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lunes, 3 de febrero de 2025

"Suficiente información le hemos regalado a nuestro enemigo"

Para comenzar el año del blog bien arriba, esto: "El avance de la inteligencia artificial amenaza con volver obsoleta una de las prácticas más especializadas." Es lo que dice la bajada de la columna de opinión del novelista y traductora Ariel Magnus, publicada en la sección Ideas, del diario La Nación, de Buenos Aires, el pasado 11 de enero.

La traducción humana, un oficio de siglos que corre riesgos de extinción

De niño sentía fascinación por los oficios que desaparecen. El de deshollinador, sobre todo. Pero también el de arreador de velas en un barco, o el de copista. No me entraba en la cabeza que se esfumara, más que la empresa o el puesto, la labor en sí. Quizá le debo a este estupor haber elegido un oficio conceptual, al margen de los vaivenes de la técnica.

Quise ser escritor desde antes de saber lo que era el futuro y me educaron para ser periodista, pero cuando tuve la oportunidad de al fin elegir no dudé en volcarme a la traducción literaria. Saber idiomas y no usar esa prerrogativa para acercar libros foráneos a lectores propios me parece mezquino, además de que traducir es la mejor forma de adueñarse de los autores que a uno le gustan. Escribiendo novelas podía irme mejor o peor, mientras que con la traducción nunca me faltaría el pan, calculé. A fin de cuentas, los idiomas son artefactos que usamos hace miles de años, no pasarán de moda como las lámparas a gas.

El primer piedrazo a estas ideas iluminadas me alcanzó hace unos cinco años, con Google Translate. Lo probé, casi en broma, con la traducción de una biografía de redacción monótona, que además debía terminar rápido. Un par de párrafos alcanzaron para dejarme pasmado. Claro que la máquina pifiaba de lo lindo, pero en un 70-80% la traducción era decente, y a quién le molesta ver reducida su labor al restante 20-30%. Me alejé de la tentación como de una droga, pensando que con textos académicos eso algún día acabaría funcionando, pero nunca con los de corte literario.

Esa ilusión algo pedante se vino al suelo con la irrupción de la inteligencia artificial. Nadie que la haya puesto a prueba con un texto más o menos complejo habrá dejado de notar que estamos ante otra clase de máquina traductora. No solo entiende más –o simplemente eso: entiende–, sino que también sabe darle estilo a su traducción, corregirse, buscar variantes. Hay que tener muchas ganas de fingir demencia para no admitir que, si estamos ante sus primeros pasos, en breve nos llevará una distancia irrecuperable a los traductores de a pie.

Y esto incluye el nicho que creíamos a salvo de cualquier injerencia automatizada. Que la literatura pasatista y de género dejará en breve de plantearle dificultades a la máquina parece indiscutible. Pero tampoco la que se precia de más elevada –mucho menos desde que eso equivale a escribir con alarde de parquedad morfológica y sintáctica– va a necesitar de un deepl o un chatgpt o un claude especialmente calibrado para despachar su traducción. En minutos. Sin omisiones involuntarias ni typos. Por un módico abono anual. A todos los idiomas en los que estén entrenados.

El robot comete dislates y es de esperar que lo siga haciendo. Pero no menos nos equivocamos los humanos y hacerlo de manera menos evidente hasta puede ser una desventaja. Porque de lo que se trata en una traducción comercial es de que funcione en el idioma de llegada. Si algo está evidentemente mal, más fácil para el editor detectarlo y corregirlo.

El intermediario lento y oneroso, ese mal necesario de los libros extranjeros, está a punto de quedar tan obsoleto como un fogonero en un tren eléctrico. Si ya desde antes no era necesario, para un crítico, conocer el idioma original para opinar sobre la calidad de una traducción, qué problema se puede hacer ahora un editor, por muy monolingüe que sea, en trabajar sobre un texto como si no fuese (buscase ser) la transcripción lingüística (y cultural) de otro. Hasta hace unos meses, decíamos que no bastaba con saber bien dos idiomas para ser traductor de uno al otro; hoy, gracias a la calculadora semántica (la definición es de Mariana Dimópulos), ya sobra con dominar medianamente uno solo.

Estamos ante la crónica de una muerte anunciada para los traductores, o en todo caso ante el fin del mundo tal como lo conocíamos, pero el resto de la humanidad, ¿qué habrá perdido? En términos técnicos, me temo que poco y nada, ya que es de esperar que estas máquinas dominen a la perfección las variantes antiguas y modernas de todas las lenguas, no bien hayan incorporado la suficiente cantidad de archivos de texto y audios y hasta video.

En cuanto al aspecto digamos moral de la traducción, podría reducirse a la siguiente dicotomía: ser fiel al original vs. hacerle la vida fácil al lector. Hasta ahora, se trataba de una decisión que tomaba el traductor. ¿Por qué no imaginar que a partir de la IA empiece a tomarla el lector? Así como anuncian que en breve podremos elegir, no entre diferentes películas ya filmadas, sino la que nos gustaría que se produzca exclusivamente para nosotros en ese momento, no resulta impensable que sea también el lector el que elija, no solo la variante específica en que quiere traducido el libro, sino cómo debe proceder la máquina en las encrucijadas. Hasta se podría salvar a los traductores que reivindican la intuición agregando el comando: “Traduce según tu pálpito.”

Salvo a los teóricos del género, a nadie le importa nuestro trabajo. Gracias si el lector registra que el autor del libro que tiene en sus manos no lo escribió en ese idioma (lo que paradójicamente puede ser considerado una marca de traducción exitosa). Claro que siempre existirán los nostálgicos que sigan justipreciando el denuedo de un cerebro natural, pero me pregunto cuánto podrá sobrevivir ese sentimentalismo a las ecuaciones costo-beneficio, que además implican la cantidad de libros que se publican. De un autor extranjero, en la editorial más boutique, será más económico poner a disposición del público local toda su obra que tener que elegir uno o dos botones de muestra. Y frente a la mesa de novedades –física o virtual– el ávido lector tendrá que elegir entre llevarse esa obra completa, traducida por una máquina, o gastar lo mismo en uno o dos libros con tracción a cefaleas y hernias cervicales.

¡Y todo esto justo cuando habíamos llegado a figurar en la tapa de los libros! ¡Justo cuando habíamos formado nuestras propias academias y asociaciones, y teníamos nuestro cuadro tarifario y nuestras becas, y en muchos casos cobrábamos mejor que los autores! Porque fue ayer que se logró sacar del oscuro callejón del trabajo a destajo uno de los oficios más antiguos del mundo (de tipo intelectual, se sobreentiende), una labor de la que han dependido religiones y filosofías y a cuya mala praxis le debemos tantos conflictos y guerras (lo que prueba la trascendencia de hacerla bien). Es como si lo hubiésemos intuido. En retrospectiva, este auge del oficio, tras milenios de invisibilidad, semeja esa mejoría de la muerte que experimenta el enfermo terminal antes de sucumbir.

¿Exagero? Ojalá. Nada me gustaría más que estar pasándome de apocalíptico y que lo que parece un bebé de bípedos, que ya entiende mucho y lo entenderá todo, en realidad sea una cría de monos, que hasta aquí llegó y nunca se adentrará en los libros de autoayuda de Darwin.

Para el caso de que siga avanzando, queda descartado de plano cualquier colaboración. Ya suficiente información le hemos regalado a nuestro enemigo. Trabajar a partir de ahora codo a codo sería afilarle deliberadamente la sierra con que nos terminará de serruchar el piso. Mejor guardar la esperanza de un pacto de no agresión mutua. A fin de cuentas, todavía hay personas que confeccionan ropa a mano, se afeitan con navaja y juegan al ajedrez con amigos. Otro dato alentador, al menos para mí, es que, como descubrí ya de adulto, los deshollinadores siguen existiendo, aunque ya no anden con sus escaleras al hombros, ni cubiertos de hollín.



viernes, 4 de diciembre de 2020

Preguntas a autores, traductores, editores y agentes (2)

En este caso, siguiendo con las mismas preguntas que se les enviaron a los traductores, editores y agentes, contestaron tres narradores de reconocida trayectora. Se les indicó previamente a cada uno que podían limitarse a contestar aquellas preguntas con las que se sintieran más cómodos. Estos son los resultados

Ariana Harwicz 
–¿Qué sentido tienen los agentes literarios?
–Siempre pienso que es una ecuación fácil, se necesita agente cuando ya tenés contratos, propuestas, editoriales, etc. Antes no. Es muy difícil que un agente tome a un autor que no tiene ya contratos, premios o algo. 

–¿En qué consiste la tan mentada fidelidad entre autores y editores?
–Sobre la fidelidad no sé nada pero, para algunos el editor, el traductor, y el agente, son como el banquero, el abogado o el contador. 
Para otros el editor tiene que ser un soldado, un aliado, estar juntos en la trinchera. Yo soy de ese grupo. Pero depende del tipo de editorial, el proyecto literario, y la relación. La mayoría de los autores contemporáneos se van de las editoriales independientes en las que empezaron. Se van a las grandes. 

–Considerando que a los autores les corresponde entre el 10% y el 8% del precio de tapa de los libros que publican, y a los traductores entre el 4% y el 1%, cómo se justifica que a las librerías les toque entre el 40% y el 35% y a las distribuidoras entre el 30% y el 25%, reservándose el resto a las editoriales. ¿Se puede sostener esa proporción? ¿Por qué sí o por qué no?
–Esto no lo sé, nunca entendí por qué para el autor es el 10%, pero no sabría responderla.  Me parece un disparate, una injusticia, una cosa inentendible. Pero no tengo argumentos más que la certeza de que es injusto.

–¿Qué pasa con las traducciones cuando los autores cambian de editorial y se decide usar una traducción nueva?
–No lo viví, no sé cómo es el proceso, cómo se inicia, qué pasa a nivel del mercado. Supongo que podría ser como una nueva adaptación al teatro, todo el proceso de nuevo, pero conservando algo del trabajo anterior. No sé qué pasa a nivel de agentes y editoriales. 


Ariel Magnus 
–¿Qué sentido tienen los agentes literarios?
–Tiene razón Ariana en que es difícil que un agente te tome si no tenés algo antes. Es más, conozco al menos un caso en que el agente tomó un autor solo para quedarse con sus contactos y después lo desechó. Se han vuelto tan importantes, sobre todo para conseguir que te traduzcan, que no puede faltar mucho para que haya agentes que te consigan agentes. Y en las grandes ligas ya no trabajan para editores sino para los scouts, que serían los agentes de las editoriales. No sé si tiene mucho sentido cuestionarlos, ya son parte del mundo editorial y en todo caso habría que cuestionar a los autores que los contratan. Pero si cuestionamos a los autores, ¿en nombre de quién hablamos entonces? 

–¿En qué consiste la tan mentada fidelidad entre autores y editores?
–La fidelidad no puede ser a costa del autor (o autora, que quede aclarade). Y se logra con contratos ventajosos para el autor (o sea: riesgo editorial). Creo que ninguna editorial chica puede ofenderse porque un autor quiera ganar más dinero con sus libros, como un jugador que pasa a un club más grande. Y tampoco ellas son necesariamente fieles con los que no venden (y se comportan a veces, siendo chicas o medianas, como las grandes respecto a otras más chicas todavía). De nuevo: no creo que haya que caerle al autor, que ya sufrirá solito las consecuencias de pasar a una multinacional. 

–Considerando que a los autores les corresponde entre el 10% y el 8% del precio de tapa de los libros que publican, y a los traductores entre el 4% y el 1%, cómo se justifica que a las librerías les toque entre el 40% y el 35% y a las distribuidoras entre el 30% y el 25%, reservándose el resto a las editoriales. ¿Se puede sostener esa proporción? ¿Por qué sí o por qué no?
–Un editor me explicó una vez por qué esos porcentajes estaban bien. No me convenció. Está claro que somos los productores de leche (cuando no las vacas) y que la guita en serio se la quedan las superlibrerías. Paradójicamente, un agente puede servir para mejorar estos porcentajes (aun quedándose con el suyo). 

–¿Qué pasa con las traducciones cuando los autores cambian de editorial y se decide usar una traducción nueva?
–Si se decide usar una nueva traducción, se decidió y no hay mucho que hacer. Como traductor sos dueño (o deberías ser dueño) de tu traducción, pero no lo sos del original. De nuevo aparece el tema de la fidelidad, y creo también en esto que el autor tiene derecho a querer una nueva traducción (o a ceder ante una editorial o agente que se lo recomiendan). Igual no es lo normal, según mi experiencia. Los autores suelen ser muy agradecidos con sus traductores. Otro tema es cómo reaccionás vos como traductor si te ofrecen hacer algo que ya está hecho. En principio si al otro traductor le pagaron por su trabajo no veo obstáculos. La solución a ese dilema sería hacer contratos de exclusividad que aten un original a una traducción por una cantidad de años. 


Carlos Gamerro
–¿Qué sentido tienen los agentes literarios?
El rol del agente es sobre todo el de negociar contratos. Ya leerlos es bastante tedioso, y negociar con la editorial ni te cuento. Ademas las editoriales al autor le discuten todo, con el agente se resignan, de hecho en muchos casos el contrato lo redacta el agente y no la editorial. El agente puede también conseguir traducciones, audiolibro, etc.; a veces hay que especificar en el contrato si este rol de agente lo comparte con la editorial, en ese caso especifican como se reparten las comisiones, dependiendo de quien consiga la edicion, traduccion, adaptacion filmica, etc.

En mi caso, mi agente no tiene demasiada independencia, todo lo que haga está sujeto a mi aprobacion.

Dependiendo de si son ediciones locales o extranjeras, en español u otros idiomas, cobra entre 15 y 20 % de comisión; pero como suele conseguir que las editoriales pongan un 15 o 20% más, el dinero no sale de mi bolsillo. Ningun agente serio cobra por adelantado, siempre es a comision de los que consigue. En mi caso, solo maneja los libros de ficcion, los de ensayo los negocio yo, y x lo tanto x ellos no cobra comision.


miércoles, 27 de noviembre de 2019

Olga Sánchez Guevara recuerda un texto de Peter Handke, publicado en este blog, sobre la traducción


El pasado 24 de octubre, Olga Sánchez Guevara publicó en la sección dedicada a la traducción de la revisa on line Cuba literaria, un artículo sobre Peter Handke, donde se recogen las reflexiones del autor austríaco sobre la traducción.

Peter Handke, Premio Nobel de Literatura 2019,
es también traductor

El Premio Nobel de Literatura correspondiente a 2019 ha sido otorgado a Peter Handke. Es la segunda vez que un escritor austríaco recibe el galardón (la primera fue Elfriede Jelinek, en 2004). Handke nació en Griffen, Carintia, en 1942; es narrador, dramaturgo, ensayista, poeta, guionista y director de cine y, no por último menos importante, prolífico traductor: faceta por la que su premio debe enorgullecer a todos los que ejercemos este oficio tantas veces invisible.

Su nombre ya se había mencionado en ocasiones anteriores como posible receptor del Nobel, y la academia sueca ha destacado el «ingenio lingüístico con que ha explorado la periferia y la especificidad de la experiencia humana».

Handke comenzó a estudiar derecho en la ciudad de Graz, pero tempranamente decidió seguir su vocación literaria, y desde1963 participó en la emisora radial de Graz con colaboracionessobre disímiles temas, como el fútbol, Los Beatles y el cine de animación. A partir de 1964 se publicaron textos suyos en manuskripte (manuscritos), importante revista literaria austríaca. En 1964 comenzó a escribir su primera novela, Die Hornissen, publicada en 1966 por la editorial Suhrkamp y traída al español por Francisco Zanutigh bajo el título Los avispones (Versal, Barcelona, 1984).

Una de sus narraciones más conocidas es Die Angst des Tormanns beim Elfmeter, Suhrkamp, 1970 ( El miedo del portero ante el penalti, traducción al español por Pilar Fernández Galiano,  Alfaguara, 1979). Esta novela fue llevada al cine por Wim Wenders en 1972.

Publikumsbeschimpfung (Insultos al público, traducción de José Luis Gómez y Emilio Hernández, Alianza, 1982), pieza teatral cuyo estreno mundial tuvo lugar en 1966 bajo la dirección de Claus Peymannen Frankfurt, resultó desde el principio una obra polémica y controvertida, como muchas de su autor y como él mismo. Insultos al público fue llevada a escena recientemente en Cuba por el grupo Impulso Teatro, dirigido por Alexis Díaz de Villegas, quien ha comentado que:

...la pieza critica la postura del público en una sala de teatro. Es una obra donde el momento, la anécdota es el público. Los actores desnudan a los espectadores, hay un diseño de luces para ellos, contrario de lo que sucede habitualmente en la sala oscura. Es como dijo alguien: «destruir el teatro para volver a encontrarlo» (...).La obra sigue vigente, ha habido espectadores desde antes, durante y después de los 60, y es básicamente eso una crítica a todo tipo de público, al farandulero, al que no aplaude, al que crítica la postura del público.1

Con Wim Wenders, Handke fue coguionista de la película El cielo sobre Berlín, del propio Wenders, y escribió el guión para Falso movimiento (una adaptación de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe, también dirigida por Wenders), que le reportó el premio alemán al mejor guión cinematográfico en 1975. Handke dirigió los filmes La mujer zurda (1978) y La ausencia (1992).

Este artista multifacético cuenta con una extensa bibliografía como traductor, que incluye entre otros a autores como Adonis, Esquilo, Sófocles, Eurípides, William Shakespeare, René Char, Marguerite Duras, Jean Genet, Julien Green y Patrick Modiano (Premio Nobel de Literatura 2014). Tuve el placer de leer dos novelas de Modiano en versión de Peter Handke al alemán, y durante toda la lectura me pareció estar frente a textos escritos originalmente en ese idioma.

La editorial argentina Eterna Cadencia publicó en 2012 Lento en la sombra. Ensayos sobre literatura, arte y cine, de Peter Handke. En versión al español de Ariel Magnus, el libro incluye, entre otros textos, reflexiones de Handke sobre la traducción:

Cuando empecé a leer los nombres impresos en letra chica de los traductores, de los que nada más se sabía, como una añadidura mágica a las novelas extranjeras: Sigismund von Radecki (en Dostoievsky), Guido M. Meister (en Camus), Georg Goyert (en Joyce), Helmut M. Braem (en William Faulkner), Helmut Scheffel (en Michel Butor), Elmar Tophoven (en Samuel Beckett, Alain Robbe- Grillet)... Cómo me imaginaba a estas personas: dignatarios serios, retirados del mundo, completamente abocados al servicio de la causa, invisibles. Tanto más sonoros para el lector principiante los meros nombres.

Singular encuentro más tarde: el intermediario de mi primer manuscrito con una editorial era un traductor. El hombre en persona no se correspondía para nada con mi imagen del traductor: en lugar de ser un silencioso y mero esbozo, dominaba la escena; no la taciturnidad de un sirviente, sino el brío de un luchador (y efectivamente había participado en la Guerra Civil española).

Años después, como invitado en un encuentro de traductores, donde se discutían las versiones extranjeras de uno de mis libros. Los traductores como grupo, cada individuo sin rostro, pero de forma distinta a como me los había imaginado alguna vez, y al mismo tiempo, dignos, aunque de forma distinta que en mi imaginación. Con el correr de los años, el encuentro, ahora sí, con cada uno de los traductores, (...) encuentros en los que el traductor, en vez de las grandes preguntas del escritor, hacía las pequeñas preguntas agradables sobre palabras, cosas y sobre todo lugares: lo decisivo, al menos en las traducciones de prosa, parecía ser la reproducción correcta de los lugares de la narración, los rincones, los límites espaciales, las transiciones. Con estas preguntas pasaban horas, que el autor y el traductor vivían como un libro conjunto, adicional, donde se unían entre sí la posibilidad y la imposibilidad de la traducción de un idioma a otro, y finalmente el atrevido declarar-como-posible también las imposibilidades.

Después, de manera más bien casual, sin intención, un intento de traducción propio: aunque solo unas oraciones, empezadas más bien como diversión o entretenimiento, de Un coeur simple de Flaubert (o sí, con una intención: hacerse una idea de esta tarea, porque la heroína de una historia planeada debía ser, precisamente, traductora). Luego, de pronto, el descubrimiento: en una búsqueda tal de correspondencia, en palabras, estructuras, ritmos, no solo arrastrar algo o reproducirlo, sino crear algo, sí, estar obrando, oración por oración, párrafo a párrafo, constantemente, un sentimiento que en la escritura originaria (o como deba ser llamada) solo se presentaba de forma esporádica o con posterioridad. Si tuviera que encontrar un verbo para una tarea como esta, sería «aclarar», o «estructurar», o mejor aún: «levantar».

Luego, el tiempo en que uno mismo fue un traductor. Pero uno no podía hablar de sí mismo como «traductor», de la misma forma que no podía hacerlo como escritor; a lo sumo, al igual que el «he escrito»: «he traducido». De estas traducciones, que casi siempre eran mi propia elección y con las que nunca le quite el trabajo a ningún otro, me sentí por lo general protegido, como si al hacerlas tuviera puesto una especie de manto protector. (...) Para mi traducción, la condición era que en cada caso yo pudiera participar del texto; este juego de participación, por así decirlo invisible, detrás de bambalinas, me parecía por momentos como la forma de vida más equilibrada, además de la más puramente participativa. Posibilidad y paradoja del que traduce: participando del juego, se aparta del juego; se libera de su juego solitario, participando del juego de la traducción.2

Notas:

jueves, 21 de junio de 2018

James MacPherson y sus "traducciones" de Ossian: una historia de cuando la falsificación y el plagio todavía no eran intertextualidad


“De origen escocés, el autor juró recopilar poesía antigua de las Highlands, que se convirtieron en un éxito editorial y que atribuyó a Ossian, un bardo ciego del siglo III, que fue admirado por Lord Byron, Napoleón, Thoreau, Whitman y Hume, entre otros”: así dice la bajada de la nota que el escritor y traductor argentino Ariel Magnus publicó en el número de InfoBAE correspondiente al 19 de junio pasado.

James Macpherson, el farsante más importante
de la historia de la literatura

James Macpherson –el falsario más trascendente de la historia de la literatura– nació a fines de 1736 en, por así decirlo, Escocia. A los nueve años vio cómo Inglaterra aplastaba la rebelión del '45, último intento de los jacobinos escoceses por recuperar la soberanía de su país y vio cómo el gaélico fue eliminado de la curricula.

Se crió en ese clima de cataclismo nacional y a los veinte años ya había publicado un poema épico, si bien el éxito de esta composición juvenil no pasó de eso: ser publicable.

Al margen, Macpherson gustaba recolectar baladas populares de las Highlands, o al menos eso fue lo que dijo cuando el azar lo acercó a John Home, famoso dramaturgo escocés que más tarde publicó una tragedia curiosamente titulada Descubrimiento fatal. A instancias de Home, y aclarando que lo hacía en contra de su voluntad, Macpherson cometió una traducción al inglés de estas baladas. Los Fragmentos de poesía antigua recogidos en las tierras altas de Escocia y traducidos del gaélico fueron un éxito rotundo: dos ediciones se agotaron el mismo año de su publicación, 1760.

Convencidos por Macpherson (o convenciéndolo a Macpherson) de que esos trozos de poesía debían ser parte de alguna epopeya más generosa, el clan literario de Edimburgo juntó los fondos necesarios para subvencionarle al joven una expedición por el norte del país. La aparición de los poemas épicos Fingal y Temora demuestran que Macpherson encontró lo que buscaba, o buscó lo que ya había encontrado. Las obras, de las que Macpherson decía ser sólo un traductor literal, fueron adjudicadas a Ossian, bardo ciego escocés del siglo III d. C., “el último de su raza”. Una infinita Disertación del profesor Blair y un portentoso aparato crítico verosimilizaban el producto. Un producto cuyo éxito es casi imposible exagerar.

Sobra decir que los primeros en aclamar a Ossian fueron los escoceses, entre ellos el filósofo David Hume. Con los rimados lamentos de este lírico pre-cristiano, las Highlands pasaban de ser un nido de salvajes analfabetos a ser la cuna de una raza de guerreros no menos gloriosa que el poeta que la cantaba.

La gente comenzó a viajar al norte para conocer la geografía ossiánica, y no tardaron en llegar los primeros reportes informando que se había descubierto la cueva del bardo. Walter Scott, el creador de la novela histórica, debe las ideas de sus primeros trabajos, y acaso hasta el éxito de los mismos, a sus repetidas lecturas del legendario ancestro. En Inglaterra, Lord Byron, Carlyle, Coleridge, Blake, Wordsworth y el resto de los poetas del incipiente movimiento romántico se cansaron de alabar al lacrimógeno Ossian, y de imitarlo.

Cruzando el canal —adonde el bardo atracó con el auspicio de Diderot—, Madame de Stäel lo bautizó “el Homero del norte” y Napoleón lo quería más que al del sur (aún se conserva su copia personal del libro). Del otro lado del Atlántico, Thomas Jefferson, tercer presidente de Norteamérica, le escribe a Macpherson que sus traducciones son para él “fuente de diarios placeres”. Emerson, Thoreau, Hazlitt, Longfellow, Melville y hasta Walt Whitman (que recitaba los poemas de Ossian junto al mar) no pensaban muy distinto.

Cuba, Colombia, Perú, Brasil y Uruguay también tuvieron sus traductores autóctonos. En Argentina, no hay personaje público cuyos escritos no contemplen explícitas alusiones al último de los celtas. Esteban Echeverría, Ricardo Gutiérrez, José Mármol, Tomás Guido, Nicolás Avellaneda todas las calles conducen a Ossian.

Pero lo dicho es igual a nada si lo comparamos al caso de Alemania, donde surgieron más traducciones de Ossian que en toda Europa. El primero y más entusiasta amante del vate fue Gottfried Herder, cuyas revolucionarias teorías lingüísticas se basan en (y se ven confirmadas por) los poemas de Macpherson. Contagiado por Herder, Goethe declaró que “Ossian ha reemplazado a Homero en mi corazón”. Su Werther, la novela más popular de la época, remata con la larguísima traducción de un poema ossiánico.

Klopstock declaró que los germanos eran descendientes de los celtas y creó una logia de bardos (la Bardendichtung o poesía bárdica, más conocida como Bardengeschrei o griterío bárdico). Los almanaques traían citas de Ossian, los cuadernos de texto para aprender inglés se valían de versiones simples del ya bastante simple Ossian. Escritores, filósofos, pintores y músicos caen presas de su encanto. Alemania fue también el país en donde más se leyó a los falsos traductores de Ossian, que publicaban en nombre del bardo sus propias composiciones.

Como contrapeso a esta histeria colectiva, surge la voluminosa figura del Doctor Samuel Johnson. Él, que tan alegremente se había dejado embaucar por el falsario William Lauder, que tan íntimo era en ese momento del falsario George Psalmanazar, fue el máximo enemigo de Macpherson.

Emprendió su Journey to the Western Islands of Scotland (1775) casi exclusivamente para desbaratar el mito de Ossian. Para el Doc, lo único que podía probar la veracidad de los poemas eran los manuscritos que Macpherson decía tener en su poder. En efecto, nadie vio jamás esos papeles, salvedad hecha de algún que otro testigo tan o más dudoso que los papeles mismos.

Mientras Johnson buscaba pruebas fehacientes fuera de la obra, otros escépticos creían ya haberlas encontrado en los poemas mismos. Macpherson se había cuidado de no ser anacrónico en sus comparaciones, lo que despertó las iras de Horace Walpole (“Estoy cansado de leer de cuántas maneras un guerrero es parecido a la luna, al sol o a una roca”); sin embargo, su sofisticado supernaturalismo prescinde del zorro y del salmón, ubicuos en las verdaderas baladas gaélicas. Algún analista notó además que las rutas escocesas del siglo III no estaban preparadas para soportar los carros que utilizan los héroes ossiánicos; algún otro dio a entender que bastaba estar al tanto de cómo los escoceses solían tratar a sus mujeres para desconfiar de la galantería y la ternura de Ossian.

Pero el golpe fatal a su credibilidad le llegó recién después de muerto, con la publicación casi simultánea del Report of the Highland Society of Scotland y de la demoledora edición de sus poemas por parte de Malcom Laing (1805). La comisión de la Highland Society remata su larga pesquisa sobre el tema (que incluyó viajes al lugar del crimen e interrogatorios policiales a los involucrados) estatuyendo que “si bien la historia de Ossian y Fingal ha existido desde tiempos inmemorables, Macpherson ha editado con bastante libertad sus originales, introduciendo además pasajes de su propio cuño” (Tal como si de acá a algunas décadas alguien diera a luz la traducción literal de un largo poema épico del siglo VI inspirado en tres o cuatro tangos, por comparar cosas chicas con grandes).

Laing, que confiesa haber sido un admirador de Ossian en su juventud, llegó mediante un estudio inmanente de la obra a conclusiones menos ambiguas: casi todo era un plagio. Verso a verso Laing demuestra que no hay frase de Macpherson que desconozca su calco en los Salmos bíblicos, en Homero, en Virgilio, en Milton y hasta en algunos escritores contemporáneos. Lo guió en esta tarea el propio Macpherson, quien supo plagar la primera edición de sus poemas con notas al pie indicando los paralelos de Ossian con “el resto de los antiguos” (las notas desaparecieron en la última edición de 1773).

Macpherson tampoco se privó de insertar la descripción de un escudo, extenderse en comparaciones, abusar del asíndeton y de la parataxis, fabular etimologías, poner asteriscos donde los originales “presentaban lagunas”, marcar interpolaciones tardías en sus fuentes o declarar espurios ciertos pasajes. “No sabemos si admirar el descaro del traductor o la crédula simplicidad del público”, anota Laing.

Mientras que Lord Byron prefirió hacer de su juveniles faltas virtud, aclamando la prosa rimada de Ossian como sublime, fuera o no auténtica, otros (no muchos) supieron ser menos incautos. Goethe explicó que su Werther lee a Homero mientras todavía está sano, y que sólo lo cambia por Ossian cuando ya se ha vuelto loco. Lichtenberg, que había escrito Homero y Ossian en alguna de sus notas, lo cambió luego por Homero y Shakespeare y Horacio y Swift. Jacob Grimm, quizá el más herido en su orgullo personal por el engaño, dejó inconcluso su libro sobre Ossian y se dedicó al Kalevala de Elías Lönnrot (también acusado más tarde de fragua folclórica, lo mismo que los Märchen del propio Grimm).

Pero volviendo a Macpherson. Semanas después de publicado Temora, el traductor creyó conveniente abandonar Londres rumbo a Norteamérica. Se supone que en el viaje se perdieron varios de sus originales (los otros papeles, incluidos sus diarios, desaparecieron misteriosamente en 1868).

Tres años más tarde, de vuelta en Londres, se dio a la política y a la historia. Sus producciones fueron duramente criticadas (alguien llegó a preguntarle si sus historias también estaban traducidas del gaélico), pero contaban siempre con el aval del público y supieron ganarse un defensor capital, el historiador británico Edward Gibbon.

A los 55 años, Macpherson entró al parlamento, honor que conservó hasta su muerte en 1796. Se hizo enterrar en la Abadía de Westminster, cerca del panteón de los poetas y de su archienemigo Johnson. “El primer poeta romántico” (Borges) dejó, aparte de lo dicho y de una calamitosa traducción de la Ilíada en versos ossiánicos, cuatro o cinco hijos ilegítimos. Eso y un castillo de cuya magnitud llegó a arrepentirse: “La verdad –le escribe a un amigo– es que no parecía tan grande en el papel. Pero he ido demasiado lejos; no puedo frenar todo sin desacreditarme.”










martes, 5 de agosto de 2014

Dos calzoncillos largos marca Hering

Lectura y charla con Ariel Magnus a propósito de la traducción al alemán de su libro La abuela, que cuenta la dramática historia (y a la vez un desopilante viaje en el presente) de una inmigrante alemana sobreviviente de Auschwitz desde la mirada tierna y humorística del mayor de sus nietos. En alemán, el libro se publicó con el título Zwei lange Unterhosen der Marke Hering (Dos calzoncillos largos marca Hering).

Lectura breve en castellano y alemán.
Charla en castellano con el autor. 

Participan Ariel Magnus y Silvie Rundel (Die Zeit). Lee en alemán: Andrea Bélafi. Modera: Carla Imbrogno.

Jueves 7 de agosto a las 19 h
Biblioteca del Goethe-Institut: Av. Corrientes 343.
Entrada libre y gratuita.

Un libro de memorias “muy poco convencional” de una sobreviviente del Holocausto. Así se refirió el Jüdische Zeitung a La abuela, el libro de Ariel Magnus que Kiepenheuer & Witsch publicó en Alemania traducido por Silke Kleemann. La crítica alemana en general no escatimó elogios, pero ésta en particular resalta el espíritu del autor, que a modo de prólogo advierte: “Existe una vasta literatura de y sobre los sobrevivientes de los campos de exterminio nazis. Este libro no deriva de esa literatura ni tiene la intención de acrecentarla. La idea que lo rige no es la de reflexionar sobre el Holocausto ni la de contar para los anales la historia de una sobreviviente más. Su tema es una abuela y su nieto, en este caso mi abuela (que sobrevivió Auschwitz) y yo (que a veces reflexiono sobre asuntos que ignoro)”.

En su libro, Magnus reproduce en castellano –y dejando colarse expresiones en alemán y portugués– un reportaje en el que la abuela le cuenta caóticamente cómo siguió de manera voluntaria a su madre ciega a los campos de Theresienstadt y Auschwitz, para ser liberada de milagro en Bergen-Belsen y recalar vía Suecia en Porto Alegre, donde residió hasta su fallecimiento en 2013. La particularidad de esta crónica ha significado un desafío en materia de traducción a una lengua meta que está presente cultural-, histórica- y literalmente en el original mismo. En el libro en castellano de Magnus, las partes en las que habla la abuela son traducciones (del autor) del alemán y del portugués al castellano. La versión alemana del libro exigió volver a las fuentes: los casetes con las desordenadas grabaciones. El cambio de título fue una decisión editorial y retoma la imagen de un regalo incansable de la abuela a su nieto: una y otra vez, dos calzoncillos largos de la marca brasileño-alemana Hering.

Sobre la forma del relato, el escritor advierte que retratar a su abuela “no es solo contar su historia, sino ante todo reproducir su forma de contarla. Por eso los capítulos testimoniales reproducen con la mayor fidelidad posible su forma de hablar y de organizar o más bien de desorganizar la información. Aunque su discurso resulta algo confuso al principio, solo así se logra transmitir la voz de la abuela con la vitalidad que de alguna manera la salvó de una muerte segura”.


Pero no solo del pasado habla el libro. Ariel Magnus explica lo que lo mueve a hablar también del presente de una persona de la que se supone que solo interesa su pasado: “en primer lugar, la intuición literaria de que mi abuela es un personaje notable, y en segundo, la corazonada periodística de que la curiosa relación que todavía mantiene con el país de sus verdugos dice mucho de ese horrible pasado que ella preferiría olvidar y yo aquí busco reconstruir”.

martes, 9 de abril de 2013

Magnus y Dimópulos tienen las cosas claras

Ayer, 8 de abril, los escritores y traductores Ariel Magnus y Mariana Dimópulos protagonizaron un muy interesante debate a propósito de "Traducción de literatura vs. traducción de filosofía" en el seno del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Hubo definiciones y ejemples, y una muy activa participación del numeroso público que se hizo preente en la velada. Y quien se interese en estas cuestiones puede ver lo que pasó siguiendo este vínculo: http://www.ustream.tv/recorded/31670535

Ariel Magnus
Narrador, periodista y traductor, nacido en Buenos Aires, 1975). Entre 1999 y 2005 vivió en Alemania, primero en la ciudad de Heidelberg y luego en Berlín. Allí estudió literatura española y filosofía becado por la Friedrich Ebert Stiftung, al tiempo que trabajaba para la cátedra de Literatura Hispánica de la Universidad Humboldt de Berlín. Escribió para diversos medios de la Argentina y Latinoamérica, entre ellos la revista Soho y Gatopardo y el suplemento Radar de Página/12 y la revista Ñ, del diario Clarín. Colabora regularmente con el suplemento El Ángel de La Reforma (México) y de forma esporádica con la revista cultural La mujer de mi vida y el diario Taz de Alemania. Actualmente traduce del alemán el diario de filmación de Fitzcarraldo, de Werner Herzog. Publicó Sandra (novela, 2005), La abuela (crónica, 2006), Un chino en bicicleta (novela, Premio "La Otra Orilla", 2007), Cartas a mi vecina de arriba (novela, 2009) y Ganar es de perdedores y otros cuentos de fútbol (2010). Ha traducido a un gran número de autores de lengua alemana; entre otros, Franz Kafka, Peter Handke, Werner Herzog, Tilman Rammsted, etc.



Mariana Dimópulos
Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, nació en 1973. Narradora y traductora, a los 25 años viajó a Alemania, donde vivió entre 1999 y 2005. A la fecha, publicó Anís (Entropía) y Cada despedida (Adriana Hidalgo). Ha traducido obras de Walter Benjamin, Heinrich Meier, Gunnar Kruger, Ulrich Peltzer, entre otros autores.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Peter Handke, sobre Georges-Arthur Goldschmidt

Georges-Arthur Goldschmidt
Lento en la sombra. Ensayos sobre literatura, arte y cine, Peter Handke, incluye también el siguiente texto sobre Georges-Arthur Goldschmidt, su traductor al francés. Se reproduce en la versión de Ariel Magnus, publicada por Eterna Cadencia.

Darles ojos a las cosas

Sobre Georges-Arthur Goldschmidt

Debo empezar por pedir disculpas, pues esto que diré, bien o mal, no puede ser ningún discurso laudatorio. A propósito, no me he preparado, en el tren anoté un par de oraciones y cosas, que ni siquiera se han vuelto notas y que se interrumpen en la mitad, y en lo que intentaré decir deben ustedes imaginar un renglón vacío después de cada media frase o cuarto de frase.

En líneas generales soy el autor principal que fue traducido por Georges-Arthur Goldschmidt. Sobre su trabajo de traducción poco puedo decir, al menos nada desde afuera, nada conexo; se ha dicho tanto sobre la traducción, que quiero evitar cualquier tipo de problematización, a lo sumo quiero acompañar, y contar un poquito a medida que voy improvisando.

La gran historia es –al menos para mí–, no una historia entre autor y traductor, sino entre dos figuras, y se trata de una historia secreta, que no tolera ninguna oralidad ni ningún público, a no ser que sea por escrito, es decir cambiada, transformada, transformada en un cuento de hadas y en parte también de demonios, como corresponde a la historia de Georges-Arthur Goldschmidt y yo, el autor. El cuento de hadas está en los más de veinte años que nos conocemos, pero también hay allí una enorme dosis de lo demoníaco, a lo que solo puedo referirme mediante alusiones. Tanto la dosis demoníaca como el cuento de hadas tienen ambos que ver con dónde queda nuestro origen: que yo provengo de Austria, que tengo un padre alemán, y que Georges-Arthur Goldschmidt es alemán y al mismo tiempo judío. Ahí solo se pueden hacer alusiones.

Nunca lo vi como mi traductor, ni siquiera como un traductor en general, pues el nunca tuvo algo profesional en sí, nunca jugó al traductor, no al menos delante mío, aunque es un buen jugador, cosa que supe tarde y nunca hubiera pensado; también es conductor de autos, cosa de la que, con su ritmo de movimientos casi à la Buster Keaton, nunca lo hubiera creído capaz, y muchas otras cosas más.

Primero vi a Goldschmidt como padre de familia, con sus hijos y su mujer, sobre lo que me gustaría tomar ya un desvío: su mujer Lucienne aportó mucho para que sus traducciones –tal vez no solo las de mis cosas al francés– adquirieran un carácter tan franco y palpable y a la vez tal ligereza. Pues tú mismo me has dicho, Arthur, le he mostrado esto a Lucienne, y ella opina que no puede quedar así de alemán, aun cuando ella misma no habla alemán; ella dijo, eso no puede figurar así en lo de tu camarada. Y yo creo que a ella le corresponde una buena parte de tu trabajo de traductor. Y por eso quisiera ahora agradecerle muy al pasar.

Así fue como luego te vi como maestro, pues eras maestro en el Lycée en St. Denis, donde una vez te visité. Te vi de pronto entre otros maestros, cosa que nunca me hubiera imaginado, que eras maestro. Así, te vi transformado, estabas ahí sentado a la mesa almorzando, y fue una de las novedades el hecho de que estuvieras en términos de amistad con los maestros, que fueras un amigo de maestros. Algunos años después diste clases al pie del Buttes-Chaumont, y yo te visité una ventosa tarde de otoño, y te vi parado como persona con niños en el patio de la escuela, y nunca vi a alguien que dimanara tal paciencia y a la vez tal inquietud. Y ahí me di cuenta de que inquietud y paciencia es una de las combinaciones más raras que al menos él, Georges-Arthur Goldschmidt, personifica, tanto en sus traducciones como en los libros propios: inquietud unida con paciencia.

Se muestra por ejemplo en tus traducciones, durante las que, cuando no tienes más ganas, dejas de traducir. Eso muchas veces me ha fastidiado y me ha dado rabia, pensaba en por qué no seguías con la cuestión. Tú me decías que no, que la traducción era para ti un trabajo, eso tenía que ver con inspiración, con ganas, con tener un sueño, y eso era como tu propia escritura, cuando no veías eso delante de ti, el movimiento de la traducción, entonces te detenías.

Así es como sucedió que un texto o un trabajo en prosa mío a menudo quedaba tirado más de un año y medio, dos años (Interrupción de Goldschmidt: más). Eso no me resultaba inoportuno, pues muy pronto mi ambición, no solo respecto a mis traducciones al francés, sino en general, no es que realmente se perdió, pero dejé que se hiciera más casual. Solo que esto tenía de vez en cuando la desventaja de que tú, pues traducías de forma esporádica, como las islas Espóradas en el Mediterráneo, que se encuentran muy alejadas las unas de las otras en el espacio, creabas estas islas de forma temporal, creabas islas de textos, y así es como a veces no sabías que la repetición de palabras en alemán debe repetirse en la traducción, porque lo habías olvidado. Solo relato los peligros o los problemas que se tienen por esta forma de traducir. 

Por otro lado, surgían buenos errores, que muchas veces yo, cuando me hacías trabajar instándome a leer lo que habías escrito, dejaba adrede, pensando que el malentendido era, en comparación con el texto alemán, más fértil que una traducción precisa. Me daba cuenta de que algunos errores pueden ampliar el texto, sin ser errores del tipo que hubiera que decir que constituían una traición al texto original.

Y la gran ventaja de esta forma de trabajo que tú tienes se me ocurre que es la siguiente: los textos adquieren, a pesar de tu trabajo esporádico, una rara homogeneidad, los párrafos y paginas o las secciones adquieren algo bien trabajado, y aunque el párrafo siguiente muestre de vez en cuando una contradicción, esta adquiere en tu traducción casi la misma perfección que tiene el canto rodado. Jamás he visto un traductor que trabajara de forma tan corporal. En ese sentido tú eres un trabajador del cuerpo. Y todas tus oraciones, al menos en la traducción de mis cosas y también, por ejemplo, en la traducción de Stifter –tal vez menos en tus traducciones de Kafka–, están realmente lamidas, amasadas, casi podría decirse que ensalivadas de punta a punta por la dilación, por la inquieta paciencia. En el tren me anoté rápido que el texto está, dicho con una palabra casi anticuada, tal como trabajaban antes los curtidores, abatanado, está estirado a la luz, frotado, lamido, así como, creo yo, se decía antaño de Virgilio, que lamía sus versos como una madre osa. Y esa impresión tengo yo de Georges-Arthur Goldschmidt en casi cada oración, son oraciones lamidas, completamente ensalivadas, que luego se han vuelto porosas, como algunas construcciones de barro de los indígenas. En las oraciones de Georges-Arthur Goldschmidt se percibe un algo de barro, pero solo a modo de rastro, hay ahí rastros muy finos del hombre trabajando con su cuerpo.

Y luego tal vez una comparación: hace un tiempo leí los escritos de Goethe sobre ciencias naturales, donde él intenta traducir al francés –con ayuda– algunos textos propios, y de repente se refrena. La bella, maravillosamente florida, en el mejor sentido florida, lengua alemana de Goethe, él intenta traducirla para una revista francesa, y de repente siente miedo de que en la traducción francesa su alemán se vuelva místico. Él siente, de repente, el miedo a lo místico, y se refrena en la traducción francesa, y recorta en francés su propio, florido texto alemán.

Pero Georges-Arthur Goldschmidt hizo lo contrario, él se atrevió a copiar lo florido –por ejemplo, también en mi–, y es lo contrario a la mística, opino yo ahora. Es lo contrario de lo místico lo que ha salido de sus traducciones francesas de mis textos, y apareció un francés claro, material, tal vez nuevo, pero que yo como lector conocía de Chrétien de Troyes, también de Michel de Montaigne, en Malherbe, y aún más tarde en forma de matices, lo cual ya alcanza, en Flaubert. Es un francés viejo y a la vez nuevo, a través del cual él –por qué no– ha enriquecido la lengua francesa con ayuda de la traducción.

Escribí, como una vaga nota, que en su francés hay cosas que antes habían sido pasadas por alto. Él les dio contornos como ojos, o les dio la vista misma, por ejemplo con mi texto.

La meticulosidad de los traductores, la participación, la investigación, Georges-Arthur Goldschmidt nunca las propagó, como a veces, me parece a mí, es el caso, también en detrimento de la tarea de traducir. Un buen traductor no hace ningún alarde de su oficio. Calla sus hallazgos, o sus hallazgos ni valen como atracción, son por naturaleza cosas transparentes, una y otra vez, y como cosas transparentes se las percibe solo como propuestas, como suplementos, así como también un libro es una propuesta suplementaria y al mismo tiempo necesaria.

Puede decirse que el jurado de este premio ha distinguido a un lego, a un lego entusiasta, y yo creo que la precisión más bella proviene de los legos entusiastas. Georges-Arthur Goldschmidt es como traductor una existencia marginal, un reforzador de márgenes, lo contrario a las máquinas que a veces se ven en los jardines y que cortan los bordes: él es lo contrario de una bordeadora, él es un macizo y gran marginal y ampliador de márgenes.

Y otra cosa se me ocurrió en el tren hacia aquí, de París hacia Lausana a través del Jura: la historia de Tobías y el ángel, del Antiguo Testamento. Un padre viejo, que se ha vuelto ciego, envió ahí a su hijo de Nínive a otra ciudad, para que cobrara deudas, y teme por la vida de su hijo, que aún es casi un chico. Dios envía a un ángel al viaje, el ángel Rafael, aunque no se sabe que es un ángel. Se aparece como un joven muchacho del pueblo, creo que de nombre Azachias, y la misión sale bien. Tobías hasta consigue una mujer, una mujer judía, como corresponde al Antiguo Testamento. Y regresa junto a su mujer, se lo protege de muchos peligros, y al final al padre, que hace mucho tiempo está ciego, le son curados los ojos con una tintura de pez, de un pez que salta del Éufrates, y el padre vuelve a ver, ve y llora. Y ahí el ángel –o el acompañante– lleva al hijo y al padre a un costado y dice: escuchen y sepan que yo no soy ningún mortal, soy uno del círculo de Dios. Ahí todos se asustan, y él dice: escuchen, no tienen por qué asustarse, ustedes han vivido esto y lo otro, vivirán todavía largo tiempo, pero lo principal, dice él –dos veces repite esto Rafael, el que se ha dado a conocer como ángel–: las leyes de los reyes, a esas no hay que propagarlas, a las leyes reales hay que guardárselas para uno mismo. Pero a las leyes de Dios, a esas revélenlas y propáguenlas. Y luego pronuncia su por así decirlo última palabra: eso que vivieron, escríbanlo. Escríbanlo. Y esta es casi la primera vez –un experto lo sabría mejor– que se pronuncia la exhortación a escribir. Los milagros que vivieron con la ley de Dios, eso escriban, escríbanlo y cuéntenselo a otros.

Y a mí se me ocurrió durante el viaje en tren a través del Jura que Georges-Arthur Goldschmidt escribe lo que ha pasado, no solo a ti, sino a ustedes, pero también a él mismo, con sus libros literarios sobre el Día de juego y sobre el Bosque ininterrumpido. Tú has escrito lo que te paso a ti y a Alemania.

Y con la traducción has seguido lo que el ángel indicó: has traducido lo que te ha ocurrido. Ustedes le han dado su premio no a un así llamado traductor magistral, sino a uno completamente escolar, y creo que eso de por vida, y ¿cómo podría ser de otra manera?

(1994)

martes, 26 de marzo de 2013

Peter Handke recuerda a Ralph Manheim

Ralph Manheim

Peter Handke habla de Ralph Manheim, su traductor al inglés, en un texto incluido en Lento en la sombra. Ensayos sobre literatura, arte y cine, volumen publicado por Eterna Cadencia en 2012, con traducción de Ariel Magnus y prólogo de Matías Serra Bradford.

El zumbido del traductor

para Ralph Manheim
 
Mi traductor al inglés, Ralph Manheim, ha fallecido el 26 de septiembre de 1992, a los ochenta y cinco años y medio de edad, en Cambridge. Digo “mi” traductor, aun cuando para el mundo, como mínimo, él quedará igual de grabado en la memoria como el traductor de Günter Grass, de las obras de Bertolt Brecht, de la correspondencia entre Freud y Jung, ¡de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm!, de Heidegger...; del francés: de Céline, Tournier, Simenon; del serbocroata (quedémonos con esta denominación): de Danilo Kiš... Ralph Manheim era para mí el “mío”, en primer lugar, porque estaba orgulloso de tener un traductor semejante –todos mis libros en prosa, desde Carta breve para un largo adiós hasta los narrativos Ensayos, fueron traducidos al inglés por él–, y luego, por la distancia tan cordial como, de manera no infrecuente, malhumorada que nos unía a Ralph y a mí a través de nuestro trabajo con la palabra. Precisamente, aquello de mis cosas que le era extraño (sobre todo mi búsqueda religiosa –¿o histérica?– de un lugar en Lento regreso) no le produjo rechazo a él, el judío cosmopolita, el hombre de las mujeres y los jardines, sino que lo estimuló a volcarlo en forma objetiva, en un inglés maravillosamente seco al tiempo que flexible y liviano, verdaderamente gráfico; si a Ralph Manheim mi alemán le parecía extravagante o a veces incluso enajenado (me lo hizo saber de manera cariñosamente irónica), también tiene que haber presentido, me imagino yo, una urgencia y cierta veracidad, y eso, con muchísimas libertades y aun así de forma fiel, lo trasladó al más natural anglosajón; en su idioma yo leía mis libros, sin su alemán lleno de rodeos y búsqueda, como reportes fácticos o crónicas lapidarias al tiempo que compasivas; una y otra vez quise aprender de sus traducciones para mi propia escritura, cosa que conseguía para algunas oraciones, pero en otras el idioma alemán me parecía querer o exigir más, o de forma distinta... ¿más rodeos? Como sea, las frases inglesas de mi traductor Ralph Manheim serán con mayor fuerza aún en el futuro frases axiomáticas para mi prosa alemana. En La tarde de un escritor conté sobre una visita de Ralph Manheim en Salzburgo: él aparece ahí como traductor y como héroe; héroe de la exactitud y de lo incidental. Hace cuatro años, cuando le devolví la visita en Cambridge, me dio a leer como tarea para el hotel su traducción de Afternoon of A Writer. Y de nuevo sentí como si solo mediante el lenguaje y el ritmo de este traductor el relato estuviera “del todo ahí”. Se lo dije a Ralph al otro día, y él sonrió satisfecho. Hablamos luego sobre esta o aquella palabra dudosa, como lo veníamos haciendo ya desde hacia décadas de visitas mutuas, y también, como desde siempre, Ralph Manheim empezó, mientras reflexionaba sobre las palabras correctas, con su extraño zumbido o entonación, un murmullo que aumentaba y se hacía más agudo, hasta que al final, seca y perentoria, llegaba la palabra única y definitiva. Una vez trasladada a su manuscrito, Ralph Manheim se subía a su bicicleta y pedaleaba por sobre el río Cam hacia su casa, hacia su mujer Julia y su jardín. El fruto de su zumbido: los casi doscientos libros correspondientes.

(1992)