Segunda parte del artículo de Roberto González Echeverría, publicado en el día de ayer, a propósito de las distintas versiones del cuento "El Aleph", de Jorge Luis Borges.
Borges contra Borges:
malas traducciones de "El Aleph"
(II)
(Viene de ayer)
En
francés e italiano siguen los deslices, pero son de otra índole por la común
filiación romance de estas lenguas con el español, que me parece les hace bajar
la guardia a los traductores. Roger Caillois, la única figura mayor entre
todos estos traductores (aunque muy criticado por su traducción), escribe: “Il est à moi, il est à moi; je l’ai découvert quand j’étais petit,
avant d’aller à l’école. L’escalier de la cave est raide, mes oncles m’avaient
défendu d’y descendre, mais quelqu’un dit qu’il y avait là tout un monde. Il
voulait parler, je l’appris plus tard, d’une malle, mais je compris qu’il y
avait tout un monde. Je descendais secrètement, roulait dans l’escalier
interdit, tombai. Quand j’ouvris les yeux, je vis l’Aleph” (p.
201). Esto se ciñe al
original, pero elimina el juego de palabras, porque no hay “malle monde” en francés y Caillois se abstiene de
calificarlo de “grande”. Nos quedamos con la sugerencia, como en la traducción
inglesa de Kerrigan, de que monde quiere
decir “mundo”, en un sentido general. Lo mismo ocurre en la traducción italiana
de Montalto, donde, se me ocurre, que el traductor se ha dejado llevar por el
engañoso parecido entre esa lengua y el español, y sigue puntualmente el
original: “È mio, è mio; lo scoprii da bambino, prima che
andassi a scuola. La scala della cantina è ripida, gli zii mi avevano proibito
di scendervi, ma qualcuno aveva detto che c’era un mondo in cantina. Si
riferiva, come seppi in séguito, a un baule, ma io capii un mondo. Scesi di
nascosto, rotolai per la scala vietata, caddi. Quando aprii gli occhi, vidi
l’Aleph” (p. 216). Ninguno de mis diccionarios registra “baule mondo”, y una oportuna consulta con mi querido
amigo y colega, el distinguido italianista Giuseppe Mazzotta, me corrobora que
no existe el concepto en italiano. Como en otros casos, desaparece el juego de
palabras.
Los errores que he señalado en estas traducciones no son
seguramente los únicos, pero ocurren en un pasaje crucial del relato y revelan
indirectamente, y sin duda sin proponérselo, la importancia de estas palabras
para su mejor comprensión general. Me gustaría pensar que se cometen
precisamente por la importancia del momento que narran; su ceguera, para
recordar a Paul de Man, se deriva del destello de significación que generan y
que yo pretendo destacar aquí. Lo más significativo de estos apenas ocho
renglones surge del hecho de que se refieran al origen del Aleph, y que éste
parta de un malentendido causado por la ambigüedad de la palabra “mundo”, que
puede funcionar como adjetivo (baúl mundo) o como
sustantivo (mundo). Se trata de una
anfibología implícita, para ser técnico. El principio de este relato dentro del
relato es siempre un asunto verbal, a lo cual habría que añadir, un acto
culpable, porque el niño Argentino ha transgredido las prohibiciones impuestas
por sus tíos para llegar al Aleph. No hay nada intrascendente en todo esto,
según se verá.
Desmontemos la situación de manera más minuciosa. El narrador
(en este caso Argentino) dice que recuerda haber oído que en el sótano había un
mundo. El que esto haya sido meramente escuchado le añade vaguedad e
imprecisión a lo declarado, a lo que se suma que quien lo oye sea un niño de
edad preescolar, muy capaz, por lo tanto de entender mal lo dicho, al parecer
de pasada. No se lo dijeron a él directamente. Pero lo que mal oye Argentino
influye en su confusa interpretación de lo que hay en el sótano, que él corrige
valiéndose del recuerdo de lo que había en el sótano, el baúl, y su nombre,
“baúl mundo”. Que todo empiece por una equivocación provocada por palabras
escuchadas no sólo sugiere que el Aleph es un objeto verbal desde el principio,
sino que la corrección que después sufren destaca la separación entre lo oral,
que es tiempo, y la memoria, baúl mundo, que es una imagen fija, tendiente a la
escritura. Luego veremos que lo más significativo que Borges descubre en la
visión provocada por el Aleph son las cartas obscenas de Beatriz, es decir,
escritura. Repito, la equivocación inicial contrasta lo oral y auditivo,
sonidos en el tiempo, y la imagen-memoria, que evoca la escritura; en este
contraste se aloja el misterio del Aleph, que a un nivel profundo es
agustiniano. En las Confesiones (Libro
XI, capítulos 16-18) y otros escritos el influyente padre de la Iglesia recalcó
la sustancia temporal del lenguaje; al hablar se nos va la vida en cada
palabra. Y también la diferencia entre la totalidad de las ideas y lo
fragmentario del lenguaje, sujeto al tiempo, y a la imperfección de los órganos
que le dan voz. El lapso entre oralidad y escritura lo destaca el propio texto
de “El Aleph” que analizo (“lo supe después”); los sonidos escuchados sólo
adquieren sentido más tarde, no en el momento en que se emiten y perciben.
Además, Aleph significa la primera letra del alfabeto hebreo, la grafía inicial
en la historia, todo lo que emana de ella es necesariamente escritura, así como
lo serán las demás letras que necesariamente le siguen.
Viene después la caída, la cual se sugiere fue tan violenta que
el niño tiene que abrir los ojos al llegar al fondo para ver el Aleph. ¿Perdió
momentáneamente el conocimiento? ¿Se trata de un despertar? Si antes el sentido
del oído era poco confiable, ahora el de la vista se enfrenta a lo que ve como
si fuera por primera vez, como saliendo de un sueño. Percibir el Aleph es una
visión. Y ésta es como un sueño enmarcado por una pérdida de conocimiento y un
resucitar. Cuando Borges baja al sótano para ver el Aleph también cierra los
ojos y los abre: “Cerré los ojos y los abrí” (p. 624) ¿Manifestación de lo
sublime? Sí y no.
La génesis del Aleph es irónica porque se basa en un
malentendido, en un error, no en algo verdadero y genuino, pero hay más, mucho
más, porque la confusión la crea el mentado baúl mundo. Este objeto anodino,
prosaico, que bien podía encontrarse con otros trastos olvidados en un sótano,
genera asociaciones de ideas de gran alcance. Esta es una broma de Borges que
debe matizar todo el relato, comprometiendo la seriedad del misterio abstracto
que crea el Aleph. Por un lado está la existencia concreta del baúl como cosa
apta para contener muchas cosas igualmente ordinarias, algo cómico y cósmico a
la vez si pensamos en la infinidad de éstas que retiene simultáneamente el
Aleph, su contrapartida, del que es emblema. Como todo baúl está hecho para
conservar y proteger un infinito de entes, seres y sucesos. Es un baúl que en
su transformación en Aleph va a contener todo el tiempo y el espacio, nada
menos. Lo esencial del baúl es que retiene, contiene, lo cual da cierta forma
al contenido, que por otra parte puede ser múltiple y heterogéneo; son estas
las cualidades contradictorias del Aleph, que engloba lo desunido, lo inconexo,
lo informe. Claro, el baúl real suponemos permanece humilde e inerte en el piso
del sótano, indiferente a la perturbación que ha provocado, pero cuando el
Borges narrador baja allí y lo busca no lo encuentra: “Busqué en vano el baúl
de que Carlos Argentino me habló” (p. 624). ¿Existió de veras? ¿Fue una
invención de Argentino? Sea lo que sea, su sugestivo nombre, baúl mundo, es
causa directa del enredo porque en efecto sugiere el Aleph. “Mundo” no quiere
sólo decir, por supuesto, el planeta en que vivimos, sino también “orbe”,
“universo” y “cosmos”.
A esta sugestiva propiedad alusiva y elusiva del objeto yo
añadiría su carácter emblemático de archivo global. He propuesto en Myth and Archive: A Theory of Latin American Narrative,
que el archivo representa el mecanismo, de origen jurídico, que contiene las
narrativas latinoamericanas del origen, y en las novelas modernas su reflejo.
El carácter legal del objeto-emblema es decisivo porque se remonta al inicio,
en la Colonia, de los relatos sobre el Nuevo Mundo que las Leyes de Indias
generaban. El archivo con el acento también en arche, en lo oculto
es el dispositivo posibilitador. En el relato de Borges el
Baúl-Mundo-Aleph-Archivo adquiere un carácter jurídico cuando Carlos Argentino
se dispone a litigar la venta de la casa que lo contiene, empleando a un bufete
famoso de abogados para que lo haga. El Aleph va a ser protegido por el
derecho. Argentino insiste en ello.
Aparte
del objeto en sí, exista o no, está su sugestivo nombre, causa del equívoco
inicial que se proyecta a lo largo del cuento: “baúl mundo”. “Mundo” no quiere
únicamente decir el planeta que habitamos, sino, como ya se indicó, también
“orbe”, “universo”, “cosmos” y la suma de todo lo que existe. Tiene, además de
las funciones nominales y adjetivales que ya vimos, otra pronominal muy
dilatada porque representa a mucha gente, como en “medio mundo” o “todo el
mundo”. En francés monde quiere
decir gente. “Il y a du monde”, hay gente. Así
que existe una doble ironía en el hecho de que, por cierto, “baúl mundo”
anticipe o anuncie el Aleph; la equivocación, después de todo, no estaba tan
desacertada. Fue, sin que él lo supiera, una vislumbre profética por parte de
Carlos Argentino, contenida en un error.
Queda la culpabilidad asociada al acto de descubrimiento del
Aleph, porque el niño Carlos Argentino violó las prohibiciones de sus tíos su
caída justifica las aprehensiones de éstos, y constituye un accidente simbólico
además. La Caída. Cualquier culpa en el inicio de una historia remite a una
situación bíblica; toda conducta humana está marcada por el desacato de Adán.
Aquí la extravagante dádiva que representa la privilegiada visión que
proporciona el Aleph está como lastrada por esa culpa inicial. Pero hay una
razón más específica y contingente: Borges descubre, amén de los restos
repulsivos de la bella Beatriz, un feo secreto. La hermosa, sofisticada, casi
prodigiosa joven había sostenido relaciones con su ridículo primo hermano, el
poetastro Carlos Argentino, a quien le había dirigido unas horribles cartas
pornográficas que el protagonista Borges ve. En el fondo del relato se
encuentra este incestuoso e inimaginable amorío que reduce la figura de Beatriz
y hace irónica la fascinación que Borges siente por ella. Se trata de un
descubrimiento horroroso que enturbia la singular visión del Aleph y altera
retrospectivamente la impresión que tanto el narrador como el lector tenían de
Beatriz y de Carlos Argentino. Éste puede ser un loco, como lo tilda Borges,
pero había conseguido enamorar a su atractiva prima; y ésta, juzgándola desde
Borges, no tenía buen gusto ni en lo literario ni en lo erótico. La culpa que
se cierne sobre el descubrimiento del Aleph ocultaba pecados inenarrables.
El que Borges y Argentino compartan el Aleph forma parte de otra
insospechada relación entre los personajes. Por mucho que Borges se burle del
poetastro hay una relación especular entre ambos. Con Beatriz de por medio,
forman un triángulo muy sugestivo. El poema que Argentino compone
laboriosamente es una especie de Aleph literario; pretender describir todo el
universo en sus más minúsculos detalles, y parece como una parodia del proyecto
de “El Libro” de Mallarmé que obsedió toda su vida, como ha analizado mi buen
amigo y colega R. Howard Bloch en su reciente libro. Es la contrapartida, la
hipóstasis ridícula de la visión que Borges tiene mediante el Aleph, al que
Argentino le ha dado acceso, y que también parece relacionado a Mallarmé. Fuera
del cuento mismo, la figura de Argentino es un autorretrato de Borges en espejo
cóncavo (con perdón de Ashbury) si los hay. Argentino es todo lo que Borges
teme ser, inclusive argentino, o ese tipo de argentino de lo cual no está
ausente el desprecio de los criollos por los de origen italiano, los “tanos”
como los tildan en el Río de la Plata. Beatriz y su familia son de origen
italiano. Argentino es, como el Borges real, bibliotecario en una biblioteca de
arrabal. Es decir, que el Aleph le ha permitido tanto al Borges ficticio del
cuento como al real que lo escribe verse a sí mismo, pero de la manera más
repulsiva posible. Esto también está presente en el aspecto culpable del relato
del descubrimiento del objeto, producto, precisamente de una caída.
El Aleph sugería por su inherente e indiscriminada capacidad
acumuladora otro sacrilegio, más general y abstracto en este caso. La lista
inconexa de cosas, seres y acontecimientos es un tópico con una amplia y larga
historia que ha sido pródigamente estudiada y documentada por Leo Spitzer, con
su asombrosa erudición, en su ensayo “La enumeración caótica en la poesía
moderna”. El gran crítico alemán remite el recurso a Walt Whitman en su más
moderna manifestación, pero da antecedentes que se remontan a la antigüedad
clásica y sobre todo al cristianismo en su temprana historia y durante la Edad
Media. Los procedimientos más socorridos de la enumeración caótica son el
asíndeton (los sustantivos se amontonan por aposición) y la anáfora (se repiten
giros como “Vi, vi, vi”). Borges se vale de ambos en “El Aleph”. En Whitman,
panteísta, la proliferación pone de manifiesto a una deidad laica que rige el
universo y lo hace pleno, repleto, particularmente el mundo natural. En Paul
Claudel, por contraste, como católico, la enumeración revela la munificencia
del Dios cristiano. En el cristianismo primitivo y la Edad Media la enumeración
aparece en letanías a la virgen, en que se acumulan loores diversos a la madre
de Dios.
Hay, pues, básicamente dos tipos de enumeración caótica según
Spitzer. Una cuyo desorden es sólo aparente porque hay una deidad superior que
le da forma definitiva, y otra, verdaderamente caótica, desorganizada que
muestra un universo realmente inconexo y que expresa la ausencia de Dios. El
prevalente asíndeton revela la falta de lazos entre los elementos que conforman
el cosmos. La enumeración caótica en “El Aleph” es de este tipo, por lo tanto
atea. Lo único englobante en este caso sería el tenue concepto de “mundo”
sugerido por el evanescente baúl mundo, con su posible carga jurídica pero es a
todas luces una ficción y representa a mi ver precisamente la ficción.
En otro
trabajo sobre “El Aleph” he propuesto que, si pensamos en la lista inconexa de
palabras que el Borges narrador pronuncia al informar sobre su fantasía, como
una especie de ejercicio de asociación libre al estilo del psicoanálisis, el
centro convergente sería el descubrimiento de las cartas obscenas de Beatriz.
Éste sería el foco del relato, su verdadero pero oculto origen. Sigo pensando
que, desde el interior de la ficción, cuya estructura de parentescos y
parecidos entre personajes es compleja según ya vimos, es posible verlo así.
Pero desde fuera de ésta, en el contexto de la historia literaria y del
pensamiento la versión culpable por impía de la enumeración caótica es la que
prevalece porque es afín el enigma que supone un infinito informe, que es lo
que el cuento de Borges propone para aterrorizar al lector, por lo menos a este
lector.
El relato no tiene conclusión, excepto que al final el narrador
consigue olvidar lo que el Aleph le permitió ver y seguir su vida. En el epílogo
que figura después trata de dar una explicación del Aleph, en que postula que
el que vio era falso, y pasa a enumerar varios otros objetos mencionados a lo
largo de los siglos que poseen la misma capacidad de compresión simultánea del
tiempo y el espacio; lo reduce a un tópico recurrente. Pero ¿dónde deja esto la
visión que tuvo? ¿Y qué hacer del relato entero de sus aventuras con Carlos
Argentino? Siempre está la posibilidad de que se trató de un texto producto de
la imaginación del Borges escritor del cuento, de un esfuerzo por preservar su
recuerdo de Beatriz que se le convirtió en la pesadilla de entrever sus restos
mortales y las cartas libidinosas que le escribió a su primo. En el epílogo a
todo el libro Borges declara que todas las piezas en él contenidas pertenecen
al “género fantástico” (p. 629), es decir, que debe verse el relato como tal.
¿Cuál habría sido una mejor traducción del pasaje que he
analizado, porque ninguna de las comentadas tiene ni de lejos el valor del
original? La traducción es una apuesta en la que se gana y se pierde. Un idioma
ofrece riquezas que otro no tiene y viceversa. Como no hay “baúl mundo” ni en
inglés, ni en francés, ni en italiano (y quién sabe en otras lenguas), una
solución, la elegida por algunos de los traductores es proceder literalmente;
saltarse el juego de palabras y todas las resonancias enriquecedoras de “baúl
mundo” que hemos visto en el original, y suponer que el lector en esos idiomas
no las va a echar de menos; que algo que se imaginó Argentino lo llevó al Aleph
y punto. Otras soluciones más imaginativas tergiversan el original y estropean
la traducción con torpes interpretaciones agregadas, como decir que lo que el
personaje entendió era que había una bola del mundo en el sótano. En inglés una
solución, aprovechando la palabra usada por Hurley, sería referirse a un “world-traveled steamer trunk”, pero el giro es un poco
forzado porque el adjetivo compuesto sería gratuito, no surgido del inglés
mismo, como en español lo es “mundo”. El francés ofrece posibilidades con “malle” y “du mal”, baúl y el
mal, pero “mal” no conduce al Aleph. El impase demuestra, pienso yo, la
superioridad del original por sobre toda posible traducción y que lo mejor es
aprender lenguas para poder leerlo tal y como lo escribió el autor, o
resignarse a estudiar textos defectuosos. O que, como sugiere Benjamin, la
traducción es en última instancia imposible. De todos modos, nunca hay lectura
totalmente cabal, no nos engañemos o dejemos engañar por Borges.
No ha tenido Borges la suerte de merecer traductores del nivel
que él lo fue de Kafka, Faulkner, Stevens, Woolf, y otros, por lo menos en las
lenguas que conozco. Hasta hoy ninguno ha producido textos literarios de gran
altura que deban formar parte de la constelación de textos que son sus obras.
Podía alguno de sus muchos adeptos entre los escritores en esas lenguas, sobre
todo del inglés, haberse inspirado a hacer traducciones dignas del maestro.
Pero no ha sido así, y debemos conformarnos con los originales, que no es poco.
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