facultativo en cuestión es alguien “competente”, alguien a cuya voluntad uno puede someterse sin reparos. Son las marcas exteriores de la gracia.

Existe una diferencia sustancial en la nota al pie del investigador y la nota al pie del traductor. Hay puntos en común que, sin embargo, las liga a esa tradición: confieren al traductor un aire de autoridad y legitiman la elección. Lo cierto es que si algo requiere demasiadas explicaciones quiere decir que no se explica suficientemente por sí mismo, que no se está dirigiendo al lector de un modo claro. En teoría, el traductor, si algo hace, es tomar decisiones continuamente. Las palabras poseen matices de sentido de una lengua a otra imposibles de reproducir, de modo que el traductor debe, está obligado, a “decidir” cuál de las palabras de las que dispone su batería lingüística es la más cercana, puede reemplazar a la original. Son continuos actos de determinación interior, que le hacen creer que ésa, su decisión, es la más acertada, y que es probable que su presencia en el texto suscite una serie finita de complejas asociaciones y cambios de matiz a las palabras y las ideas venideras.

Hace unos años encontré un ejemplo genial. En una escena memorable de El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Fabrizio, el príncipe de Salina, sale de caza en compañía de don Ciccio, y éste le confiesa ciertas cosas “difíciles de tragar” (no vale la pena extenderse en eso). En italiano existe una expresión, inghiottire il rospo, que en el español rioplatense es fácilmente traducible por “tragarse el sapo”. El príncipe de Salina se “traga el sapo”, entendido en un sentido más literal del habitual:

Don Fabrizio se sintió invadido por una gran emoción: el sapo había sido engullido: la cabeza y los intestinos masticados descendían ya por la garganta; quedaban por masticar todavía las patas, pero eso era nada comparable con esto: lo peor había pasado. […] Los huesitos del sapo habían sido más desagradables de lo previsto; pero, en suma, también habían sido tragados.

Ahora bien, en España la expresión “tragarse el sapo” no parece tener el menor sentido, y la que responde de manera más aproximada a su sentido es aquella de “tragarse la quina”. Ricardo Pochtar no recurre a la nota al pie, sino que rescribe y recrea la metáfora de este modo:

Don Fabrizio se sintió invadido por una profunda emoción: la quina ya estaba bebida, casi todo el contenido del frasco había pasado por la garganta; sólo quedaba un poco bajo la lengua, pero eso era nada en comparación con lo otro; lo más importante estaba hecho. […] Las últimas gotas de quina habían resultado más asquerosas que lo previsto; pero, en definitiva, también las había tragado.

La república de los sabios, de Arno Schmidt, se presenta como un auspicioso juego de cajas chinas. El libro es presentado como la traducción al alemán del texto escrito por el norteamericano Charles Henry Winer en el año 2008. En el intento de conciliar la razón de estado con las presuntas exigencias de la literatura, en ese mundo futuro, donde después una catástrofe atómica Alemania ha desaparecido del mapa y los hablantes de esa lengua que aún quedan, desperdigados por el mundo (apenas, exactamente, ciento veinticuatro), está permitida la publicación de libelos políticos o de naturaleza subversiva con la condición de que sean traducidos a una lengua muerta. El libro cuenta la visita de Winer, en calidad de periodista, a una “isla de hélice” en la que se ha llevado a cabo el sueño platoniano de reunir a los sabios, pensadores y artistas más notorios del mundo entero. Allí, después de atravesar un territorio envenenado por las radiaciones atómicas, donde proliferan criaturas monstruosas, entrevistará a viejas glorias estériles y a funcionarios que reglamentan la “creación colectiva” (probablemente, para Arno Schmidt, el colmo de la aberración que nos deparará el futuro). Chr. M. Stadion, el traductor alemán de esta obra (radicado en Chubut, Argentina), se lamenta: la desaparición de la madre patria se refleja en cierta inadaptación de la lengua a la evolución técnica y social, de suerte que ciertos instrumentos, aparatos, procedimientos y hasta ciertas intenciones y giros del pensamiento sólo pueden ser vertidos de manera perifrástica (¡para no hablar de la descripción del sexual intercourse del autor con una centaura!). El traductor, entonces, subsana esas lagunas con notas al pie de página. O al menos eso intenta, sin éxito, porque la evidente aversión de Charles Winer, a pesar de su apellido, por todo lo que sea alemán, así como en lo tocando a su excentricidad, lo obligan a tomar partido, inmiscuyéndose en el relato para discutir, corregir o hacer apelaciones al lector poniendo en evidencia una contradicción, una casualidad —que para su regocijo consiguen dejar mal parado al autor norteamericano— o simplemente la imposibilidad de traducir un concepto. Pero el traductor va más allá. Winer tilda de “pelmazo” e “integralista” al alemán que se le ocurrió bautizar a las mariposas, “esos encantadores y pequeños volátiles”, con el nombre de Schmetterling (de schmettern: “hacer pedazos”, pero también “resonar” y “retumbar”), a lo que el traductor anota al pie: “¡Como si la palabra norteamericana butterfly (mosca de manteca) fuera más poética!”, mientras aclara que se abstiene de hacer más comentarios que pudieran interpretarse como susceptibilidad personal. A pesar de su incontinencia el traductor de Schmidt reprime, o al menos intenta reprimir, aquellas observaciones suyas que pudieran interpretarse como “susceptibilidad personal”. Es decir que en su incontinencia hay un área de su conciencia que sigue tendiendo a mantenerse al margen.

Un uso distinto de la nota al pie es el que le da David Foster Wallace en su largo artículo “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, aunque en este caso no interviene traductor alguno en la escena. Relatando pormenorizadamente las sorpresas de un viaje salvaje (iba a escribir “surrealista”) a bordo de un crucero de lujo por el Caribe, Wallace intercala notas que no son más que extensiones desfasadas (con ciertas pretensiones excéntricas, ¡pero qué bien le sientan!) del texto de más arriba, en tipografía levemente mayor. Escribe, por ejemplo: “Ahora conozco la velocidad máxima de un crucero en nudos”, para anotar seguidamente al pie de página: “(aunque nunca conseguí entender qué es un nudo)”, o manifiesta haberse topado con un “cabrestante con una mancha de óxido del tamaño de una moneda de medio dólar” para acotar al pie que se trata de “una polea inflada con esteroides”. Sin duda en muchos parece aplicar la nota al pie reservándole un sentido de pertenencia, apelando a la atención de los ignorantes en cuestiones náuticas, manteniéndose ligado al mundo ignaro del viajero accidental que se niega a dejar de ser, por más que a lo largo de la travesía llegue a comprender y aplicar exitosamente ciertas “palabras mágicas”, en las que no parece haberse interesado ni siquiera leyendo a Conrad o a Melville (por nombrar sólo dos que es difícil que no haya leído).

Queda naturalmente el prototipo de la nota al pie con aplicación narrativa, Rodolfo Walsh y su “Nota al pie”. No vale la pena extenderse en la utilización que hace Walsh del recurso: la posibilidad de seguir dos líneas narrativas, la carta dejada por un muerto y los acontecimientos posteriores, según la lectura se desarrolle en forma lineal, convencional, o se avance leyendo la nota al pie, “esa especie de nube corrosiva y proliferante que sube desde el pie”, como la define David Viñas —que condiciona una tensión narrativa que trasciende, siempre según Viñas, los cuentos de Jorge Luis Borges.

Esta enumeración, este catálogo de aplicaciones no intenta ser exhaustiva, sino sólo ilustrar las distintas derivadas de una especie que no corre peligro de extinción, pero que en cierto campo, el de la traducción, debería ser condenada a muerte. Lo cierto es que, con excepciones, su recurrencia en las traducciones es síntoma de diletantismo. Traducir significa muchas cosas (no es este el momento para discutir esas cosas), y entre esas muchas cosas se encuentra la necesidad (o la responsabilidad) de tomar decisiones. La base teórica estaría dada por el siguiente enunciado: si algo requiere demasiadas explicaciones quiere decir que no se explica suficientemente por sí mismo, que no se está dirigiendo a nosotros de un modo claro. No me refiero a la sencillez o a la complejidad del texto, sino a su “naturalidad”. Dicha “naturalidad” es tal confrontada con el texto, es decir, la expresión debe ser “natural” en la misma medida en que la expresión original lo es. Así entendida la naturalidad de la traducción, comprende también la “antinaturalidad” cuando la expresión original es antinatural. Al toparse con palabras o expresiones “complejas” (difíciles de traducir), el traductor tiende a no resignarse a la pérdida de sentido que implica vaciar a las palabras o a las expresiones de todo su complejo sentido, “filtrándolas”, “tamizándolas”, dejando en la superficie lo que a su vista es el despojo raquítico, la radiografía, la reproducción desenfocada de la imagen original, rica y múltiple, intrincada y diversa. Hay casos en que la nota al pie se justifica. Si la ambigüedad en cuestión condena al lector a la pérdida irreparable de un matiz sustancial, bien, no hay salida (los nombres propios suelen correr la misma suerte). Pero en esos casos la intervención debe ser “acomplejada”, o sea tímida, breve, sucinta. Lo que el traductor debe comprender es que al intervenir al pie lo que está haciendo es confesar una derrota, una derrota que no siempre debe adjudicarse a la inexperiencia o la inoperancia, sino también, a veces, a la mala suerte.

Efectivamente, toparse con ese tipo de problemas es para el traductor algo del orden del destino, de la providencia. Por lo tanto debe tratar el problema como si estuviera siendo sometido a una prueba, un trabajo de Hércules. También es una cuestión de fe, el traductor, en tanto que traduce, es fiel al dogma de que todo, todo, todo, puede ser traducido. Empleará sortilegios, trucos (como el de Ricardo Pochtar al traducir la escena citada más arriba de El Gatopardo), juegos de manos, trampas. En realidad no importa lo que haga, siempre y cuando su “escritura” consiga fusionarse, compenetrada con el original, como si hubiera sido gestada por el Autor con mayúscula, por el gran hacedor. A fin de cuentas, ¿qué es un libro?, ¿qué es un texto, un autor?

Empecemos por el último. Un autor sirve para garantizar, a veces ciegamente, con esa ceguera que no transige jamás con la mirada, la calidad de un texto. También sirve para dar nombre a las calles, trabajo a profesores, diagramadores, imprentas, editoriales, agencias de prensa y literarias, libreros, bibliotecarios. La historia serena y calladamente se nutre de hombres y mujeres que se han casado y han engendrado prole después de haberse conocido en un congreso dedicado a un autor. Otros, en cambio, simple y rápidamente han fornicado. Algunos has cometido homicidio y muchos, muchos, han encontrado la muerte prematura. Otros fueron robados, asesinados, raptados, torturados, aplaudidos, deplorados. Todo eso prueba con seguridad que el autor existe. A diferencia de lo que ocurre a menudo en las novelas policiales, la abundancia de pruebas no es sospechosa. Es increíble la cantidad de cosa que ha sabido hacer gente que nunca existió: Adán y Eva comieron una manzana, Rómulo fundó Roma, Noé construyó un Arca invencible, Niels Klim conoció el centro de la Tierra, Robinson sobrevivió veinte años en una isla desierta, con el agregado de seguir moviéndose todavía entre las páginas y las palabras de un libro, dos tomos en la traducción de Cortázar.

Hay quien piensa que la existencia del autor es una hipótesis innecesaria, lo cual, desde cierto punto de vista, es cierto. Pero el tema que tratamos acá si algo viene a demostrar es que el autor es un indicio tan poderoso y patente como una mancha de sangre, un documento de identidad hallado en el escenario de un crimen, una cajita de fósforos con el número telefónico del occiso, un grito en la noche que nadie ha oído, salvo un anciano que halló oportuno no darle mayor importancia al haberlo confundido con la sirena de un barco.

Los autores no son seres anónimos, como Dios. ¿Páginas? ¿Libros? Son necesarios. ¿Autores? También, y hasta hay algunos que es menester sacralizarlos, del mismo modo que sacralizamos libros. Libros prohibidos, autores prohibidos; libros condenados, autores condenados. Se condenan y se sacralizan series de palabras, está bien, pero también la mente que las ha engendrado, “que las ha hecho vivir”, como suele decirse. ¿Pero cómo es posible eso si al mismo tiempo admitimos que el sentido de las palabras están en cualquier lado menos en “esas” palabras? Son cosas complicadas. El autor existe, el sentido de las palabras no: en eso se basa su coexistencia, su amistad inconmovible. Un autor no es aquel que simplemente enlaza series de palabras, caza como mariposas en torno de sí las palabras que satelizan a su alrededor y acompañan su andar por las sendas boscosas que conducen a la gran catedral llamada obra. Autor es aquel que no duda en admitir que es hijo de las palabras. ¿Entonces es el texto, las series de palabras, las que crean al autor? No siempre. Hay autores que consiguen dominar la situación, moverse con aceitada agilidad entre los tantos y múltiples sentidos. Hay otros, en cambio, que prefieren vaciar a las palabras de sentido, conseguir que al oído tengan la misma densidad que una palabra incomprensible en la boca de transmisor dialectal, pongamos de un habitante de la taiga, que sólo sabe de líquenes y musgo, y utiliza una variada artillería para diferenciarlos. Son autores que prefieren darle de baja al sentido, invitándolos a que lo dejen en el guardarropa, junto con el abrigo y el sombrero, si es que llevan uno. Se trata de una actitud intolerablemente humanitaria que consiste en acompañar al sentido a la puerta, como se hace amigablemente con un borracho o con un cliente insolvente. ¡Qué pretensión, que las palabras tengan un sentido! ¡Qué comodidad, qué lujo! No debe existir insensatez más insensata. Los libros quedan, dicen; los autores pasan, pero lo cierto es que las palabras de las que los libros están nutridos llevan en sí una impronta indeleble, su marca en el orillo: la de quien las ha engendrado. Engendrado, no copiado. Los que vivimos nuestra vida creemos que aquel que pretende darle un sentido a las palabras lo que consigue, siempre, es que dicha palabra tenga todos los sentidos, menos el que se le ha intentado dar.

A este punto lo que queda claro es que si bien la existencia del autor es indudable no lo es tanto la del sentido de las palabras, esos corderos bien alimentados, macizos y sabrosos (bien adobados) que el autor que no nos interesa arrea de aquí para allá, donde los pastos son mejores, para que le permitan a buen término ocupar el sitial de los que han sabido hilvanar series de palabras como quien espolvorea el orégano en la pizza. Eso no sólo es dañino, sino anacrónico. Es simple residuo ptolemaico. Las palabras no son antropocéntricas, nadie es capaz de darles sentido, nadie las “escribe”, no quieren decir nada, no tienen nada que decir. Son inútiles, como el inmenso universo. Si escribir sirviera para algo, si las palabras, satélites dóciles y sin misterio, “vinieran” de fábrica cargadas de sentido, somos muchos los que consideraríamos superflua la existencia del autor.

Si el sentido de las palabras no es indudable, tampoco debería serlo la presencia del traductor. O mejor dicho: la indudabilidad de su inexistencia, de su capacidad de convertirse en fantasma, en sombra inocua. Debe tener la propiedad del desaparecido, es decir, alguien que aparece una vez, por única vez en todo el libro, en la tapa, si es posible, con acompañamiento de música balcánica si se quiere, con bombos y platillos si es posible, pero que de ahí en adelante debe hacer mutis. Toda presencia ulterior, toda nueva “aparición” es tan inadecuada como la de quien asiste a una fiesta sin haber sido invitado. Una vez empezado el libro el traductor es un colado a quien nadie espera. En cuanto haga el menor movimiento todos notarán su presencia, y si por conmiseración, aburrimiento o respeto alguien presta atención a lo que dice, será con la única esperanza de que se esfume cuanto antes. Sólo una vez que el intruso se haya ido, el Autor y el lector se sentirán cómodos y podrán disfrutar a conciencia, amándose u odiándose, pero en cualquier caso en equilibrada compañía. Testigo incómodo, el traductor intruso parece comportarse como ese acompañante inoportuno que todo el tiempo nos recuerda que no estamos solos. O mejor dicho: que no estamos a solas con aquel con quien creíamos estar.

De lo que se trata es de renunciar a toda pretensión persuasiva, a toda justificación de atestado.

martes, 28 de julio de 2009

Un traductor que llora


El 14 de noviembre de 2008, Nerea Alejos publicó en el Diario de Navarra , España, una entrevista con el traductor español Miguel Martínez-Lage, Premio Nacional de Traducción por su versión de la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, publicada por la editorial Acantilado.

"La traducción es un género literario
que se parece mucho a la biografía"


Veinticinco años de profesión han hecho que su cabeza funcione igual que un procesador informático, como él mismo reconoce. A sus 47 años, el pamplonés Miguel Martínez-Lage ha cumplido su gran meta como traductor: plasmar del inglés al castellano Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, por la que recientemente ha recibido el Premio Nacional de Traducción, dotado con 20.000 euros. A esta obra también le avalan los lectores: se han editado 8.000 ejemplares y ya va por la segunda edición. "Lo jodido es ser siervo de dos amos: del texto original y del lector", comenta Martínez-Lage sobre su profesión. El año que viene, coincidiendo con el tricentenario del nacimiento de Samuel Johnson, Martínez-Lage publicará una amplia antología de aforismos y ensayos del escritor inglés.

Vida de Samuel Johnson, con sus dos mil páginas, tiene que ser el Everest de los traductores.
–No. Sería más bien atravesar el Sáhara. La gran dificultad de esta obra es la longitud y, sobre todo, el traer el Londres del tercer tercio del siglo XVIII al español del primer tercio del XXI. Las dificultades en cuanto a lengua y estilo eran asumibles. En el texto, la palabra "mind" aparecía más de 200 veces pero no la traduje como "mente" porque el término aún no había entrado en el castellano de la época.

–¿Podría resultar más difícil traducir a un contemporáneo?
–Lo más difícil que he hecho es ¡Absalón, Absalón! de Faulkner. Yo no he llorado con Vida de Samuel Johnson, pero con Absalón sí. A veces era imposible hallar el cauce para el trasvase.

–¿Cómo se ha sumergido en el Londres del siglo XVIII?
–Necesitas apoyarte en algo que ya exista en tu lengua, como Jovellanos o el padre Feijóo, cuya obra completa estaba en la biblioteca de Samuel Johnson. Mi Faulkner está traducido leyendo a Juan Benet. Nunca traduces un libro aislado. Hacen falta muchas apoyaturas, tanto en la lengua y cultura de llegada como en las de partida.

–¿Es como navegar en dos orillas?
Exactamente. En realidad, ni vivo en el inglés, ni vivo en el castellano, sino entre medias. Me pasan cosas muy graciosas. Cuando no estoy viviendo en el siglo XVIII, estoy en el Mississippi o en el Dublín de los años cincuenta. Si me preguntan mi opinión sobre la crisis económica, no sé qué contestar.

–¿Qué le atraía tanto de Samuel Johnson?
–Es un autor de literatura sapiencial que a día de hoy nos puede dar consejos para ser felices, para sufrir menos... Hoy podría ser el mejor autor de autoayuda. También me movió el hecho de que el libro que funda la biografía moderna no existiese en la lengua de mi madre. Le ha dedicado seis años de trabajo. ¿Cómo se ha organizado para no volverse loco? Aunque llore, disfruto mucho haciendo lo que hago. Tengo que meter muchas horas. Por ejemplo, hace tres años que no veo la televisión.

–¿Se siente igual que un escritor?
Creo que la traducción es un género literario. La única diferencia respecto al escritor es que yo me ahorro los dolores del parto que conlleva la invención. El escritor y el traductor trabajan en el mismo plano, el de la lengua.

–¿Trabaja como free lance?
–Absolutamente, aunque tienes ciertas lealtades.

–¿A los traductores les pasa como a los guionistas de cine, que nadie se fija en ellos?
La virtud indispensable de un traductor es la invisibilidad, que no se note que un texto está traducido, pero luego es difícil conseguir una cierta consideración social. Afortunadamente, hay editoriales que ponen el nombre del traductor en la portada.

–Usted ya tiene el premio a la mejor traducción. ¿Influirá en sus próximos proyectos?
–Siempre he tenido mis inquietudes, pero a raíz de este premio es posible que me vaya a hacer cargo de los Relatos de William Faulkner. Eso me pone como una moto. En cambio, es muy frustrante que te llame un editor para proponerte un libro muy atractivo y muy cortito, pero de entrega inmediata. Me daban un mes para 90 páginas de Evelyn Waugh, algo que yo no puedo asumir ahora porque me gusta mimar a la clientela.

–¿Su siguiente Everest será Faulkner?
–Sí, ahora entiendo a Iñaki Ochoa de Olza y a Edurne Pasaban, porque me muero de ganas por volver a helarme de frío allí arriba, en la cumbre de Faulkner. Qué grande era. Qué pena no haber tenido ocasión de tomarme un whisky con Faulkner a la caída de la tarde en su casa. En mis sueños, siempre me he fumado unos puros muy ricos con Joseph Conrad.

–¿Algún otro escritor que alimente su mitomanía?
–Virginia Woolf, Samuel Beckett o Coetzee.

–¿Hasta dónde llega su tarea? Cuando tradujo Fiesta, tuvo que corregir errores que Hemingway cometía sobre el mundo taurino.
–Era una persona muy endiosada y el texto original que él entregase iba a misa. Fiesta está escrito en el segundo verano que pasó Hemingway en San Fermín, así que no sabía lo que era la verga del kiliki y tampoco entendía el Riau-Riau. Eso exigía una corrección, porque en este caso pesaba más la fidelidad al lector navarro. Además, tuve la oportunidad de hablar con una persona que recordaba aquellos Sanfermines, con mi suegro.

–Se pueden perder buenos libros por malas traducciones. ¿Obras clásicas como El Quijote necesitarían una revisión para acercarla más a los lectores?
–No. El original no envejece, mientras la traducción siempre tiene una caducidad. El original es un Rolex fabricado en Suiza, mientras la traducción es un Rolex de China. Si todo va bien, mi traducción de Vida de Samuel Johnson es posible que dure 200 años en castellano, pero luego habrá que hacer otra.

–¿Cuál es el oficio al que más se parece la traducción?
–El de biógrafo. Este tiene que ser fiel a un vida y yo al texto original. Y en ambos casos podemos utilizar procedimientos propios de la mentira para contar la verdad. Es decir, puedo manipular una frase para que el efecto que produzca en el lector al que tengo que llegar sea el mismo que tuvo en el lector al que llegó en otra época o en otra lengua.

–¿Cuál es el libro con el que más ha disfrutado?
Rumbo a peor, de Samuel Beckett. Es la traducción más hermosa que he hecho nunca, quizá porque la hice en compañía, con otros cuatro traductores.

–¿Y el peor?
Navegar tierra adentro, de Stevenson. Es un libro de viajes, pero me ha parecido muy difícil por su lenguaje escocés y posromántico.

lunes, 27 de julio de 2009

Cuando los lectores protesten


El 6 de junio pasado, Javier Rodríguez Marcos publicó en el diario El País, de Madrid, una entrevista conjunta con los experimentados traductores españoles José Luis López Muñoz, María Teresa Gallego y Miguel Sáenz (de izquierda a derecha, ése es el orden en que se presentan en la foto de Cristobal Manuel, que ilustra la nota), donde sin el menor empacho denuncian las difíciles circunstancias por las que pasa la profesión en España.

Los traductores levantan la voz

Los traductores no paran. En otoño estará listo el Libro Blanco de la Traducción, el lunes se celebra en el Instituto Cervantes de Madrid el simposio "Traducir Europa" y mañana a las 11.00 tendrá lugar en la Feria del Libro el coloquio "Con traducción no hay Pirineos". Para reflexionar sobre su trabajo, EL PAÍS reunió a María Teresa Gallego Urrutia (Madrid, 1943), José Luis López Muñoz (Madrid, 1934) y Miguel Sáenz (Larache, 1932) en casa de este último. Los tres tienen en su currículo el Premio Nacional de Traducción. Mientras que gracias al anfitrión hemos leído a autores como Günter Grass, Thomas Bernhard o Salman Rushdie, a López Muñoz se le deben versiones de Faulkner, Scott Fitzgerald o Joyce Carol Oates. Entre tanto, Gallego se ha ocupado de Gide, Jonathan Littell o Modiano. Vicepresidenta de ACEtt, la sección de traductores de la asociación de escritores, ella es la que lleva las cifras: "Un 35% de lo que hay en una librería española es traducido". La web de ACEtt (www.acett.org) contiene una tabla de tarifas mínimas recomendadas que van de los 35 euros por cada 1.000 palabras para el inglés y las lenguas romances a los 60 para las orientales. Unos mínimos que no siempre se cumplen.

¿Se puede vivir de la traducción literaria?
Miguel Sáenz. El 90% de los traductores tiene otro oficio, algo que les obliga a una doble jornada. La traducción literaria no es rentable. Lo bueno es que puedes elegir lo que traduces.
José Luis López Muñoz. Un traductor es como un actor. Cuando tiene prestigio puede rechazar los papeles que no le gustan, pero eso no le garantiza interpretar lo que quiera porque igual nadie se lo ofrece.
M. S. Descubrir algo nuevo es una de las ventajas de este trabajo. Cuando me llegó el manuscrito de Hijos de la medianoche, Salman Rushdie no era nadie. Un caso distinto es La historia interminable. No es una obra maestra, pero tenía cuatro hijos pequeños y me apetecía. Y es el único libro que me ha dado dinero. Salvo excepciones, los editores sienten un desprecio escandaloso por el traductor.
María Teresa Gallego. Hay estudios que demuestran que es ínfimo el coste de una traducción bien pagada en el precio general de un libro. O sea, no pagan mal para ahorrar, sino porque nos desprecian.
M. S. A la mayoría les tiene sin cuidado la traducción. Lo que quieren es que les salga barata. Y las tarifas están bajando.
J. L. L. M. La actitud cambiará cuando los lectores protesten por la calidad de las traducciones. Aquí todo el mundo se queja pero nadie protesta.

Pero ustedes están ya consagrados...
M. T. G. Después de 40 años de oficio, soy una privilegiada: me dan buenos libros, no me tocan una coma, me respetan el contrato... Lo que quiero es que ésa sea la pauta para todos los traductores.

Pese a las condiciones, el nivel de la traducción en España es alto.
J. L. L. M. Uno traduce porque quiere comunicar algo que ha leído y que le ha gustado mucho.
M. S. Ahí tengo unas actas de la Comisión de Derecho Internacional, que es más fácil de traducir que una novela. Por cada página me pagan seis veces más. Si en un mes puedo ganar lo que en un año... Cuando te viene un encargo así y lo rechazas para traducir a Günter Grass es que estás loco.

¿Cuáles serían las condiciones ideales de trabajo?
M. T. G. Que se cumpla la Ley de Propiedad Intelectual. Que no haya traducciones sin contrato y que no haya contratos que se salten la ley.
M. S. ...que las editoriales respeten esos contratos. Porque las liquidaciones son de risa.
M. T. G. Hace falta un organismo estatal que controle eso. Que no todo tenga que pasar por el juzgado.

¿La ley es buena?
M. S. Sí, pero se incumple. Y no puedes estar todo el día pleiteando con multinacionales. Hay editores que se quedan con subvenciones que deberían ir al traductor.
J. L. L. M. Y cuando un editor vende tu traducción –por ejemplo, al Círculo de Lectores–, lo hace por un precio que no conoces, y se queda con la mitad.

¿Qué porcentaje del precio de un libro es para el traductor?
J. L. L. M. Lo habitual es un 1%. En autores libres de derechos, entre un 3% y un 5%.
M. T. G. De todos modos, el poco aprecio general se nota en cosas que no cuestan dinero. Muchas veces las reseñas de libros omiten en la ficha el nombre del traductor, o dicen que tal libro lo ha "traducido" la editorial equis. No digo ya poner al traductor en la cubierta del libro, cosa que hacen sólo unas pocas. Dicen que estropea el diseño.
M. S. Nos van a llamar vanidosos. La mayoría no lo ponen ni en la web.
M. T. G. No es vanidad, es un asunto laboral. El editor me pagará decentemente si sabe que le doy beneficios, que soy un valor añadido, si sabe que una buena traducción le va a dar tres céntimos más. Y para eso el lector tendrá que saber que existo. Hay gente que cree que todos los libros vienen directamente escritos en español.
M. S. En España hace 40 años nadie sabía quién había hecho una película. Hasta que llegaron los franceses con el cine de autor. Ahora el espectador sabe que los directores tienen nombre. Puede que un día pase eso con los traductores.

domingo, 26 de julio de 2009

La traducción es una actividad intelectual


La siguiente entrevista con Elena Marengo fue publicada, sin especificación de quién la realizó, en la revista Ñ, del diario Clarín, en su número 304, correspondiente al 25 de julio de este año.

La foto con que se ilustra el texto en este blog es de Arshes Anasal.

El traductor no es una fotocopiadora

Elena Marengo es directora de la Maestría en Traducción de la Univesidad de Belgrano y docente del Traductora del IES en Lenguas Vivas "Juan Ramón Fernández". En diciembre de 2008 recibió el Segundo Premio Panhispánico de Traducción Especializada, otorgada por la Unión Latina y la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología. Aquí habla sobre la maestría.

–¿Cuáles son los objetivos de una maestría en traducción? ¿A quién se dirige?
–La maestría fue la priemra maestría en traducción del país y está orientada hacia profesionales que, después de sus estudios de grado o de una trayectoria profesional comprobada, quieren reflexionar sistemáticamente sobre su oficio. El objetivo es actualizar y profundizar conocimientos específicos pero, además, crear un ámbito propicio al debate y la indagación sobre nuestro quehacer, las teorías en boga y el papel del traductor en la sociedad.

–¿En qué medida y por qué una maestría en traducción necesita actualizarse periódicamente? –La traducción no abarca solamente textos literarios o jurídicos: se traducen también textos de filosofía, de ciencias naturales, sociales y humanas, de medicina, de ingenieraí, etc. Después de la carrera de grado, los profesionales tienen que actualizarse permanentemente; los posgrados también. A veces hay teorías que conmueven los pilares mismos de una disciplina. Además, en nuestro caso, la evolución de las ciencias duras y blandas afecta directamente a la traducción especializada, y las nuevas técnicas obligan a incorporar temas antes inexistentes, por ejemplo, la locación de software.

–¿Cuál es el papel del traductor en la sociedad actual?
–Siempre hubo distintos tipos de traductores, pero creo que en la actualidad las divergencias se han acentuado. Los buenos traductores de ciencias duras o de ciencias sociales y humanas son cada vez más escasos según las editoriales y los organismos internacionales. Se traduce mucho, pero a menudo no demasiado bien. A veces, las empresas aplican criterios "fordistas" a la traducción, que es una actividad intelectual, y los resultados son desastrosos: el traductor no es una fotocopiadora bilingüe. Dada esta situación, en los posgrados debe hacerse hincapié en el carácter intelectual de la profesión.

sábado, 25 de julio de 2009

Cambio de día y de sede


A partir del mes de agosto de este año, el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires se asocia al Centro Cultural de España en Buenos Aires, en cuya sede de Paraná 1159 (entre la Av. Santa Fe y Arenales) desarrollará su encuentros mensuales. Estos, a su vez, pasarán a tener lugar dos lunes por mes, entre las 19 y las 20.30 hs, para lo cual se recomienda a los interesados consultar la agenda de este blog, así como la página web del CCdeE.

viernes, 24 de julio de 2009

¿En qué levantamiento se dejan pasar la noche las ranas?


Poeta, ensayista y docente universitario en la UNAM –cuyo Periódico de Poesía dirige (ver en los links de la columna de la derecha)–, el mexicano Pedro Serrano (1957) es, además, traductor al castellano de poesía en lengua inglesa. Junto con Carlos López Beltrán, es autor La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas (México D.F., Trilce Ediciones, 2000), una obra monumental que pone al día, como ninguna otra que se haya publicado últimamente, nuestro conocimiento de la poesía escrita en Gran Bretaña, a lo largo de los últimos veinte años. Corresponde aquí agregar que Serrano es un polemista apasionado, tal como lo demuestra el siguiente texto, especialmente escrito para este blog.

Descuidos y domesticaciones

El poeta mexicano Aurelio Asiain ha dedicando su página de Facebook a la recolección y publicación de textos o videos y portadas en los que aparezcan ranas. Leer su recolección no es sólo un placer sino una sabia instrucción. Asiain es una de las personas que mejor y más hábil uso ha hecho de la red para presentar temas que le importan. Su blog, http://aurelioasiain.blogspot.com es uno de los espacios donde mejor podemos internarnos en la elaborada red de callejuelas y esquinazos que es la cultura japonesa. Y aunque no le gusta que se lo agradezcan, el trenzado de fuentes y traducciones que ha estado armando en ambos espacios es, hay que decirlo, más que agradecible. Para quienes desdeñan de este medio, la creciente audiencia que sus espacios tienen, cada vez más participativa, es ejemplo de sus posibilidades y, ya, de sus logros. En una de sus entradas de facebook, el 30 de junio de 2009, tuvo la gentileza de incluir la traducción de “La rana”, de Paul Muldoon, que Carlos López Beltrán y yo hicimos para La generación del cordero. Como suele pasar en estas plazas tan públicas como los periódicos del siglo XIX, sólo que de manera acelerada, la publicación del poema tuvo respuestas inmediatas. Eduardo Hurtado, que se caracteriza por poner sobre la mesa y al primer impulso lo que piensa, rasgo que hay que valorar y apreciar en un medio tan taimado como el mexicano, calificó la traducción de “descuidada”, opinión que inmediatamente avaló otra poeta, Alicia García. Esto tuvo, por supuesto, reacciones súbitas. Por un lado, las mesuradas y sabias correcciones y reconvenciones hechas por Carlos López Beltrán, y por el otro las un poco menos templadas incriminaciones mías. Todo terminó, como suele pasar en las cantinas de las películas mexicanas, siempre y cuando no se hayan matado antes los agonistas, en abrazos, besos y mamelucos egipcios. Y aunque tampoco valía la pena seguir peleándose con los amigos, porque todos los nombrados lo somos, algunas cosas que salieron en la discusión son interesantes. El centro de la disputa era la traducción que hicimos de “upheaval”, que en el poema se refiere tanto a un montículo en el que está la rana como al inicio de la sublevación irlandesa, y que nosotros tradujimos, calibradamente, como “levantamiento”. Todos sabemos que en traducción hay miles de modos de encontrar el camino y cualquiera está en su derecho de opinar que una traducción no le gusta. Pero de ahí a discutir o a proponer hay un largo trecho, que es lo que vale la pena. Eduardo propuso “promontorio”. Por supuesto, “upheaval” no es promontorio, como Carlos se encargó cortés y científicamente de indicarle. Podrá no gustar, pero levantamiento en español es la palabra justa en este caso, pues sirve tanto para calificar una modificación del terreno como para hablar de un, digamos, desorden civil. Es decir, que en ambas acepciones esta palabra se traduce al ingles como upheaval en inglés. Tiene la falla de no coincidir en el número de sílabas, pero eso tratamos de solucionarlo por otro lado del verso. Así que con respecto a eso el comedimiento no sobraba. Lo que me exaltó sin embargo, para usar otra palabra levantisca, fue que Eduardo Hurtado calificara con palabra pecadora, como dice Borges de Gracián, nuestra traducción de “descuidada”. Era todo menos eso. Cada poema que tradujimos para ese libro pasó primero por las manos de uno de nosotros, luego por las del otro, hasta terminar en una versión final a cuatro manos, no siempre sin raspaduras. Es cierto que incluso así hay cosas que se pueden escapar, como nos pasó en algún caso de ese libro, pero no por descuido sino porque errar es parte de la naturaleza del traductor. Pero ver con displicencia un trabajo y llamarlo descuidado es otra cosa, que sin embargo se da mucho en la lectura de traducciones, porque carecen del valor añadido de autoridad que da el origen. Me acordé entonces de una vez en que, revisando rápidamente en Murcia una traducción hecha por Francisco Brines de un poema de Nick Drake para su lectura en público, puse un “ella” donde no lo había para que entrara mejor en ritmo del verso. Fue justo en el momento en que se leía la traducción, a la mitad de la lectura, cuando caí en la cuenta que el objeto del poema era masculino y no femenino. Por supuesto, me quería hundir en mi silla. Mi displicente lectura de la traducción no había seguido con suficiente atención el laborioso recorrido de Brines al traducir el poema, y se me hizo muy fácil meter una descuidada corrección donde había habido mucho prurito a la hora de escoger las palabras. Lo primero que hice al salir fue dirigirme a donde estaba Brines y pedirle disculpas. Y por supuesto también al autor. Estaban, justificadamente, furiosos con lo que yo había hecho. No sólo había tratado descuidadamente el trabajo de ambos, sino había llevado al poema a cauces por los que el original definitivamente no iba. Muchas veces lo que nos parece un descuido en la traducción de un poema es en realidad resultado de muchas vueltas y torsiones por parte del traductor, hasta que da con lo que cree que es la palabra justa. Nos puede sonar raro, pero eso es otra cosa.

Esto me lleva a la otra incomodidad que nuestra traducción provocó en los lectores de Asiain. El poema dice en su segunda estrofa: “The entire population of Ireland springs from a pair left to stand overnight in a pond”, que habla sabrosamente al mismo tiempo de una pareja de amantes y de una pareja de ancas de rana, y que nosotros tradujimos de la siguiente manera: “Toda la población de Irlanda viene de una pareja que se dejó a pasar la noche en un estanque”. Por supuesto que “dejarse a pasar” suena raro, pero cada vez me siento más a gusto con la expresión y, más bien, lo que ahora noto es que debimos quizás poner “surge” en lugar de “viene”, pero eso tendría que revisarlo, no vaya a saltar el descuido o la rana por otro lado. Sin embargo, a nuestros amigos les pareció que, como esa expresión no existía en español, era por lo tanto algo que simplemente no se podía hacer. Yo me pregunto por qué no. Siempre ha habido cosas que antes no se decían en una lengua y que, una vez que se empiezan a decir, son recogidas, y aceptadas hasta por los diccionarios. Pero de nuevo, una cosa es que lo diga un autor y otra un traductor, y aquí está de nuevo el síntoma de la reacción de mis amigos. Y lo que me llevó a preguntarme primero, y luego a afirmar entusiastamente, que un traductor en su traductoría tiene los mismos derechos que un autor en su autoría para permitirse todas aquellas libertades que el texto justifique. Pero en el desdoblamiento de una traducción, solemos pedir del traductor un poco más de conservadurismo, como lo saben todos los teóricos del tema. Por esa razón, mis amigos pasaron por alto que tampoco en el original la frase era una construcción usual, y se lanzaron en picada contra el cemento del prejuicio y afirmaron: “eso no se dice en español”. Es cierto que forzáramos un poco la lengua para que pudiera decir lo que en el poema se decía, e hicimos que la pareja “se dejara” a pasar la noche, como las ranas se dejan a desovar, en lugar de utilizar la más común expresión de que “se quedara” a pasar la noche en el estanque. Pero debido a que “quedarse” no es lo mismo que “dejarse”, el acto de intencionado abandono que el poema convoca se pierde en la traducción domesticada, y el juego de voluntad y descuido que hace que surja una población diferenciada se perdería. Y aunque si bien es cierto que no es usual, y que a las oxidadas ruedas metálicas de la gramática le saltan chispas con esos usos verbales, los espejos retóricos que aceitan nuestra lengua permiten perfectamente entender la construcción que hicimos, así que si la expresión no existía en español, podemos afirmar que ya lo hace, pues le dimos carta de entrada y naturalización, aunque sea temporal.

Los dos sobresaltos que nuestra traducción provocó son resultado de actitudes muy comunes cuando se lee en traducción, a las que por supuesto no soy inmune. Lo interesante es que esas reacciones nunca se darían si el texto fuera original, por lo menos ya no ahora, pues en este caso abrimos un espacio de legitimidad que, todavía, no le damos casi nunca a la traducción, y sobre cuya validez asumida por lo menos hay que empezar a preguntarse. A veces estos reparos son justos, por supuesto, pero muchas otras la reacción en contra de una traducción surge de una incomodidad propia, o de que se tiende a buscar la querencia, y antes de analizar emitimos el prejuicio y consideramos que lo que no nos calza es descuido. Hay que empezar a replantear la horma.

jueves, 23 de julio de 2009

Para traductores del alemán


Subsidios para la traducción de literatura alemana

Litrix: Programa especial de subsidios del Goethe-Institut para la traducción de literatura alemana publicada entre 2007 y 2009.

Durante el último coloquio “Anticipando Frankfurt 2010: Argentina y Alemania en diálogo editorial” el Goethe-Institut presentó su programa especial Litrix para la promoción de la traducción, que durante 2009 y 2010 privilegiará las solicitudes provenientes de Hispanoamérica en general y de Argentina en particular.

De este modo, al programa tradicional de promoción de traducciones del Goethe-Institut (que sigue vigente y que no limita las solicitudes a un periodo determinado) se suma, durante este año y el próximo, la vía adicional de Litrix. Por medio de la misma, las editoriales podrán solicitar en cualquier momento del año en curso subsidios para la traducción de determinadas obras publicadas en Alemania entre 2007 y 2009 cuya lista adjuntamos. Los derechos de traducción al castellano de estas obras están disponibles. En el sitio www.litrix.de puede obtenerse información detallada sobre estos libros, en inglés y/o portugués.

Tanto la nómina de títulos Litrix 2007-2008 –que se completará en breve con los títulos del año 2009– como el formulario de solicitud están a disposición de los interesados, quienes deberán dirigirse a:

Lic. Petra-Ilona Fuchs
Directora Información & Biblioteca
Tel: +54 11 43185600
Fax: +54 11 43185656
fuchs@buenosaires.goethe.org

Un pajarraco clásico


Y ya que estamos con Edgar Allan Poe –y en memoria de que este año es el bicentenario de su nacimiento–, vale la pena recordar el breve artículo que Gustavo Artiles publicó en El Trujamán, el 15 de julio de 2002, a propósito de una famosa traducción de "El cuervo", muchas veces mencionada en este blog.

La traducción de "The Raven"
de Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892)

Querible recuerdo de la niñez, creo que fue la traducción de "The Raven" ("El cuervo") de Pérez Bonalde lo que me inició en el mundo deliciosamente tenebroso de Poe. Pero Pérez Bonalde no era mórbido sino romántico individual y su romanticismo es comedido y púdico. Aunque la impotencia ante la muerte es uno de sus temas recurrentes —lloró con recato la de su hija de cuatro años (Flor), acaecida durante su exilio en Nueva York, y a su regreso a Caracas (Vuelta a la patria) reflexiona dolorido ante la tumba de su madre, también desaparecida en su ausencia—, éste es un tema antiguo y que sigue estando presente, e intensificado, en todas las artes del período. También, en "El cuervo", la Leonora difunta es la causa de la pena del poeta.

El destierro y otros infortunios parecen haber llevado a Pérez Bonalde a un nihilismo final. En sus Memorias dice:

...¿qué he conseguido durante este largo transcurso del tiempo?
Lo que alcanzaría el hombre que viviese mil años; lo que ha alcanzado la humanidad desde su misterioso principio hasta el presente: ¡NADA!

Próximo a su muerte, escribe unas estrofas íntimas que son instrucciones de lo que ha de hacerse con su cuerpo. Primero, «cavad una fosa» y, por último,

¡ni flores ni losa,
ni cruz funeral!
Y luego... olvidadme
por siempre jamás!


Pesaroso y sombrío, y ¿no habrá aquí un eco de El cuervo?

Como políglota dominó el latín, el francés, el alemán y el italiano y, frente a alguna obra extranjera de su especial veneración, no pudo dejar de hacer las comparaciones del caso. El poeta y lingüista no pudo tampoco resistir la tentación de abordar, al menos una vez, la traducción de versos, no sólo sensible y fiel sino, además, ajustada a la exacta métrica original. Ignoro cuántos más habrán intentado esa proeza —debe haber otros—, pero es probable que el éxito en esta empresa aparezca elusivo; las causas son obvias.

El caso de El cuervo parece por ello excepcional. Poe lo escribió en 1845; Pérez Bonalde realiza su versión cuarenta y dos años después. En ese lapso, el romanticismo se ha afincado entre los poetas hispánicos y, por su cualidad lírica, él ya está situado junto al colombiano José Asunción Silva y al nicaragüense Rubén Darío. Lo había demostrado dos años antes con su traducción del Cancionero de Heine, alabada hoy precisamente por su musicalidad. Es significativa esa elección de Heine, un escritor agudamente crítico del romanticismo convencional que, como el mismo Pérez Bonalde, profesó una visión poética más realista, alejada de pretensiones y pomposidades, aunque no exenta de la expresión personal de la angustia.

Como traducción de verso, "El cuervo" va aún más lejos, reproduciendo el pie y el ritmo trocaico que usa Poe. Ese pequeño prodigio es el que motivó esta nota, tras leer la de Fernando Sorrentino, "El plagio fiel y erudito" (I), en El trujamán, a propósito del mismo poema.

Si le hago escuchar —lo he hecho— la traducción de Pérez Bonalde a una persona que ignore el español pero conozca bien su Poe, reconocerá inmediatamente el poema: el ritmo es inconfundible. Pero de poco sirve el alarde técnico, por logrado que resulte, si la esencia misma de las palabras y los sentimientos del original salen perdiendo. Pero aquí es donde el milagro tiene lugar. Para que se cumpliera, el traductor debió imponerse una tarea de busca y rebusca de etimologías, sinónimos, analogías, contigüidades, para cumplir la multiplicidad de fines —de sentido, de cadencia, de pie— que demandaba su objetivo estético. La eufonía le habrá hecho ensayar en voz alta muchas combinaciones verbales, el evidente proceso de decantación que remató en esta joya.

Sorrentino ya comentó ese hallazgo de «más de un raro infolio», por «many a quaint and curious volume». El traductor prefiere ser literal mientras puede, sana pauta, pero aquí se ha esforzado por ser más que fiel. Otros recursos igualmente hábiles son:

Por «bleak December»: omite el nombre del mes pero dándonos «el crudo mes del hielo!», que es igualmente reconocible. Más abajo:

...and so gently you came rapping,
And so faintly you came tapping, tapping at my chamber door,


pasa a ser «y con tal delicadeza y tan tímida constancia os pusisteis a tocar», que es de una elocuencia admirable por lo sencilla.

Hay algo que ya sería demasiado pedir, la reproducción de la aliteración, a la que también acude Poe —aquí, dos veces y de variado tipo: flirt/flutter, y stately/saintly— por derecho propio de su lengua:

Open here I flung the shutter, when, with many a flirt and flutter
In there stepped a stately Raven of the saintly days of yore.

La ventana abrí —y con rítmico aleteo y garbo extraño—
Entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño
...».

El aleteo es el flutter y el garbo extraño el flirt. El aleteo es rítmico porque éste es un cuervo muy especial, mientras que el contoneo que sugiere el flirt se traslada bien con ese garbo extraño.

Y, a todas éstas, Pérez Bonalde conserva todo el tiempo la métrica íntegra de Poe. Es como para no creer que la hazaña se vaya a repetir. ¡Nunca más!

miércoles, 22 de julio de 2009

El texto, no la marca


Para que no todo vaya en una única dirección, se suma al blog un comentario de Marco A. Contreras, publicado originalmente en Panace@ Revista de Medicina y Traducción (Vol. 3, n.o 7. de marzo de 2002), donde se plantean algunas respetuosas objeciones a la labor de Cortázar como traductor; algo así como la inutilidad de "comprar marcas" antes que textos concretos.

El germen de la traición está en el estilo

Traduttore, traditore, definieron los italianos. Y así ha sido siempre. El que todo traductor sea, por fuerza, un traidor a los conceptos que intenta verter a otro idioma parece ser un designio fatal al que no escapan ni los más sólidos baluartes en el dominio de la lengua escrita. Aunque en este sentido parezca un sacrilegio llamar traidor al entrañable Julio Cortázar, el apelativo parece en verdad venirle bien cuando –despojados del sentimentalismo fraterno a que nos obliga su esencia americana–, revisamos el trabajo que este escritor inició hacia sus 39 años, durante una estancia en Italia, para producir la traducción hasta hoy más autorizada al idioma español de los Cuentos de Edgar Allan Poe (dos volúmenes; Alianza Editorial, Madrid, 1970). No es reprochable que en éste, como en muchos trabajos de traducción, abunde lo que algunos puristas tacharían de galicismos («vendimias italianas» en vez de «cosechas...» hablando de vinos) o anglicismos («haz un signo» en vez de «haz una seña» en un diálogo entre masones), porque seguramente Cortázar, como tantos escritores y traductores de todas las épocas, debió realizar esta labor bajo las terribles presiones de tiempo y dinero que acaban por dar al traste con todo esfuerzo editorial que deba ceñirse a los términos de un contrato por entregas o free-lance. (Ojalá las mismas razones explicaran algunas versiones infumables –absurdas dentro del absurdo– de Alice in Wonderland, de Carroll.)
El estilo literario de Cortázar resultará siempre impecable; su dominio del español, exquisito. Según lo requiere la atmósfera sugerida por el genio de Poe, Cortázar va sorteando con elegancia los difíciles retruécanos con que el autor juguetea en todo
momento. Pero, ¡cuidado!: es precisamente en este gran talento de escritor donde se incuba el insidioso germen de la traición (alas!) que el traductor demasiado confiado de sí mismo acaba siempre por cometer en contra del inerme texto original. Por ejemplo, en el cuento «El tonel de amontillado» de la gran compilación de obras de Poe, se evidencia claramente cómo el Cortázar traductor se deja cautivar por la imaginería que le dicta su temperamento de autor, un lujo que no debería permitirse ningún traductor cuidadoso. En particular, a la pregunta de cuál es el escudo de armas de la familia Montresor –a la cual pertenece el protagonista del relato–, éste responde: «Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante cuyas garras se hunden en el talón». Por lo visto, más que una serpiente, el Cortázar autor visualizó un basilisco, un grifo o alguna otra bestia mitológica de garras más crecidas que las de una serpiente ordinaria. Vamos, ¡las serpientes no tienen garras! El texto en inglés dice fangs («[...] the foot crushes a serpent rampant whose fangs are imbedded in the heel»), que son ‘colmillos’ y no las ‘garras’ que Cortázar quiso ver. La imagen que menciona Poe ha sido un símbolo en varias culturas, desde la antigua Babilonia. Y para designar algún híbrido mitológico (como la pantera heráldica de la imagen superior), no le hubieran faltado palabras: gryphon, basilisk, leviathan, chymera, etcétera.
Aunque parezca ocioso –irreverente para algunos– ocuparse en pescar este tipo de «resbalones» en un trabajo de traducción aparentemente consagrado por el tiempo, este ejercicio debiera ser parte de la disciplina personal de todo aquél que se proponga comprender las relaciones siempre intrincadas que se forman entre dos lenguas distintas.
Su utilidad principal está en que nos obliga a vencer el «obstáculo» que más férreamente nos separa del conocimiento cabal de cualquier idioma: la resistencia a consultar el diccionario. Es ésta una labor que a todos invariablemente pesa, y no tanto por la fiaca que implica buscar entre la enorme lista (alfabetizada, por gracia de Dios) de términos que conforman estos mamotretos, sino, ante todo, porque nos fuerza a aceptar de antemano una verdad de lo más cruel: la magnitud siempre enciclopédica de nuestra ignorancia. Quizá también Cortázar rehuía al tormento existencial que implica el binomio: «¿Qué es esto? –Pues no sé». Con tal de evitarse esa molestia y sus «consecuencias» –como tener que ¡buscar en el diccionario!– el traductor acude al recurso de imaginar, que siempre es más fácil y hasta agradable, porque de algún modo nos hace sentir creadores, un alimento que no dejará enflaquecer a nuestro ego.
Un poco antes, en el mismo relato, interpreta Cortázar: «Observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas». Ciertamente el entorno que retrata Poe es bastante tenebroso, pero no hay ahí tales «telarañas», sino apenas el brillo de las vetas de salitre entrelazadas sobre los muros (the white web-work), una visión no menos temible para el personaje secundario, porque le advierte de una densa humedad en el ambiente, la cual vendrá bastante mal a sus frágiles pulmones. En suma, el web-work de Poe no eran «telarañas», sino la trama que formaban las vetas de salitre. Tras la malévola advertencia de Montresor, su futura víctima pregunta: «Nitre?» En realidad, un traductor cae en la traición cuando él mismo se deja traicionar por su propia fantasía, por su poder creativo. La razón es que tiene dos amos a quienes servir: el lector, al cual quisiera exponer del modo más «ameno», simple y natural las ideas del texto original, y el autor, cuyo pensamiento, dictado casi siempre por una idiosincrasia muy distinta, merece el máximo respeto y fidelidad. Sin embargo, en tales condiciones, este último suele ser el perjudicado.
En otro relato, «El diablo en el campanario», dice Cortázar: «[...] sillas y mesas de madera negra, con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta». El original: «[...] chairs and tables of blacklooking wood, with thin crooked legs and puppy feet». Si bien puppy, por su connotación de ‘cachorro’, da la idea de algo pequeño (de ahí tal vez lo de «adelgazadas en la punta»), Poe se refería más bien a unos muebles que, aunque no menos feos, por cierto, sí fueron más propios de un estilo bien definido. Quiso decir: patas delgadas y combas (no «retorcidas»), rematadas en garra (o en pies de perrillo), como es característico del estilo rococó (revivido por Chippendale). Si la madera era en verdad negra o sólo lo parecía, sólo Poe lo supo. Pero Cortázar decidió: black-looking wood, ‘madera negra’.
El respeto que se le debe a toda expresión artística nos hace considerar peccata minutaeste tipo de gazapos, sobre todo cuando son apenas la excreta vivencial de una figura como Julio Cortázar. Y son pecados aún menores si los comparamos con los engendros de algunos malos traductores actuales, bien pagados, que fabrican –parecería que haciendo uso de unas patas retorcidas y a veces hasta con garras de serpiente mal nacidas– verdaderas telarañas de textos literarios (en el caso más benigno) o, lo que da más pavor que los propios relatos de Poe, de conceptos peligrosamente equívocos en libros de texto científicos o artículos de investigación que se ocupan de temas nada intrascendentes como, digamos, las nuevas técnicas de cirugía para corregir malformaciones cardiacas o nuevas teorías en el cálculo de estructuras en proyectos para la edificación de viviendas en zonas sísmicas. Y a menudo todo ello pretendidamente avalado por un título profesional ya algo amarillento que, a más de no garantizar per se una pericia real en la materia que se trata, mucho menos da fe de un conocimiento suficiente de los idiomas en cuestión.
Pese a los grandes esfuerzos –no siempre desinteresados ni humanistas– de la tecnología actual por extender y perfeccionar los medios de comunicación entre poblaciones y culturas tan dispares de todos los confines del planeta (léase Internet, comunicación satelital, multimedia, etc.), el gran quid de la comunicación seguirá siendo el mismo: la necesidad de que el receptor capte el significado real del mensaje transmitido. Y ya que toda forma de comunicación es en cierto modo una traducción (del pensamiento de quien emite el mensaje, por lo menos), resulta prudente precaverse ante una gran verdad que parece haberse afirmado desde siempre como una ley natural: traduttore, traditore. O más llanamente: de lo que te diga un traductor cree sólo la mitad. El resto tienes que comprobarlo tú mismo.

martes, 21 de julio de 2009

Otra vez Cortázar traductor


En 2004 se cumplieron veinte años de la muerte de Julio Cortázar. Fue un año de homenajes de muy variado estilo. Algunos de ellos se refirieron a la labor del autor de Bestiario como traductor. Entre otros, el texto de Juan Gustavo Cobo Borda, ya publicado en este blog, al que ahora se suma el artículo de Carlos Fortea, que publicó La jornada semanaldel 19 de diciembre de ese año. En él puede leerse sobre los vínculos que su actividad creadora le aportó a su trabajo de traductor y lo que éste pudo haber tenido de importante a la hora en Cortázar se ponía a escribir.

La perenne continuidad de los parques

Hay un cuento de Julio Cortázar –"Continuidad de los parques"– en el que el personaje principal lee en un sillón verde una novela a cuyo final un asesino mata a un hombre que lee en un sillón verde una novela, y si a mí se me antoja metáfora de la traducción es probablemente porque como a muchos traductores todo se nos antoja metáfora de este oficio de espejos, pero también, probablemente, porque sé que el hombre altísimo que siempre fue joven y escribió ese cuento maravilloso y docenas de cuentos maravillosos más era también autor de no pocas fantásticas traducciones, y debió pensar acerca de la forma subrepticia de acercarse a Yourcenar, a Poe, a Defoe, y robarles el alma mientras leían en un sillón verde.
En el mes de febrero hizo veinte años que murió el gran Julio Cortázar, a quien tanto debió mi juventud, y si el mejor tributo a cualquier escritor es leer sus textos, el mejor tributo a cualquier traductor es mantener vivas sus traducciones. Lejos de mí la idea de que Cortázar necesite ayuda para esto, y lejos de mí hacer aquí una valoración de sus traducciones en tanto que tales, obras que me he limitado a disfrutar pero que no estoy en condiciones de analizar y valorar en detalle. En cambio, pienso que no ha de ser impertinente recordar en este año de conmemoraciones la trayectoria misma del traductor Cortázar, el papel que nuestra profesión de máscaras representó en la vida y tal vez en la obra propia de este gran artista de las vueltas y máscaras de la realidad. El 25 de enero de este año, en El País, un artículo firmado por Pepa Roma despachaba esa tarea con una frase clásica: "Lo que más sorprende al día de hoy es ver cómo un autor que era considerado ya la figura más destacada del boom latinoamericano se veía obligado a ganarse la vida haciendo traducciones y buscando trabajos como revisor de textos en organismos internacionales como la UNIDO, la Atomic Agency o la UNESCO". Trabajo de menesterosos. Un trabajo que el autor venía desempeñando al menos desde 1937, cuando un Cortázar de veintitrés años, joven profesor en el Colegio Nacional de San Carlos de Bolívar, a 300 kilómetros de Buenos Aires, empieza a hacer traducciones del francés para la revista Leoplán, bimensual dirigida por Ramón Sopena y José Blaya Lozano. Por entonces no ha publicado un solo texto propio, y está empezando pues una doble dedicación a la literatura, común a muchos otros escritores, con la traducción como fuente de información literaria y forma de modelar el estilo propio.
En estos años, según todos los testimonios, Cortázar dedica mucho tiempo al aprendizaje de lenguas extranjeras. Traduce del francés, lee a Rilke en alemán, y a principios de los años cuarenta ya se siente en condiciones de empezar a traducir una obra señera de la literatura universal: Robinson Crusoe, que será, en 1945, su primera traducción literaria publicada en formato libro. Es el comienzo de una actividad que hasta 1948 tiene como resultado la traducción de las Memorias de una enana, de Walter de la Mare (1946), El hombre que sabía demasiado y otros relatos, de Chesterton (1946), Nacimiento de la Odisea, de Jean Giono (1946), La poesía pura, de Henri Brémond (1947), y El inmoralista, de André Gide (1947). Aunque entre dos y tres libros al año presenten ya con mucha claridad el perfil de un traductor literario profesional, siguen sin ser un medio de subsistencia suficiente como para poder decir que Cortázar se gana la vida traduciendo. Esto no ocurrirá hasta 1948, de regreso en Buenos Aires, cuando abandona –para siempre– la docencia como profesión y cursa los estudios de Traductor Público Nacional, que concluye dieciocho meses más tarde obteniendo el título para francés, al que añade seis meses después el de inglés. Durante cuatro años, Cortázar ejercerá tareas de traductor público en una oficina de Buenos Aires antes de emprender viaje a París, la ciudad de la que ya no saldrá nunca. Siguió traduciendo literatura, añadiendo a los títulos mencionados autores como Villiers de L’Isle Adam o Alfred Stern, y una traducción que posiblemente resulte curiosa y desconocida: una versión del clásico juvenil de Louise May Alcott Mujercitas, demostrativa en primer término de que, como cualquier profesional del género, Cortázar toca todos los palos: desde los dos títulos de filosofía de Stern hasta la literatura infantil y juvenil, pasando por la literatura contemporánea encarnada por Gide.
Cuando en 1952 se traslada a la capital francesa, lleva en el bolsillo un compromiso firmado con la Editorial Sudamericana para efectuar traducciones literarias a cambio de unos ingresos que irían destinados al sostenimiento económico de su madre y su hermana. Poco tiempo después (para entonces ya se ha publicado Bestiario) establecería esa vinculación profesional con la UNESCO que tanto sorprendía a Pepa Roma, y que no interrumpiría prácticamente nunca, porque le ofrecía un buen número de cosas que encajaban con su visión del mundo: un compromiso profesional laxo, no vinculado a un concepto de estabilidad que él veía más bien como atadura, la posibilidad de frecuentes viajes; en una palabra: lo más parecido a la libertad que se puede alcanzar en el mundo profesional. Durante muchos años, será además una forma más de compartir la vida con su pareja, Aurora Bernárdez, traductora literaria y traductora también de organismos internacionales. Cabría añadir, y lo añadimos ya de nuestra cosecha, la posibilidad intrínseca de seguir practicando el desdoblamiento que anida en todo traductor, y que tanto encaja con la poética cortazariana y su visión del mundo. Esta es la etapa del despegue como escritor, pero también la de las grandes traducciones, de las traducciones que hacen época, y es tiempo también de muchas traducciones, del traducir frenético que es consustancial a la profesión. En 1953 tiene lugar uno de los hitos profesionales por los que se recordará a Cortázar como trujamán: la Universidad de Puerto Rico, representada en ese momento por otro gran escritor y traductor, Francisco Ayala, le encarga la traducción al español de la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe. Se trata de uno de esos encargos con los que todo traductor sueña. Un autor congenial, con un mundo de intereses literarios próximo a los del escritor; un encargo hecho en términos de respeto al traductor, remunerado con una cantidad (3 mil dólares) muy apreciable para la época, y que permite a quien lo recibe organizar su vida durante un tiempo relativamente prolongado. Para llevar a cabo el encargo, Cortázar y Aurora Bernárdez se trasladaron a Italia, a Roma, donde desde septiembre de 1953 –luego se trasladarían a Florencia– Cortázar se dedicó de manera intensiva y exclusiva al texto de Poe, hasta junio del año siguiente. Un ritmo de trabajo endiablado si tenemos en cuenta que hablamos de sesenta y siete relatos, una novela, un poema en prosa y un volumen de ensayos. El resultado es uno de los grandes hitos de la profesión. El Poe de Cortázar ha recibido elogios de todos los ámbitos, y ha sido reeditado innumerables veces, de manera especial los dos gruesos volúmenes de relatos, a cuyo frente está la introducción que el propio traductor tuvo ocasión de redactar y a cuyo final unas impagables notas que son en realidad hermosos comentarios de lector. Tanto a la una como a las otras es común la total ausencia de academicismo ("Este memorable relato [...] figura en casi todas las listas de los-diez-cuentos-que-uno-se-llevaría-a-la-isla-desierta"; "De no mediar cierto vocabulario, ciertos giros inconfundibles, costaría creer que este cuento es de Poe"), esa presencia de lo intangible que tan bien conoce el traductor literario ("todos ellos se atraen o se rechazan conforme a ciertas fuerzas dominantes, a ciertos efectos deliberadamente concertados, y a ese tono tan indefinible como presente que conecta, por ejemplo, relatos tan disímiles como ‘Manuscrito hallado en una botella’ y ‘William Wilson’") y el cariño por el autor con cuyo espíritu se ha convivido, cuyas palabras se han hecho propias: "...a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica". Poco después de haber entregado los textos de Poe, Cortázar aborda el que será el otro gran hito de su trayectoria profesional como contrabandista entre las lenguas: las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, otro de esos libros que se ha hecho indistinguible de su traductor, un libro del que Miguel Sáenz ha dicho que es "difícil imaginar una traducción hecha con mayor sensibilidad y cariño", y de la que resalta la fertilidad de recursos y la total compenetración con el original. "Puede decirse", añade Sáenz, "que su traducción ha pasado a ocupar en la literatura española el lugar de la obra original."
Después de Adriano, publicado en Sudamericana en 1955, la dedicación de Cortázar a la traducción literaria disminuye, en la misma medida en que aumenta su producción como autor de obra propia. A Bestiario le han seguido ya Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), y en 1963 vendrá la explosión final de Rayuela, que le convertirá en un mito literario del siglo XX. Es perfectamente comprensible que este escritor tardío vuelque su tiempo sobre su obra propia, después de haber alcanzado tan elevado nivel en dar voz a gigantes como él. Sin embargo, siempre mantendrá su relación profesional con la UNESCO. En 1956 se le había ofrecido la posibilidad de ganar una plaza de traductor fijo, pero prefirió mantener la misma relación laxa que había conservado hasta la fecha, si bien en años posteriores ascendería a la categoría de revisor, siempre sin relación funcionarial. Al final de su vida, Cortázar regresó una vez más a la traducción literaria, pero esta vez por un servicio de amor: en 1983 publicó en Nicaragua el texto Llenos de niños los árboles, obra de su última compañera, Carol Dunlop, fallecida el 2 de noviembre del año anterior. Cerraba así una obra como traductor de diecinueve títulos. El papel que la traducción representó en la obra propia de Cortázar tendría que ser objeto de un doble análisis: el destinado a desentrañar ese papel y el análisis de ese mismo análisis necesario para rehuir el peligro, tan habitual en los estudios literarios, de construir la casita del cerdito perezoso a base de pajitas y virutas tomadas de aquí y de allá. Sin embargo, es un ámbito pleno de interés. En su tesis doctoral dedicada a la figura de Julio Cortázar como traductor, Sylvie Protin señala que, a fuerza de sopesar y de prever las reacciones del lector al que se dirige en su calidad de traductor, Cortázar termina por colocar a su lector en la posición del traductor, lo que Protin identifica con el lector–cómplice de Rayuela. Es una hipótesis digna de estudio. El azar –seguramente el azar– quiso que Cortázar volviera sobre la traducción y sobre su experiencia biográfica como tal en el que estaba destinado a ser el último de sus relatos, el titulado "Diario para un cuento", que cierra el postrero volumen Deshoras (1983). La anécdota del cuento se inserta en un contexto autobiográfico y real: como el propio Cortázar relataba a Osvaldo Soriano en una entrevista concedida en París, "entre la clientela que me dejó mi socio cuando se marchó de la oficina que teníamos en San Martín y Corrientes, me encontré con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en francés. [...] Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo [...] y durante un año les traduje cartas de los marineros que les escribían desde otros puertos." Sin embargo, más allá de la anécdota lo interesante son, por una parte, las resonancias que en ese relato aparecen de la propia experiencia profesional de Cortázar y, por otra, la propia imagen de la traducción que el autor ofrece, tal vez la única ocasión en que Cortázar escribe sobre el oficio. En cuanto a lo primero, el texto está lleno de ecos: desde el recuerdo de una cita de Poe hasta el momento en que le entran "ganas de traducir ese fragmento de Jacques Derrida", que traduce, en un guiño a la aporía del trujamán, "un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor)", pasando por el comentario sobre la dura vida del profesional ("De todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos mientras fueran traducciones" y el recordatorio a su paralela actividad en la literaria ("En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton"), que tampoco es ficticio, porque Cortázar tradujo de hecho ese libro. En cuanto a lo segundo, el "traductor público diplomado" que protagoniza el cuento y escribe o traduce las cartas de las chicas a sus marineros empieza a partir de un momento a interferir en los textos, a tomarse libertades y modificar el encargo, y termina finalmente por salir de su invisibilidad y escribir una carta en su propio nombre a uno de los destinatarios. El traductor se nos presenta pues como embustero, como poco digno de fiabilidad, y como no resignado a su papel de cristal. La mención podría ser anecdótica, pero coincide curiosamente con la visión que otros autores ofrecen, desde el Javier Marías de Corazón tan blanco hasta el Wilhelm Muster de La muerte viene sin tambor. Autores que son también traductores presentan en sus obras al trujamán como rebelde a su destino de papagayo, harto de asistir sin participar a ese ménage a trois para el que es imprescindible, pero sólo como correo. Pero todo esto es materia –seguramente es materia– de otro viaje distinto. Es tema –seguramente es tema– de un cuento de Cortázar que ya no será escrito, en el que un hombre mira a través de los ojos de otro hombre, pero no sabe si lo que ve es lo que ve el otro, o lo que él mismo está viendo. Entretanto los parques continúan, y la memoria del gigante ido se afirma en el corazón de sus leales lectores y humildes compañeros.

lunes, 20 de julio de 2009

Crónica de un placer vertiginoso


Con su habitual elegancia y bonhomía, Juan Sasturain –una suerte de hombre orquesta que va de la novela policial a la historieta, del periodismo deportivo al cultural, de la gráfica a la televisión y siempre sale airoso– escribió la columna que sigue en el diario Página 12 del 24 de julio de 2005.




Francis Ponge o el esquivo partido de las cosas

Hay libros que uno busca durante años. Son libros poco comunes pero no necesariamente valiosos ni demasiado viejos; tampoco raras o exquisitas piezas de bibliófilo, esas cosas de coleccionista, otro tipo de enfermo que uno. Son libros simplemente esquivos por lejanos, de ediciones escasas o remotas; libros conocidos por referencias, citas, bibliografías y versiones parciales pero que uno nunca tuvo en mano, jamás ha visto. Hasta que un día nos toca. Y es de no creer.

Los merodeadores de librerías de viejo y mesas de usados saben o sienten de qué hablo. Los respetables y envidiables compradores de novedades o frecuentadores de góndolas iluminadas con precios de lista, que desconocen los placeres vertiginosos del índice corriendo como una hormiguita veloz sobre el canto superior de los gastados volúmenes enfilados como galletitas criollitas, no pueden llegar a compartir plenamente lo que se siente. Estos hallazgos, digo, tienen casi el mismo vértigo de un genuino levante callejero.

Algo de eso me pasó no hace mucho en una librería de Cabildo con De parte de las cosas (Le parti pris des choses) de Francis Ponge, editado por Monte Avila de Venezuela, en 1971. Estaba ahí, solito, envejecido y virgen, con el lomo inexplicablemente sin forzar: alguien lo tuvo y no lo leyó nunca en 34 años. Sentí que era el que por primera vez separaba las hojas, hacía la luz ahí, en el espejo de las hojas enfrentadas –a la izquierda el texto en francés, a la derecha la traducción– y al leer era como quien deja huellas en una duna solitaria.

Porque los viejos libros que están paradójicamente nuevos son como esas tumbas egipcias a las que se irrumpe, después de siglos, para inaugurarles un sol con rayos emitidos siglos después de que se cerró la puerta: inaugurar colores viejos, respirar ese vetusto aire atrapado. Una vez encontré una edición de Bestiario, la primera, del ‘51, en la colección chiquita de Sudamericana, que venía incluso con los pliegues cerrados al estilo de entonces, y los abrí con un cuchillo. Sentí que era la misma sensación que habrá tenido el Julio cuando le dieron los primeros ejemplares, los llevó a la casa, los tentó con dedos flacos. Qué bárbaro.

Tal vez no sea casual –pero seguro que fue inconsciente– que para hablar de De parte de las cosas y del viejo Ponge haya necesitado dar toda esta vuelta alrededor del libro, del objeto libro como materialidad que nos convoca, cosa puesta ahí, a descubrir. Porque toda la poesía, el maravilloso esfuerzo de Ponge, no es más ni menos que el intento de describir objetiva, extremada, esencialmente la presencia absoluta de las cosas como experiencia extraordinaria, única –”ese perro, ahí” dice Girondo– de contacto y captación plena. Algo que es, como dijo famosamente Sartre, “Amor: sin deseo ni fervor ni pasión. Aprobación total, respeto total”.

Y el título del libro original de 1942, verdadero manifiesto, lo dice inmejorablemente: Le parti pris des choses –tomar “el partido” de las cosas–recoge por lo menos tres sentidos: tomar su partido es ponerse de parte de ellas; también hablar desde su punto de vista –y no del sujeto— y, finalmente –contra el idealismo y la representación–, resignarse a ellas, a su materialidad infranqueable.

Los placeres de la puerta, titula Ponge, y escribe: “Los reyes no tocan las puertas. Ellos no conocen esta dicha: empujar ante sí con suavidad o rudeza, uno de esos grandes paneles familiares, volverse hacia él para colocarlo de nuevo en su lugar –tener entre sus brazos una puerta–”.

Francis Ponge (1899–1988) es uno de los grandes poetas franceses del siglo XX. Además de este libro fundante, que publicó Gallimard en años duros de ocupación nazi, y tradujo entero y ejemplarmente por primera vez al castellano en 1971 el venezolano Alfredo Silva Estrada –hubo reedición en el ‘96–, es poco lo que se ha vertido a nuestra lengua, si no se cuentan poemas sueltos. Es horrible la versión de Diego Martínez Torrón de Piezas, publicada por la española Visor en 1985; es muy buena e inteligente la copiosa Métodos que encaró con sensibilidad y cuidado Silvio Mattoni para Adriana Hidalgo en el 2000, y es sobre todo rara y apasionada la Antología que hizo el chileno Waldo Rojas en 1991 para la editora Lar, de Concepción. Siempre será poca cosa con Ponge.

domingo, 19 de julio de 2009

Una de teatro


Doctora en Filosofía y Letras y Licenciada en Economía, profesora fundadora de la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana, ex- presidenta de la Asociación Cubana de Traductores e Intérpretes, Lourdes Arencibia reflexiona en Cubaliteraria sobre la traducción de piezas teatrales, estableciendo claras diferencias entre trabajos de índole meramente literaria o académica y aquellos otros destinados principalmente para la puesta en escena.

La traducción para el teatro, ¿es un arte auxiliar?:
¡se levanta el telón!


La labor de traducción de una obra de teatro es cuando menos ambivalente, pues necesita enfocarse a la vez como traducción y como interpretación, participa a la par de las peculiaridades de la oralidad y de la escritura. Permítaseme explicarme. Lo primero que distingue la traducción de una obra teatral de la que realiza el mediador con textos que pertenecen a otros géneros literarios -no sólo como proceso estrictamente referido a la labor de transvase, sino como producto- es que en estos segundos casos, los textos resultantes re-escritos o re-creados en lenguas distintas de la de los originales, van a parar a manos de alguien -lectores por lo regular, anónimos- que lo harán objeto de interiorización o de un ejercicio de introspección individual en una apropiación silenciosa, aunque resulte intelectivamente activa.

En cambio, los primeros lectores de una traducción para la escena, suelen ser los directores de teatro, y muchas veces su primer contacto con la obra traducida es ya oral. Pero los segundos lectores de la obra son los propios actores, los directamente encargados de re-traducirla, re-presentarla, interpretarla, e interpretar (que viene de inter-partes) quiere decir para el actor de teatro, actuarla con arreglo a un cierto y determinado modo de apropiación casi “físico”, en el que interviene la mente y el cuerpo; significa visualizar y personalizar el texto que desde ese momento empieza a dejar de ser escrito, y dotarlo de voz, de movilidad y de gestualidad; respirarlo a mente, pulmón y corazón abiertos. Su relación con la obra traducida es totalmente diferente de la que tocó establecer a aquel otro lector que cuando más, gozó en diferentes niveles de plenitud de la experiencia de la lectura o se defraudó con ella, se “agarró” con el texto, con el autor y hasta con el traductor, o los echó a un lado. Cualquier estudioso del tema concuerda entonces en que la traducción de un texto para ser leído, interiorizado e imaginado por la vía de la lectura, difiere de la traducción del texto para ser escuchado y además configurado como lenguaje escénico para ser representado ante los ojos del receptor, como ocurre con las obras teatrales. Su apropiación es distinta. El público va a escuchar las palabras del nuevo texto que propone el traductor, pero no las va a ver. No puede volver atrás y escucharlas de nuevo para verificar su sentido. El impacto debe, por lo tanto, desde un principio, resultarle más fuerte, más claro, menos confuso, pero también su apropiación del contenido del texto traducido es diferente al de la obra original, porque pasa por las visiones plurales del traductor, del director y de los actores; intermediarios todos entre él y la cultura fuente.

Por consiguiente, huelga apuntar desde esta etapa iniciática, que el trabajo de un traductor de obras de teatro que entrega su acercamiento a los autores del género sólo con fines académicos o de ejercicio literario, no tiene mucho que ver con el que se desempeña en función de una puesta. En esta otra categoría, que es la que articula el presente trabajo, la propuesta ha de ser sobre todo actorproof, para emplear la jerga teatral.

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