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Georges-Arthur Goldschmidt |
Lento en la sombra. Ensayos sobre literatura, arte y cine,
Peter Handke, incluye también el siguiente texto sobre
Georges-Arthur Goldschmidt, su traductor al francés. Se reproduce en la versión de
Ariel Magnus, publicada por Eterna Cadencia.
Darles ojos a las cosas
Sobre Georges-Arthur Goldschmidt
Debo empezar por pedir disculpas, pues esto que diré, bien o mal, no puede ser ningún discurso laudatorio. A propósito, no me he preparado, en el tren anoté un par de oraciones y cosas, que ni siquiera se han vuelto notas y que se interrumpen en la mitad, y en lo que intentaré decir deben ustedes imaginar un renglón vacío después de cada media frase o cuarto de frase.
En líneas generales soy el autor principal que fue traducido por Georges-Arthur Goldschmidt. Sobre su trabajo de traducción poco puedo decir, al menos nada desde afuera, nada conexo; se ha dicho tanto sobre la traducción, que quiero evitar cualquier tipo de problematización, a lo sumo quiero acompañar, y contar un poquito a medida que voy improvisando.
La gran historia es –al menos para mí–, no una historia entre autor y traductor, sino entre dos figuras, y se trata de una historia secreta, que no tolera ninguna oralidad ni ningún público, a no ser que sea por escrito, es decir cambiada, transformada, transformada en un cuento de hadas y en parte también de demonios, como corresponde a la historia de Georges-Arthur Goldschmidt y yo, el autor. El cuento de hadas está en los más de veinte años que nos conocemos, pero también hay allí una enorme dosis de lo demoníaco, a lo que solo puedo referirme mediante alusiones. Tanto la dosis demoníaca como el cuento de hadas tienen ambos que ver con dónde queda nuestro origen: que yo provengo de Austria, que tengo un padre alemán, y que Georges-Arthur Goldschmidt es alemán y al mismo tiempo judío. Ahí solo se pueden hacer alusiones.
Nunca lo vi como mi traductor, ni siquiera como un traductor en general, pues el nunca tuvo algo profesional en sí, nunca jugó al traductor, no al menos delante mío, aunque es un buen jugador, cosa que supe tarde y nunca hubiera pensado; también es conductor de autos, cosa de la que, con su ritmo de movimientos casi à la Buster Keaton, nunca lo hubiera creído capaz, y muchas otras cosas más.
Primero vi a Goldschmidt como padre de familia, con sus hijos y su mujer, sobre lo que me gustaría tomar ya un desvío: su mujer Lucienne aportó mucho para que sus traducciones –tal vez no solo las de mis cosas al francés– adquirieran un carácter tan franco y palpable y a la vez tal ligereza. Pues tú mismo me has dicho, Arthur, le he mostrado esto a Lucienne, y ella opina que no puede quedar así de alemán, aun cuando ella misma no habla alemán; ella dijo, eso no puede figurar así en lo de tu camarada. Y yo creo que a ella le corresponde una buena parte de tu trabajo de traductor. Y por eso quisiera ahora agradecerle muy al pasar.
Así fue como luego te vi como maestro, pues eras maestro en el Lycée en St. Denis, donde una vez te visité. Te vi de pronto entre otros maestros, cosa que nunca me hubiera imaginado, que eras maestro. Así, te vi transformado, estabas ahí sentado a la mesa almorzando, y fue una de las novedades el hecho de que estuvieras en términos de amistad con los maestros, que fueras un amigo de maestros. Algunos años después diste clases al pie del Buttes-Chaumont, y yo te visité una ventosa tarde de otoño, y te vi parado como persona con niños en el patio de la escuela, y nunca vi a alguien que dimanara tal paciencia y a la vez tal inquietud. Y ahí me di cuenta de que inquietud y paciencia es una de las combinaciones más raras que al menos él, Georges-Arthur Goldschmidt, personifica, tanto en sus traducciones como en los libros propios: inquietud unida con paciencia.
Se muestra por ejemplo en tus traducciones, durante las que, cuando no tienes más ganas, dejas de traducir. Eso muchas veces me ha fastidiado y me ha dado rabia, pensaba en por qué no seguías con la cuestión. Tú me decías que no, que la traducción era para ti un trabajo, eso tenía que ver con inspiración, con ganas, con tener un sueño, y eso era como tu propia escritura, cuando no veías eso delante de ti, el movimiento de la traducción, entonces te detenías.
Así es como sucedió que un texto o un trabajo en prosa mío a menudo quedaba tirado más de un año y medio, dos años (Interrupción de Goldschmidt: más). Eso no me resultaba inoportuno, pues muy pronto mi ambición, no solo respecto a mis traducciones al francés, sino en general, no es que realmente se perdió, pero dejé que se hiciera más casual. Solo que esto tenía de vez en cuando la desventaja de que tú, pues traducías de forma esporádica, como las islas Espóradas en el Mediterráneo, que se encuentran muy alejadas las unas de las otras en el espacio, creabas estas islas de forma temporal, creabas islas de textos, y así es como a veces no sabías que la repetición de palabras en alemán debe repetirse en la traducción, porque lo habías olvidado. Solo relato los peligros o los problemas que se tienen por esta forma de traducir.
Por otro lado, surgían buenos errores, que muchas veces yo, cuando me hacías trabajar instándome a leer lo que habías escrito, dejaba adrede, pensando que el malentendido era, en comparación con el texto alemán, más fértil que una traducción precisa. Me daba cuenta de que algunos errores pueden ampliar el texto, sin ser errores del tipo que hubiera que decir que constituían una traición al texto original.
Y la gran ventaja de esta forma de trabajo que tú tienes se me ocurre que es la siguiente: los textos adquieren, a pesar de tu trabajo esporádico, una rara homogeneidad, los párrafos y paginas o las secciones adquieren algo bien trabajado, y aunque el párrafo siguiente muestre de vez en cuando una contradicción, esta adquiere en tu traducción casi la misma perfección que tiene el canto rodado. Jamás he visto un traductor que trabajara de forma tan corporal. En ese sentido tú eres un trabajador del cuerpo. Y todas tus oraciones, al menos en la traducción de mis cosas y también, por ejemplo, en la traducción de Stifter –tal vez menos en tus traducciones de Kafka–, están realmente lamidas, amasadas, casi podría decirse que ensalivadas de punta a punta por la dilación, por la inquieta paciencia. En el tren me anoté rápido que el texto está, dicho con una palabra casi anticuada, tal como trabajaban antes los curtidores, abatanado, está estirado a la luz, frotado, lamido, así como, creo yo, se decía antaño de Virgilio, que lamía sus versos como una madre osa. Y esa impresión tengo yo de Georges-Arthur Goldschmidt en casi cada oración, son oraciones lamidas, completamente ensalivadas, que luego se han vuelto porosas, como algunas construcciones de barro de los indígenas. En las oraciones de Georges-Arthur Goldschmidt se percibe un algo de barro, pero solo a modo de rastro, hay ahí rastros muy finos del hombre trabajando con su cuerpo.
Y luego tal vez una comparación: hace un tiempo leí los escritos de Goethe sobre ciencias naturales, donde él intenta traducir al francés –con ayuda– algunos textos propios, y de repente se refrena. La bella, maravillosamente florida, en el mejor sentido florida, lengua alemana de Goethe, él intenta traducirla para una revista francesa, y de repente siente miedo de que en la traducción francesa su alemán se vuelva místico. Él siente, de repente, el miedo a lo místico, y se refrena en la traducción francesa, y recorta en francés su propio, florido texto alemán.
Pero Georges-Arthur Goldschmidt hizo lo contrario, él se atrevió a copiar lo florido –por ejemplo, también en mi–, y es lo contrario a la mística, opino yo ahora. Es lo contrario de lo místico lo que ha salido de sus traducciones francesas de mis textos, y apareció un francés claro, material, tal vez nuevo, pero que yo como lector conocía de Chrétien de Troyes, también de Michel de Montaigne, en Malherbe, y aún más tarde en forma de matices, lo cual ya alcanza, en Flaubert. Es un francés viejo y a la vez nuevo, a través del cual él –por qué no– ha enriquecido la lengua francesa con ayuda de la traducción.
Escribí, como una vaga nota, que en su francés hay cosas que antes habían sido pasadas por alto. Él les dio contornos como ojos, o les dio la vista misma, por ejemplo con mi texto.
La meticulosidad de los traductores, la participación, la investigación, Georges-Arthur Goldschmidt nunca las propagó, como a veces, me parece a mí, es el caso, también en detrimento de la tarea de traducir. Un buen traductor no hace ningún alarde de su oficio. Calla sus hallazgos, o sus hallazgos ni valen como atracción, son por naturaleza cosas transparentes, una y otra vez, y como cosas transparentes se las percibe solo como propuestas, como suplementos, así como también un libro es una propuesta suplementaria y al mismo tiempo necesaria.
Puede decirse que el jurado de este premio ha distinguido a un lego, a un lego entusiasta, y yo creo que la precisión más bella proviene de los legos entusiastas. Georges-Arthur Goldschmidt es como traductor una existencia marginal, un reforzador de márgenes, lo contrario a las máquinas que a veces se ven en los jardines y que cortan los bordes: él es lo contrario de una bordeadora, él es un macizo y gran marginal y ampliador de márgenes.
Y otra cosa se me ocurrió en el tren hacia aquí, de París hacia Lausana a través del Jura: la historia de Tobías y el ángel, del Antiguo Testamento. Un padre viejo, que se ha vuelto ciego, envió ahí a su hijo de Nínive a otra ciudad, para que cobrara deudas, y teme por la vida de su hijo, que aún es casi un chico. Dios envía a un ángel al viaje, el ángel Rafael, aunque no se sabe que es un ángel. Se aparece como un joven muchacho del pueblo, creo que de nombre Azachias, y la misión sale bien. Tobías hasta consigue una mujer, una mujer judía, como corresponde al Antiguo Testamento. Y regresa junto a su mujer, se lo protege de muchos peligros, y al final al padre, que hace mucho tiempo está ciego, le son curados los ojos con una tintura de pez, de un pez que salta del Éufrates, y el padre vuelve a ver, ve y llora. Y ahí el ángel –o el acompañante– lleva al hijo y al padre a un costado y dice: escuchen y sepan que yo no soy ningún mortal, soy uno del círculo de Dios. Ahí todos se asustan, y él dice: escuchen, no tienen por qué asustarse, ustedes han vivido esto y lo otro, vivirán todavía largo tiempo, pero lo principal, dice él –dos veces repite esto Rafael, el que se ha dado a conocer como ángel–: las leyes de los reyes, a esas no hay que propagarlas, a las leyes reales hay que guardárselas para uno mismo. Pero a las leyes de Dios, a esas revélenlas y propáguenlas. Y luego pronuncia su por así decirlo última palabra: eso que vivieron, escríbanlo. Escríbanlo. Y esta es casi la primera vez –un experto lo sabría mejor– que se pronuncia la exhortación a escribir. Los milagros que vivieron con la ley de Dios, eso escriban, escríbanlo y cuéntenselo a otros.
Y a mí se me ocurrió durante el viaje en tren a través del Jura que Georges-Arthur Goldschmidt escribe lo que ha pasado, no solo a ti, sino a ustedes, pero también a él mismo, con sus libros literarios sobre el Día de juego y sobre el Bosque ininterrumpido. Tú has escrito lo que te paso a ti y a Alemania.
Y con la traducción has seguido lo que el ángel indicó: has traducido lo que te ha ocurrido. Ustedes le han dado su premio no a un así llamado traductor magistral, sino a uno completamente escolar, y creo que eso de por vida, y ¿cómo podría ser de otra manera?
(1994)