“De
origen escocés, el autor juró recopilar poesía antigua de las Highlands, que se
convirtieron en un éxito editorial y que atribuyó a Ossian, un bardo ciego del
siglo III, que fue admirado por Lord Byron, Napoleón, Thoreau, Whitman y Hume,
entre otros”: así dice la bajada de la nota que el escritor y traductor
argentino Ariel Magnus publicó en el
número de InfoBAE correspondiente al
19 de junio pasado.
James Macpherson, el farsante más importante
de la historia de la literatura
James Macpherson –el falsario más trascendente de la historia de la
literatura– nació a fines de 1736 en, por así decirlo, Escocia. A los nueve
años vio cómo Inglaterra aplastaba la rebelión del '45, último intento de los
jacobinos escoceses por recuperar la soberanía de su país y vio cómo el gaélico
fue eliminado de la curricula.
Se crió en
ese clima de cataclismo nacional y a los veinte años ya había publicado un
poema épico, si bien el éxito de esta composición juvenil no pasó de eso: ser
publicable.
Al margen,
Macpherson gustaba recolectar baladas populares de las Highlands, o al menos eso fue lo que dijo
cuando el azar lo acercó a John Home,
famoso dramaturgo escocés que más tarde publicó una tragedia curiosamente
titulada Descubrimiento fatal.
A instancias de Home, y aclarando que lo hacía en contra de su voluntad,
Macpherson cometió una traducción al inglés de estas baladas. Los Fragmentos de
poesía antigua recogidos en las tierras altas de Escocia y traducidos del
gaélico fueron un éxito rotundo: dos ediciones se agotaron el mismo año de su
publicación, 1760.
Convencidos por Macpherson (o
convenciéndolo a Macpherson) de que esos trozos de poesía debían ser parte de
alguna epopeya más generosa, el clan literario de Edimburgo juntó los fondos
necesarios para subvencionarle al joven una expedición por el norte del país.
La aparición de los poemas épicos Fingal y Temora demuestran
que Macpherson encontró lo que buscaba, o buscó lo que ya había encontrado. Las
obras, de las que Macpherson decía ser sólo un traductor literal, fueron
adjudicadas a Ossian,
bardo ciego escocés del siglo III d. C., “el último de su raza”. Una infinita
Disertación del profesor Blair y un portentoso aparato crítico verosimilizaban
el producto. Un producto cuyo éxito es casi imposible exagerar.
Sobra decir
que los primeros en aclamar a Ossian fueron los escoceses, entre ellos el
filósofo David Hume. Con los rimados
lamentos de este lírico pre-cristiano, las Highlands pasaban
de ser un nido de salvajes analfabetos a ser la cuna de una raza de guerreros
no menos gloriosa que el poeta que la cantaba.
La gente comenzó a viajar al norte para conocer la geografía
ossiánica, y no tardaron en llegar los primeros reportes informando que se
había descubierto la cueva del bardo. Walter Scott,
el creador de la novela histórica, debe las ideas de sus primeros trabajos, y
acaso hasta el éxito de los mismos, a sus repetidas lecturas del legendario
ancestro. En Inglaterra, Lord Byron, Carlyle,
Coleridge, Blake, Wordsworth y el resto de los poetas del
incipiente movimiento romántico se cansaron de alabar al lacrimógeno Ossian, y
de imitarlo.
Cruzando el canal —adonde el bardo
atracó con el auspicio de Diderot—, Madame de Stäel lo
bautizó “el Homero del norte” y Napoleón lo
quería más que al del sur (aún se conserva su copia personal del libro). Del
otro lado del Atlántico, Thomas Jefferson,
tercer presidente de Norteamérica, le escribe a Macpherson que sus traducciones
son para él “fuente de diarios placeres”. Emerson, Thoreau, Hazlitt,
Longfellow, Melville y hasta Walt Whitman (que
recitaba los poemas de Ossian junto al mar) no pensaban muy distinto.
Cuba, Colombia, Perú, Brasil y Uruguay
también tuvieron sus traductores autóctonos. En Argentina, no hay personaje
público cuyos escritos no contemplen explícitas alusiones al último de los
celtas. Esteban Echeverría, Ricardo Gutiérrez, José
Mármol, Tomás Guido, Nicolás Avellaneda… todas las calles conducen a Ossian.
Pero lo dicho es igual a nada si lo
comparamos al caso de Alemania, donde surgieron más traducciones de Ossian que
en toda Europa. El primero y más entusiasta amante del vate fue Gottfried Herder, cuyas revolucionarias teorías
lingüísticas se basan en (y se ven confirmadas por) los poemas de Macpherson.
Contagiado por Herder, Goethe declaró
que “Ossian ha reemplazado a Homero en mi corazón”. Su Werther, la novela más popular
de la época, remata con la larguísima traducción de un poema ossiánico.
Klopstock declaró que los germanos eran descendientes de los
celtas y creó una logia de bardos (la Bardendichtung o
poesía bárdica, más conocida como Bardengeschrei o
griterío bárdico). Los almanaques traían citas de Ossian, los cuadernos de
texto para aprender inglés se valían de versiones simples del ya bastante
simple Ossian. Escritores, filósofos, pintores y músicos caen presas de su
encanto. Alemania fue también el país en donde más se leyó a los falsos
traductores de Ossian, que publicaban en nombre del bardo sus propias
composiciones.
Como
contrapeso a esta histeria colectiva, surge la voluminosa figura del Doctor Samuel Johnson. Él, que tan alegremente se había dejado
embaucar por el falsario William Lauder,
que tan íntimo era en ese momento del falsario George Psalmanazar, fue el máximo enemigo de Macpherson.
Emprendió su Journey
to the Western Islands of Scotland (1775) casi exclusivamente
para desbaratar el mito de Ossian. Para el Doc, lo único que podía probar la
veracidad de los poemas eran los manuscritos que Macpherson decía tener en su
poder. En efecto, nadie vio jamás esos papeles, salvedad hecha de algún que
otro testigo tan o más dudoso que los papeles mismos.
Mientras Johnson buscaba pruebas
fehacientes fuera de la obra, otros escépticos creían ya haberlas encontrado en
los poemas mismos. Macpherson se había cuidado de no ser anacrónico en sus
comparaciones, lo que despertó las iras de Horace Walpole (“Estoy
cansado de leer de cuántas maneras un guerrero es parecido a la luna, al sol o
a una roca”); sin embargo, su sofisticado supernaturalismo prescinde del zorro
y del salmón, ubicuos en las verdaderas baladas gaélicas. Algún analista notó
además que las rutas escocesas del siglo III no estaban preparadas para
soportar los carros que utilizan los héroes ossiánicos; algún otro dio a
entender que bastaba estar al tanto de cómo los escoceses solían tratar a sus
mujeres para desconfiar de la galantería y la ternura de Ossian.
Pero el golpe fatal a su credibilidad
le llegó recién después de muerto, con la publicación casi simultánea del Report of the Highland Society of Scotland y
de la demoledora edición de sus poemas por parte de Malcom Laing (1805). La comisión de la Highland Society remata su larga
pesquisa sobre el tema (que incluyó viajes al lugar del crimen e
interrogatorios policiales a los involucrados) estatuyendo que “si bien la
historia de Ossian y Fingal ha
existido desde tiempos inmemorables, Macpherson ha editado con bastante
libertad sus originales, introduciendo además pasajes de su propio cuño” (Tal
como si de acá a algunas décadas alguien diera a luz la traducción literal de
un largo poema épico del siglo VI inspirado en tres o cuatro tangos, por
comparar cosas chicas con grandes).
Laing, que confiesa haber sido un
admirador de Ossian en su juventud, llegó mediante un estudio inmanente de la
obra a conclusiones menos ambiguas: casi todo era un plagio. Verso a verso
Laing demuestra que no hay frase de Macpherson que desconozca su calco en los
Salmos bíblicos, en Homero, en Virgilio, en Milton y hasta en algunos
escritores contemporáneos. Lo guió en esta tarea el propio Macpherson, quien
supo plagar la primera edición de sus poemas con notas al pie indicando los
paralelos de Ossian con “el resto de los antiguos” (las notas desaparecieron en
la última edición de 1773).
Macpherson
tampoco se privó de insertar la descripción de un escudo, extenderse en comparaciones,
abusar del asíndeton y de la parataxis, fabular etimologías, poner asteriscos
donde los originales “presentaban lagunas”, marcar interpolaciones tardías en
sus fuentes o declarar espurios ciertos pasajes. “No sabemos si admirar el
descaro del traductor o la crédula simplicidad del público”, anota Laing.
Mientras que Lord Byron prefirió hacer de su juveniles faltas
virtud, aclamando la prosa rimada de Ossian como sublime, fuera o no auténtica,
otros (no muchos) supieron ser menos incautos. Goethe explicó que su Werther lee a
Homero mientras todavía está sano, y que sólo lo cambia por Ossian cuando ya se
ha vuelto loco. Lichtenberg,
que había escrito Homero y Ossian en
alguna de sus notas, lo cambió luego por Homero
y Shakespeare y Horacio y Swift. Jacob Grimm,
quizá el más herido en su orgullo personal por el engaño, dejó inconcluso su
libro sobre Ossian y se dedicó al Kalevala de Elías Lönnrot (también acusado más tarde de fragua
folclórica, lo mismo que los Märchen del
propio Grimm).
Pero volviendo a Macpherson.
Semanas después de publicado Temora,
el traductor creyó conveniente abandonar Londres rumbo a Norteamérica. Se
supone que en el viaje se perdieron varios de sus originales (los otros
papeles, incluidos sus diarios, desaparecieron misteriosamente en 1868).
Tres años
más tarde, de vuelta en Londres, se dio a la política y a la historia. Sus
producciones fueron duramente criticadas (alguien llegó a preguntarle si sus
historias también estaban traducidas del gaélico), pero contaban siempre con el
aval del público y supieron ganarse un defensor capital, el historiador
británico Edward Gibbon.
A los 55
años, Macpherson entró al parlamento, honor que conservó hasta su muerte en
1796. Se hizo enterrar en la Abadía de Westminster, cerca del panteón de los
poetas y de su archienemigo Johnson. “El primer poeta romántico” (Borges) dejó, aparte de lo dicho y de una calamitosa
traducción de la Ilíada en
versos ossiánicos, cuatro o cinco hijos ilegítimos. Eso y un castillo de cuya
magnitud llegó a arrepentirse: “La verdad –le escribe a un amigo– es que no
parecía tan grande en el papel. Pero he ido demasiado lejos; no puedo frenar
todo sin desacreditarme.”