"Traducir clásicos no es una tarea solipsista"
Entre los méritos variopintos de un escritor de la talla de Gustave Flaubert se cuenta tanto la confección de una obra maestra del realismo decimonónico –Madame Bovary–, con sus innovaciones discursivas –el estilo indirecto libre, la diversidad de puntos de vista–, como Bouvard y Pécuchet, el texto que para muchos clausuró las implicancias formales y epistemológicas del realismo (la ciega confianza en el progreso del conocimiento humano, por caso), y que sentó, a su vez, las bases de lo que sería la novela del fracturado siglo XX. Jorge Fondebrider, que cuenta en su haber con una traducción de Madame Bovary y los Tres cuentos de Flaubert –ambos bajo el sello Eterna Cadencia–, se sumerge ahora, con paciencia monacal, en la investigación y el estudio de Bouvard y Pécuchet. Su reciente traducción consta de un prólogo y de un monumental apartado crítico que supera las 1500 notas. Recordemos, por si hiciera falta, lo que de trama hay en este libro. El dúo protagonista, Bouvard y Pécuchet, dos amanuenses que trabajan, el primero en una firma comercial y el segundo en el Ministerio de la Marina, logran, gracias a una herencia, retirarse a una casa en la que se dedican, minuciosa y sistemáticamente, a ensimismarse en los diferentes saberes humanos –desde la agricultura, pasando por la medicina y la química, hasta la pedagogía, la filosofía y literatura– para corroborar, en la constatación de los distintos autores y paradigmas, las contradicciones e insuficiencias del conocimiento. El automatismo irrefrenable de la dupla, encarnado en la insistencia de su método, termina irradiando su insensatez sobre la especie en general; es la estupidez, así, la que parece inscribirse en la médula misma de la humanidad.
–¿Cuál fue tu primer acercamiento a Flaubert?
–No recuerdo cuándo fue la primera vez que leí a Flaubert. Sí que fue Madame Bovary, en la muy buena versión traducida por María Angélica Bosco, para Fabril Editora, que, al hacer los recuentos, los españoles pasan por alto. Después vinieron los otros libros. Recuerdo la impresión que me dejaron como muy vívida. Pero no pensé en traducirlo hasta que, en 2010, Leonora Djament, directora editorial de Eterna Cadencia, me propuso Madame Bovary. Le pedí una semana para ver si había algo que pudiera agregar a las traducciones previas. Volví al original francés y empecé a leer unas cuatro versiones que tenía en casa. Me di cuenta de que no sólo podía decir mucho, sino que también había la posibilidad de un valor agregado. Entonces propuse hacer una edición anotada. Las notas que tenía en mente eran de distintas clase: en primer lugar, todo lo que la crítica y otros escritores hubieran dicho sobre la obra; también, lo que Flaubert había comentado en su correspondencia con diversas personas sobre cada escena; finalmente, lo que un lector contemporáneo podría perderse de no tener el contexto en el cual se escribió esa novela. Y para asegurarme una mayor precisión, opté por utilizar el diccionario de Émile Littré, extraordinario lexicógrafo francés y amigo de Flaubert, para evitar que el desplazamiento de sentido que experimentan las palabras de una época a otra me llevara a soluciones erróneas. Traduje en voz alta, porque Flaubert odiaba las cacofonías y las repeticiones, tratando de ajustar la frase castellana a la francesa y, con todo eso, me fui a París, donde entrevisté a Jacques Neefs, uno de los mayores flaubertianos de la actualidad, quien me dio todo tipo de consejos, permitiéndome además, usar algunas de las notas que él mismo redactó para su propia edición anotada de Madame Bovary. Ése fue mi procedimiento, que, adecuándome a lo que cada texto exigía, apliqué a los Tres cuentos y a Bouvard y Pécuchet, que son los tres libros de Flaubert que traduje hasta ahora.
–El valor agregado del que hablás se percibe no sólo en el prólogo sino, sobre todo, claro, en el significativo apartado de notas. ¿Qué concepción de traductor hay detrás de una intervención de este tipo?
–Te agradezco la pregunta porque me va a permitir poner en claro unas cuantas cosas. La primera es que traduzco como me gusta leer; vale decir, entendiendo todo lo posible. Ésa es una de las pocas cosas realmente valiosas que aprendí en la carrera de Letras: cuando un texto es antiguo, hay que reponer un contexto para no leerlo cayendo en las trampas que nos plantea el presente. Dicho de otro modo, no se le puede atribuir a la gente del pasado las creencias del presente, sin violentar lo que dijeron o la manera en que dijeron. Entonces, como según mi modesto entender, cuando uno traduce una parte son palabras y la otra, una cultura ajena, no hay otro remedio que estudiarla para tratar de reponerla en los mejores términos. De ahí que, cada vez que hago libros que fueron editados hace mucho tiempo, considero importante ayudarme y ayudar al lector con notas. Siempre lo declaro en los prólogos: “¡ésta es una edición anotada!”, de modo que no pretendo engañar a nadie. Luego, siempre digo que quien no quiera leer las notas puede salteárselas. No es un trámite difícil. Sé que hay muchos traductores que repudian esta manera de traducir porque suponen que el lector tiene que arreglárselas solo. También sé que hay quien interpreta que, al poner muchas notas, pretendo competir con el escritor, algo que desmiento de todas las maneras posibles. Finalmente, ahora hay un tópico más bien idiota sobre la supuesta visibilidad o invisibilidad del traductor que, como la mayoría de las teorías que plantea la traductología, me tienen absolutamente sin cuidado. Soy una persona fundamentalmente práctica. Insisto: traduzco de este modo porque leo de este modo. Supongo que estoy en mi derecho, ¿no?
–Traduzco como me gusta leer, decías. ¿Qué tipo de lector concebís con tu traducción? Por lo pronto, intuyo, uno que no pretende sólo evadirse ni que se deja encandilar por el asunto o la trama, ¿no?
–No estoy seguro de concebir ningún tipo de lector. Considerando cuáles son los nombres que se privilegian como importantes en la actualidad, está claro que no necesariamente los lectores leen del mismo modo que imagino yo. A mí, y vos lo adelantás en tu pregunta, el asunto o la trama me parecen relativamente secundarios. Ya te dije que Madame Bovary es una novela sobre un asunto intrascendente, a la que seguimos leyendo por cómo está escrita antes que por lo que privilegian las lecturas actuales. Si un autor, además de escribir realmente bien, habla de cosas importantes, mejor aún. Es, creo, el caso de alguien como Joseph Conrad, a quien admiró muchísimo. Pero la importancia de algo es una categoría que está muy lejos de ser universal. Me quedo entonces con la forma en que se dice algo. Uno bien podría pensar que no debe haber tema menos interesante que las intrigas vaticanas, hasta que se topa con Lytton Strachey escribiendo sobre el Cardenal Newman en Victorianos eminentes. Un extraordinario cronista como John McPhee nos mantiene pegados al libro, aunque el tema sea la construcción de canoas con corteza de abedul, la historia de la seda de los paracaídas o el cultivo de naranjas en el valle de San Fernando. Todo puede ser interesante si está bien escrito. En cuanto a la evasión, me parecen más pertinentes los lectores que buscan conocimiento, emoción, compañía y consuelo.
–¿Es posible generar emoción con la lectura interrumpida que proponen las notas?
–No hay una forma mecánica para la emoción. Cada cual la encuentra como puede y donde puede. Y, muchas veces, lo que nos produce emoción bajo ciertas circunstancias nos deja completamente indiferentes en otras. Como pasó con mucha gente de mi generación, la lectura de obras de Hermann Hesse –pienso en El lobo estepario o incluso en Demián– a los quince años me llenaban de emoción. Hoy no tolero esos libros. Y lo mismo me pasó con muchos otros, fundamentalmente de ficción. Observo que, salvo excepciones –y aquí pongo en primer lugar a muchos escritores irlandeses– las novelas actuales me aburren. Por eso prefiero los clásicos anteriores a la mitad del siglo XX. Pero, volviendo al principio, y a tu pregunta, las notas –y aquí hablo de las ajenas– contribuyen a mi emoción. No pretendo de ningún modo establecer una comparación, pero muchos de los mejores ensayos de Borges son apenas notas ordenadas con alguna intencionalidad. A mí, sistemáticamente, me emocionan más que una buena parte de sus ficciones.
–Mencionaste la importancia de traducir en base al contexto original, para no atribuirle al pasado creencias del presente. A propósito, me pregunto: ¿cómo puede dialogar con el presente esta publicación de Bouvard y Pécuchet?
–Bueno, en tu pregunta hay dos aspectos. Asistimos en esta época a una política de cancelación que se aplica indistintamente al presente como al pasado. En el caso del presente, sabemos que hay opiniones decididamente estúpidas –las que sostienen los terraplanistas, los antivacunas, etc.– y otras más difíciles de dilucidar, porque, aun cuando no estén respaldadas por instituciones religiosas, admiten distintos puntos de vista. El tiempo revela cuán estúpidas pueden llegar a ser esas opiniones. El problema es cuando aplicamos la misma lógica al pasado, porque ahí, inevitablemente, la estupidez se vuelve exponencial. Te voy a dar dos ejemplos extremos y a contarte una anécdota personal. Mi primer ejemplo tiene que ver con Charles Darwin, probablemente el científico más importante del siglo XIX. Sin embargo, por más inteligente que fuera, era un inglés de clase alta con los prejuicios correspondientes a su nacionalidad y a su clase. Así, luego de haber formulado su teoría de la evolución –que cambió todo el paradigma que se tenía del mundo y puso en crisis los dogmas de la Iglesia– metió la pata al publicar un folleto en el que consideraba que los escoceses y los irlandeses eran etapas intermedias de la evolución humana. Hoy, eso es inadmisible, pero en su tiempo formaba parte de lo que pensaban muchos ingleses. ¿Vamos a condenar al Darwin que formuló la teoría de la evolución por ese folleto? Mi segundo ejemplo se refiere a la última traducción al neerlandés de la Divina Comedia, un texto redactado en el siglo XIII y traducido hace un par de años, en el cual la traductora saca a Mahoma del Infierno para no irritar a los eventuales lectores musulmanes. Evidentemente, hay algo que no está funcionando bien. Te sumo ahora la anécdota personal, hace algún tiempo, me tocó traducir unos manuales de escuela primaria destinados a la enseñanza en varios estados de los Estados Unidos. Cuando hubo que ejemplificar la “v” y la “b”, se nos pidió que no usáramos la palabra “víbora” porque en California, uno de los estados en cuestión, se buscaba no asustar a los niños con criaturas malignas que pudieran estar asociadas... al diablo. Te di dos ejemplos de estupidez y te conté una anécdota decididamente estúpida. En estos tres casos, el presente se sirve del pasado o de una lectura teocrática de la realidad para justificarse. Todo esto podría haber sido incluido en Bouvard y Pécuchet, que es una novela que trata, precisamente, de las distintas formas de la estupidez y de sus muchas y grotescas justificaciones. Sospecho que ahí, en la demostración palmaria de la estupidez humana, está una de las principales razones por las que esta novela, escrita por un misántropo, sigue funcionando en el presente.
–¿Se podría decir, entonces, que estás de acuerdo con la frase de Valéry, esa de que “cada generación debería traducir a los clásicos”?
–Ni siquiera sabía que Valéry –quien por cierto me aburre muchísimo– había dicho eso. Pero es así. Y no sólo por razones que pomposamente podríamos llamar “filosóficas”, sino, fundamentalmente, porque la lengua cambia, se desplaza, y hay palabras que dejan de usarse y son reemplazadas por otras. Por caso, creo que salvo el tarado de Milei ya nadie dice “por ende”, sino “en consecuencia” o “consecuentemente”. Una traducción de los años treinta o cuarenta todavía podía permitirse eso, pero estoy seguro de que a un lector de la segunda década del siglo XXI le haría bastante ruido algo que, en el original, no sobresalta a nadie. No se trata de “modernizar”, sino de mantener la efectividad de la lengua en razón de los usos de cada época. Hay, con todo, algo más. Cuando Salas Subirat tradujo el Ulises de Joyce al castellano, lo hizo sin contar ni con el conocimiento de las muchas variedades del inglés que ostenta el autor, ni con el aparato crítico con que cuentan los traductores actuales. Indudablemente, en el medio, pasaron muchas cosas y hoy, puede decirse, sabemos mucho más de Joyce y del Ulises que lo que se podía saber entre 1940 y 1945, años de esa primera traducción. En el caso de Bouvard y Pécuchet, la cosa se dispara exponencialmente, porque a las primeras versiones se les fueron sumando otras con mayor información. El libro ya no es el mismo que se publicó en 1881 (nueve capítulos completos y uno a medio terminar), sino un primer volumen de diez capítulos que incluyen los distintos planes que dejó Flaubert y que fueron descubiertos con el correr del tiempo, más un segundo volumen, bautizado como “La copia”, donde constan todos los materiales que Flaubert había estado recopilando para completar el libro. Esto es, el “Diccionario de ideas recibidas” (que en mi edición, por primera vez en castellano, se publica en sus tres versiones) y una gigantesca selección de citas, divididas en diversos libros posibles, que, de acuerdo con lo que sabemos, es lo que Flaubert les había reservado a sus copistas, cuando, desengañados de los saberes humanos, deciden retirarse a copiar las citas más estúpidas de todos los autores y libros que se mencionan en el primer volumen. Sobre esto último se ha avanzado muchísimo. El italiano Alberto Cento fue el primero en arriesgar hipótesis de trabajo que después siguieron y mejoraron los investigadores franceses; sobre todo aquéllos que se sirvieron del método genético que consiste en la comparación de manuscritos –y Flaubert dejó varios– adecuándolos a la lógica de los diversos planes. Así, la última edición de Bouvard y Pécuchet, que fue la que prepararon y editaron en 2022 Jacques Neefs y Anne Herschberg-Pierrot para la Pléiade, multiplica el número de páginas y notas hasta un punto impensado apenas treinta años antes. Hoy se sabe mucho más de esta obra, y lo que sabemos nos obliga a volver a traducirla, introduciendo modificaciones tanto en texto como en su sentido. Traducir clásicos no es una tarea solipsista, sino un trabajo colectivo que involucra a generaciones de investigadores y traductores. Opto entonces por presentar una nutrida página de agradecimientos a gente que me precedió y a otra que me prestó ayuda porque este tipo de libros es como una película: el crédito no puede ser para una sola persona.
–En el tan comentado capítulo octavo, los protagonistas reconocen la estupidez que les rodea (en tu traducción: “Entonces, en su espíritu, se desarrolló una facultad penosa: la de ver la estupidez y ya no tolerarla”). Borges asegura en su vindicación de la novela que, en este punto, Flaubert se reconcilia con sus criaturas. En tu caso como traductor, ¿sucedió algo similar?
–Vamos nuevamente por partes. No sé si Borges tiene razón. Nadie pasa tanto tiempo como Flaubert pasó con Bouvard y Pécuchet si no deposita alguna esperanza en ellos. A medida que promedia la novela, todos los personajes van mostrando lo que son con mayor claridad y eso lo ven tanto Bouvard y Pécuchet como el lector. Fijate que hay cierta candidez en la idea que ambos hombrecitos tienen del conocimiento y la cultura, y, primero, a fuerza de torpeza, y después, a fuerza de auténtica decepción, van perdiendo la fe en los supuestos saberes y en sus vecinos. Yo diría que Flaubert, más que reconciliarse, se resigna. En cuanto a mí, estoy muy cerca de la concepción que Flaubert tiene de la sabiduría y de nuestra especie. Ésa probablemente es otra de las razones por las que disfruté tanto traduciendo esta novela.
–Volviendo a la novela, Bouvard y Pėcuchet continúan el legado de personajes cervantinos que, a su vez, siguen Mercier y Camier, Mason y Dixon...etc. ¿Por qué crees que resulta tan productivo este esquema de dúo/parejas?
–Es indudable que Flaubert fue muy influido por Cervantes. Pero a diferencia de éste, cuya influencia es muy clara en Madame Bovary, en los trastornos que la lectura de autores románticos produce en Emma, en Bouvard y Pécuchet no parece tan directa. De hecho, la crítica señala que ambos hombres son, en realidad, una versión dialógica de Flaubert, un recurso para justificar la expresión de ideas del autor. Antes y después de esta última novela, el recurso se usó sistemáticamente porque, el diálogo es un principio estructural. No sólo Mercier y Camier, los personajes homónimos de la novela que Samuel Beckett publicó en 1946, sino también los Vladimir y Estragón, de Esperando a Godot, también de Beckett. Y antes de Mason y Dixon, personajes históricos también homónimos de la novela que Thomas Pynchon publicó en 1997, siempre según los críticos, también habría que pensar en Laurel y Hardy, en Abbot y Costello, y en muchos otros dúos, cuya productividad, repito, tiene que ver con las posibilidades dramáticas que ofrece la forma dialogada.
–¿Qué clásico te gustaría traducir?
–Por supuesto que me gustaría seguir con Flaubert, sobre todo con La tentación de San Antonio. Con cada nuevo libro suyo sigo aprendiendo a leer y a escribir. Ahora, en lo inmediato, estoy con una gran antología de cuentos de Maupassant que, con suerte, Eterna Cadencia va a editar el año que viene. A futuro, espero poder traducir Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, de Laurence Sterne. Creo que es uno de esos libros que prefiguran la literatura que vino después. En ese sentido, soy muy poundiano porque siempre quiero hacer nuevo lo viejo.
–¿Cómo ves el panorama actual de la traducción a nivel nacional?
–Desde el punto de vista de la cantidad, lo veo bien. Hay una sorprendente abundancia de editoriales independientes que publican textos traducidos, para los cuales hacen falta cada vez más traductores. Lo interesante es que, considerando las muchas ventajas que hay en España para la adquisición de derechos y la cantidad de subsidios, en Argentina hay que aguzar el ingenio y estar atento a las posibilidades que haya. Los españoles, en líneas generales, por sus muchos complejos frente a Europa, suelen traducir lo que se traduce en otros países; fundamentalmente, Francia, Alemania y, en menor grado, Italia. Es raro ver que traduzcan sin contar con la anuencia del extranjero. Un ejemplo de ello es Anagrama, que tanto en la época de Herralde como ahora es extremadamente conservadora y trata de apostar sobre seguro. En Argentina, en cambio, nos arriesgamos más. Una editorial como, por ejemplo, Cactus, cuyo catálogo francamente asombra, sería inviable en España. Y lo mismo vale para sellos como Fiordo y Chai, sin hablar de algunos del interior del país como Serapis (de Rosario) o Vilnius (de Córdoba). En cuanto a los traductores, hay muy buenos; pienso en gente como Víctor Goldstein, Jorge Aulicino, Alejandro González, Omar Lobo, Inés Garland, Laura Wittner, Jan de Jager, Julieta Canedo, Matías Battistón, Juan Arabia, etc. Añado que, la traducción, como todo, es susceptible de modas y, en algunos casos, de discusiones de corte ideológico. Algunas de ellas, presentes en la actualidad, tienen que ver con la traducción de poesía. De hecho, hay quien plantea traducirla con la ilusión de respetar la rima o las formas fijas y quien busca, en esos casos, una traducción rítmica y nada más. Luego, quien decide traducir al “rioplatense”, manteniendo el voseo y un léxico marcadamente local, y quien busca un registro menos localizado. Por último, resta un aspecto nada menor que es el pago de las traducciones. Argentina, a pesar de su pujanza, es el país que peor paga en toda Latinoamérica. Y no se trata sólo de una cuestión vinculada a la devaluación de nuestra moneda y al valor del dólar, sino, más bien, a la tendencia que tienen las editoriales a considerar que la labor del traductor es subsidiaria. Al no existir una institución que defienda el trabajo de los traductores (la AATI, que es la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes, no cumple ese papel) y al ser ésta una profesión solitaria, a las editoriales les resulta muy fácil aprovecharse de esta situación.
–Para ir terminando, ¿podrías decir algunas palabras sobre el Club de Traductores Literarios? ¿Cómo se originó? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Cuál, su estado actual?
–El Club de Traductores Literarios de Buenos Aires fue creado en 2009 por Julia Benseñor y yo. Lo concebimos como una manera de establecer un vínculo entre traductores porque la nuestra es una profesión solitaria que permite, por esa condición, todo tipo de abusos por parte de las editoriales: ausencia de contratos, explotación irrestricta, tarifas miserables, etc. Para que fuera atractivo, pensamos que, antes de hablar de estos temas, tenía sentido reunirnos a discutir cuestiones específicas de nuestro trabajo. Eso, con el tiempo, nos llevó a la realización de varios encuentros internacionales sobre muy diversos temas. En principio nos acogió el Centro Cultura de España, donde estuvimos siete años, y luego, el Instituto Goethe, donde estuvimos cinco años, hasta la pandemia. Desde entonces, nuestras actividades son exclusivamente virtuales y pueden verse en el blog que, desde el principio, alimento a diario, cinco días a la semana. De los temas exclusivos de traducción, pasamos a ocuparnos del estado de la lengua y de las distintas políticas que sobre ella imperan en el mundo, y también del mercado editorial. Hoy, el blog constituye un archivo gigantesco donde se aloja todo este material. A veces se trata de reproducir lo que dice la prensa, a veces generamos nuestros propios contenidos y, cuando hay actividades en vivo, ofrecemos las filmaciones de las mismas. Por el Club han pasado traductores, escritores, editores, correctores y todo tipo de personas ligadas al mundo del libro. Asimismo, en los casos de la literatura dramática, hubo actores y directores teatrales, y, en alguna ocasión, también científicos. Por la forma en que muchos jóvenes traductores se acercan, suponemos que alguna función hemos cumplido, no sólo en la visibilización del oficio, sino también en el establecimiento de reglas un poco más claras con el mundo editorial.