El 24 de septiembre pasado, el poeta y escritor Osvaldo Aguirre publicó la siguiente
nota en el suplemento de cultura del diario Perfil.
Según se lee en su bajada, “El traductor pasó, al menos en Argentina, de un
lugar subalterno a uno preponderante. Aunque algunos creen que aún queda mucho
por conseguir, lo cierto es que éste dejó de ser un trabajador en las canteras
del mundo editorial. Las versiones icónicas de muchas de las mejores obras de
los mejores escritores del siglo XX sirven de trampolín criterioso para
emprender con entusiasmo la tarea en pleno siglo XXI”.
Los traductores
visibles
Desde hace un tiempo se reúnen, activan por sus derechos,
reclaman una ley que proteja su actividad de editores inescrupulosos. Tienen
blogs y desarrollan plataformas donde publican sus trabajos y los de sus pares.
Sus nombres, antes relegados a un cuerpo menor en la página de los créditos,
como le ocurría al personaje de Rodolfo Walsh en el cuento Nota al pie, ahora
se distinguen claramente en la portada de los libros. La academia les consagra
una disciplina específica de estudios. Los traductores, por fin, dejaron de ser
invisibles.
“La visibilidad reciente de los traductores
tiene que ver con la progresiva profesionalización de los traductores
literarios: contratos, subsidios estatales para la traducción, derechos de
autor sobre la traducción, asociaciones profesionales, premios nacionales e
internacionales, estudios universitarios de traducción. En cualquier caso, una
profesionalidad bastante más tardía que la de los escritores y mucho más
inestable”, dice Marietta Gargatagli (Paraná, 1948), profesora en la Facultad
de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona y una de
las grandes referentes en los estudios sobre la cuestión en lengua castellana.
No obstante, agrega Gargatagli, la
invisibilidad del traductor persiste como condición estética y problema
teórico. “Una buena traducción debe cumplir el pacto de ficción que propone
todo texto traducido: debemos leerlo como si fuera el original. Más allá de
cualquier consideración, a esto aspira el buen lector de buena literatura”,
dice.
Jorge Fondebrider (Buenos Aires, 1956),
creador del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, comienza por
plantear su desconfianza ante los estudios literarios. “La academia argentina,
a través del tiempo, ha dado numerosas muestras de insensibilidad y no pocas de
franca imbecilidad –dispara–. Para muchos académicos la literatura argentina es
sólo la novela. La poesía, el ensayo y la literatura dramática son, en líneas
generales, olvidos permanentes”. Tampoco cree que la situación de los
traductores haya cambiado tanto: “Ser traductor visible es una cuestión de
suerte: de publicar el texto adecuado, en el lugar adecuado, en el momento
adecuado. Existen muchísimos traductores francamente brillantes que nunca son
ni fueron visibles. La única novedad importante es que sí, efectivamente, hoy
en día los traductores dejamos de estar aislados”.
La reciente reedición de La constelación del
Sur, el ensayo de Patricia Willson, repone una obra insoslayable sobre la
traducción en la literatura argentina del siglo XX. Entre 2004, cuando el libro
apareció por primera vez, y la actualidad, la traducción pasó a ocupar un lugar
distinto en la cultura nacional. “Estábamos saliendo de la crisis de 2001
–recuerda Willson (Buenos Aires, 1958)–. Si se consultan los datos de la Cámara
Argentina del Libro, se advierte que hubo entonces una curva ascendente de
publicaciones, a partir de un piso muy bajo, con un aumento concomitante en el
número de traducciones que entrañó la incorporación de nuevos traductores al
sector del libro. La aparición de editoriales independientes que traducen es un
dato muy importante en este contexto. Paralelamente, se produce la
institucionalización de la disciplina específica, la traductología”.
Para Gargatagli, después de 2001 las nuevas
editoriales independientes fueron el lugar donde revivieron “las lenguas con
entonaciones argentinas”. En la primera década del siglo surgieron maestrías de
traducción en Argentina, México, Chile, Colombia y Uruguay. “Una de las
finalidades de la aparición de posgrados era darle visibilidad a la práctica
traductora e, indirectamente, promover la mejora de la condición laboral de los
traductores –dice Willson–. Esto, desde luego, es más difícil de lograr que la
institucionalización de la disciplina, porque hay intereses económicos de por
medio”.
Traducciones ejemplares.
La historia de la literatura argentina podría contarse
a través de las traducciones que incorporó. Una versión muy incompleta podría
incluir las traducciones de Jorge Luis Borges de Las palmeras salvajes, de William Faulkner; las de José Bianco,
como Malone muere, de Beckett, o G., de John Berger, un año después de su
publicación en inglés; las obras completas de Poe trasladadas por Julio
Cortázar, Moby Dick y Lolita en versiones de Enrique Pezzoni,
la poesía de François Villon por Rubén Reches, y Graham Greene y Albert Camus
por Victoria Ocampo.
Jorge Fondebrider mejora esa posible historia:
“Las traducciones de poesía francesa de Raúl Gustavo Aguirre son ejemplares.
Por caso, no conozco ninguna versión mejor de Mallarmé que las que él hizo.
Otro traductor admirable es Lysandro Galtier, que nos dio un Oskar Vladislas de
Lubicz Milosz excepcional. J.R. Wilcock hizo magníficas versiones de T.S.
Eliot, y también de Jack Kerouac. Es lo primero que me viene a la memoria. O el
Durrell del
Cuarteto de Alejandría,
que tradujo Aurora Bernárdez”.
La traducción en la Argentina suele evocar una
edad dorada en que la industria editorial tenía una posición de liderazgo en la
producción en lengua española. “Ligados a determinados proyectos editoriales,
aparecieron traductores que entendían la traducción de manera bastante diversa.
Cuando traducimos experimentamos el antagonismo entre la restitución de la
letra o la del sentido”, dice Willson. En Las dos maneras de traducir (1926),
Borges vio sendas concepciones de la literatura: “Los literales son románticos,
personalistas, creen en el genio creador y desconfían de la traducibilidad
total. Los perifrásticos o libres, por el contrario, son clásicos, creen en la
obra, más allá del sujeto que la produjo. Victoria Ocampo y Bianco encarnan
esta estructura de disenso que está presente en toda práctica de la traducción
y, en ese sentido, son prototípicos”.
Gargatagli destaca “la existencia de una
industria editorial argentina” como elemento central en el desarrollo de las
traducciones durante el siglo XX. “Borges y Bioy Casares, y Bianco, aunque de
otro modo, tradujeron, inventaron el género fantástico, crearon el canon de lo
policial-literario y participaron o fomentaron los debates sobre la traducción
que estuvieron presentes muy enfáticamente en los debates sobre literatura de
la Argentina. Actuaban dentro del sistema editorial pero al margen, lo que
describe cómo era ese sistema. Algo de esto sigue vivo en las editoriales independientes
de la Argentina”.
Las traducciones provocan efectos de sentido
en la recepción de las obras que pueden pasar inadvertidos. En
La constelación del Sur, Willson señala
que la introducción de Faulkner a la literatura latinoamericana, traducción
mediante de Borges, no se produjo a través de lo más logrado de su obra.
“Cuando se traducen textos estrictamente contemporáneos es difícil estar seguro
de que lo que se traduce por primera vez terminará siendo, con el tiempo, lo
mejor del escritor –dice la ensayista–. A veces, el detonante para una primera
traducción es la obtención del Premio Nobel. Hay ejemplos recientes más que
elocuentes: Pamuk es uno de ellos”.
El nombre del traductor es determinante. “Las
primeras traducciones, sobre todo cuando son realizadas por alguien del peso de
Borges, dejan una marca importante en la cultura receptora –agrega Willson–.
Por ejemplo, no sé si The Turn of the
Screw es el mejor libro de Henry James, pero sí sé que Otra vuelta de tuerca, la versión de José Bianco, para muchos
argentinos e hispanoamericanos es ‘la’ novela de James. De ahí que sea tan
interesante pensar los fenómenos de retraducción: ¿contra qué tradiciones de
lectura están funcionando?”.
En el caso de Faulkner, “las cosas son más
complicadas, porque antes de la traducción de Borges de The Wild Palms, el poeta cubano Lino Novás Calvo ya había traducido
Sanctuary, versión que hoy cuenta con
varias ediciones pero que, en el momento en que Borges emprende su versión, era
prácticamente inhallable en el Río de la Plata. Además, en aquel momento
(1939), había dos ediciones en inglés de The
Wild Palms, una estadounidense de Random House y otra inglesa de Chatto
& Windus; Borges se basó en esta última, que está censurada, no es idéntica
a la de Random House”.
Apto para cincuenta lenguas.
Después del golpe de 1976, dice Marietta Gargatagli, “de
esa riqueza interminable, como la llamaría Edgar Bailey, sólo sobrevivió la
poesía. Las reflexiones más profundas sobre tradición, traducción y lengua
literaria, la sobredeterminación característica de la literatura argentina:
leer, traducir, escribir, debatir, la búsqueda de horizontes lejanos, nuevos o
poco frecuentados, la relectura de los clásicos, la revisión de los modernos,
ocurrieron en el escenario de la poesía”. En buena medida por la acción de
“editores argentinos de memoria inolvidable como José Luis Mangieri, que
contribuyeron a la continuidad de una forma de traducir: haciendo literatura”.
En la narrativa, el panorama fue muy distinto.
“La hegemonía comercial de las editoriales peninsulares que tienen ahora los
derechos de autor de todos los autores argentinos –con muy pocas excepciones,
como César Aira– modificó radicalmente la relación traducción/escritura”, dice
Gargatagli, doctorada con una tesis sobre Borges y la traducción, coautora con
Nora Catelli de El tabaco que fumaba
Plinio. Escenas de la traducción en España y América (1998) y habitual
colaboradora de El Trujamán, la revista de traducción del Centro Virtual
Cervantes. “Se traduce lo que proponen esos conglomerados, se lee siguiendo las
recomendaciones de esos mismos conglomerados y se escribe pensando en una
consagración que tiene sede en España y sólo será vanamente comercial”,
subraya. El resultado, “una prosa castellana internacional, aburridísima y apta
para la traducción en cincuenta lenguas que fomenta ahora la industria
editorial”.
Para Willson, entre las consecuencias de la concentración
editorial “hay una que es válida para muchos empleos en la actualidad: uno no
sabe a ciencia cierta para quién está trabajando. Este efecto parece ser de
orden meramente subjetivo, pero no es así; algunos lo ponen, entre otros
factores, en la cuenta del actual capitalismo con baja presión salarial”. El
salario del gerente general, decía el escritor y editor André Schiffrin, “es lo
primero que la ganancia en la producción de libros tiene que amortizar”.
Hay que hacer cuentas. “Habría que revisar el
cálculo según el cual el costo de la traducción tiene un peso del 30% al 40% en
el costo total de un libro –dice Willson–. Las editoriales independientes son
la contraparte de este fenómeno. Es cierto que con la tecnología actual y la
tercerización de las tareas relacionadas con la importación literaria es
posible producir libros traducidos con una estructura ínfima”. Jorge Fondebrider
lo asigna a las cuentas pendientes: “Los editores tienen que estar más
informados –muchos ni siquiera saben que existen los derechos de los
traductores– y comprender que sin nosotros no pueden hacer los libros que
después les dan prestigio y, eventualmente, ventas”.
Marietta Gargatagli apunta a la
internalización de las empresas que fomentan históricamente los gobiernos de
España. “En América hay cerca de 180 filiales de editoriales españolas y sigue
siendo el destino privilegiado de las exportaciones de libros. La
internalización del escritor trata de establecer una homología con esa
voracidad que despoja a todo de su sentido. Se subvencionan traducciones porque
se obtienen beneficios secundarios. Para la editorial, para el idioma mismo que
se ha convertido también en un negocio, para otros negocios. Nada para la
literatura”, dice.
Para Willson, “el papel del verdadero editor,
en la editorial independiente y en el trust editorial, es o debería ser
descubrir ese texto que, traducido, encontrará nuevos lectores, franqueando las
fronteras lingüísticas. De ahí que una forma de entender la traducción sea como
práctica capaz de crear continuidad allí donde lo social se muestra
discontinuo”. Un lugar donde siempre habrá un traductor.
Recuadros:
La ley de traducción autoral todavía es una
cuestión pendiente. El proyecto elaborado por el grupo Ley de Traducción
Autoral se presentó dos veces en la Cámara de Diputados de la Nación y las dos
veces perdió estado parlamentario. Sin embargo, los impulsores de la iniciativa
lo presentarán nuevamente el año próximo, en una versión con leves
modificaciones. Mientras tanto, participan en la plataforma
www.justicia2020.gob.ar, donde se reúnen opiniones para reformar la Ley de
Propiedad Intelectual vigente, promulgada en 1933 (Ley 11.723) y se
reúnen con editores “para ir generando conciencia y lograr instalar
buenas prácticas”. También realizan un censo de traductores que se desempeñan
en el campo editorial. “Uno de los problemas que tenemos es que, por la naturaleza
de nuestra profesión, trabajamos un poco aislados, en distintos ámbitos
(ficción, no ficción), distintos idiomas, distintas provincias, etcétera, y eso
dificulta cualquier organización que intentemos”, señala la traductora Julia
Benseñor. A los fines de promover el proyecto se lanzó un Frente de Apoyo que
reúne toda la información disponible en el sitio
http://leytraduccionautoral.wixsite.com/traduccionautoral.
Creado en 2009, el Programa Sur de apoyo a las
traducciones otorga subsidios a editores argentinos que publiquen autores
argentinos. En 2016 la continuidad del programa pareció en duda, aunque las
nuevas autoridades de la Cancillería y el director de Asuntos Culturales,
Mauricio Wainrot, reafirmaron que continúa de acuerdo con el reglamento
original. Las solicitudes son evaluadas por un Comité de Traducciones que
integran el director de Asuntos Culturales, el director de la Biblioteca
Nacional, dos académicos, un crítico literario y un miembro de la Fundación El
Libro y que se reúne dos veces al año.
En julio, el comité aprobó la traducción de 93
obras. Entre ellas se encuentran Historia
de Roque Rey, de Ricardo Romero; Héroes,
machos y patriotas, de Pablo Alabarces; Betina
sin aparecer, de Daniel Tarnopolsky; Emilia,
de Claudio Tolcachir y Las nubes, de
Juan José Saer (al italiano); Agosto,
de Romina Paula; Las cosas que perdimos
en el fuego, de Mariana Enríquez y Villa
del Parque, de Jorge Consiglio (al inglés); Las constelaciones oscuras, de Pola Oloixarac; Enemigos afuera, de Mori Ponsowy y El vuelo, de Horacio Verbitsky (al alemán); Una suerte pequeña, de Claudia Piñeiro (al azerí y al polaco); Las chanchas, de Félix Bruzzone; El pasado, de Alan Pauls, y Partes de inteligencia, de Jorge Asís
(al macedonio), Ema la cautiva, de César
Aira (al búlgaro); Un hombre llamado Lobo,
de Oliverio Coelho; La mano del pintor,
de María Luque y Verdades y saberes del
marxismo, de Elías Palti (al francés); Tener
un patito es útil, de Isol (al griego); Mafalda,
de Quino (al guaraní); La uruguaya,
de Pedro Mairal, y El comienzo de la
primavera, de Patricio Pron (al holandés); Distancia de rescate, de Samantha Schweblin (al serbio); Seis problemas para don Isidro Parodi, de
Borges y Bioy Casares (al georgiano); La
fiesta del hierro, de Roberto Arlt (al ucraniano), y La mujer de Isla Negra, de María Fasce (al croata).
“El Programa Sur ha funcionado muy bien porque
contó con el apoyo político correspondiente y tuvo un gestor de lujo en la
figura de Diego Lorenzo, uno de los funcionarios públicos más eficientes que me
ha tocado conocer. Ahora bien, es perfectible. Hasta ahora, acaso por un deseo
del gobierno anterior, de neto corte populista, se ha buscado cantidad. Ahora
sería conveniente pensar en términos de calidad”, sostiene Jorge Fondebrider.