Al cabo de dos semanas de encuesta y con 28 libreros de 27 librerías de la Argentina, Colombia, Chile, España y México, damos por terminada la encuesta para libreros. Amablemente, Marietta Gargatagli, filóloga e investigadora muy especializada en el mundo del libro y en traducciones, además de apasionada lectora, ha accedido a leer todas las respuestas en detalle y tratar de observar lo que éstas revelan. Siguen entonces sus conclusiones.
Encuesta sobre
traducciones y librerías
Después de
haber entrevistado a editores, escritores y traductores, el Club de Traductores Lterarios
de Buenos Aires interrogó a libreros de España y de América latina sobre el
placer, el displacer y el uso de las traducciones en el amplio y compartido
espacio del castellano.
De esas
respuestas sorprende, en primer lugar, la ausencia de una marca específica para
las obras de autores extranjeros. No es culpa, sin embargo, de quienes venden
libros. Lo omitido corresponde a una vieja tradición. Las estadísticas sobre
traducciones son bastante recientes y no pocas veces se reducen a pequeños
datos confusos. Práctica antigua que las editoriales se limitan a repetir. En
los catálogos o en las páginas web no se informa quiénes son los autores de la
versión castellana de los libros que venden. Y a menudo ni siquiera se menciona
que se trata de obras extranjeras ni de cuál pudo ser la lengua original. Tal
es la costumbre, casi sin excepciones, de las grandes empresas e incluso de
muchas de las chicas que prefieren dar a los lectores (y a los libreros)
informaciones que creen más relevantes: precio, número de páginas, formato,
presentación, fecha de edición, etcétera.
Quizá la
ausencia en el origen explique las respuestas ambiguas o tentativas referidas a
la primera pregunta: ¿Qué porcentaje de libros traducidos vende en relación
con el total de las ventas? Salvo
el responsable de Eterna Cadencia (que utilizó como referencia los libros más
vendidos en el 2013) y el de Crack Up (que computó lo vendido el día anterior),
la casi totalidad de los entrevistados se mostró muy dubitativo con los
porcentajes de libros traducidos. Dubitativos y generosos porque las cifras
oscilan entre el 20 y el 80 por ciento. La perplejidad es comprensible y aparece
perfectamente resumida por Débora Yanover (Librería Norte, Argentina): “Como
dicen los uruguayos, si le digo le miento. No tenemos cómo hacer esa estadística”.
Opinión que compartió Andy Andersen (Lilith Libros, Argentina): “No se me
ocurre una forma de pedirle al sistema que informe sobre este tema…”.
A pesar de
estas vacilaciones, resulta singular que en la mitad de las librerías
consultadas se considere que, de diez libros que se venden, entre seis y ocho
son traducciones. Lo elevado del porcentaje sugiere que las traducciones se
identifican con los libros más vendidos y éstos con los que no tienen la mejor
calidad.
La asociación bestsellerización y literatura traducida
más que un acierto parece un diagnóstico. En esta conjetura, la diferencia
entre la lengua propia y las lenguas extranjeras parece destinada a difuminarse
en otra oposición: los libros más vendidos frente a los meros libros.
Las librerías
son todavía un espacio de resistencia cultural; más allá están la acechante
ignorancia o los eBooks: las
diferentes plataformas que los venden y los propios libros no mencionan ya a
los traductores. La omnipresencia de los libros traducidos en esta encuesta
quizás, lejos de augurar un merecido reconocimiento, está vaticinando un fin.
No el fin verdadero, más bien la liquidación de una profesión, la
transformación del traduttore traditore en traditore tradito, traduttore finito
o traduttore afanato.
Ahora la madre patria copa
La segunda de
las preguntas: ¿Qué procedencia tienen las
traducciones y qué dice el público sobre éstas? era doble y, por tanto, las
respuestas también se duplicaron. Respecto de la primera de las cuestiones
existió una descripción unánime que aparece en el subtítulo: la mayor parte de
las traducciones son españolas o, como aclara Alejandro Vázquez (La Barca , Argentina), de
editoriales de capitales españoles. Argentina aparece mencionada entre las
librerías locales y en respuestas de Colombia, Chile y México. También México
figura como referencia entre los libreros de Argentina, Colombia y Chile;
mientras que los consultados de Colombia y Chile comentan que la traducción no
tiene un carácter profesional en estos países, aunque los colombianos mencionan
un conocido repertorio de buenos traductores.
En España, las respuestas contienen en dos casos
una desviación: se entiende por “procedencia” la lengua del original. La
confusión es insignificante; sin embargo, refleja de algún modo que lo que
venden los libreros peninsulares carece de la complejidad americana y está más
cerca del mundo globalizado de los objetos impersonales que de la
problematicidad de los libros y del modo de leerlos. De este lado del
Atlántico, los libros tienen espesores nacionales: son españoles o argentinos o
colombianos o mexicanos y nadie duda de que los libros tienen “procedencia”
porque la presencia de los conglomerados industriales con sede en España es,
desde los años noventa, imposible de desdeñar. No porque se trate de un
problema de mercados: ese modo de editar impone formas de leer, de
reseñar, de divulgar, que no pueden desconocerse porque entran en contradicción
con las formas de la edición independiente o con el deseo de “tener el mejor
fondo posible de autores” como menciona Pablo Braun (Eterna Cadencia,
Argentina).
Y no sólo eso. De la “procedencia” nace también
otra reflexión paralela. Como apunta Néstor Pascuzzo (Crack Up, Argentina): “la
traducción es la forma de apropiarse, para la lengua, de ese autor extranjero”.
La segunda parte de la pregunta abordaba la opinión
de los lectores respecto de la procedencia de esos libros. También en este caso
existe una bifurcación entre la mayor parte de las respuestas americanas
respecto de las peninsulares. Los libreros de Argentina, Chile, Colombia y
México coinciden en reproducir juicios no muy favorables sobre las versiones
que llegan de España o editan en los países americanos las 168 filiales de los
grandes conglomerados del libro (25 en Argentina, 35 en México, por ejemplo).
Esos dictámenes incluyen desde observaciones como las de Nicolás Leterier Saelzer
(Ulises, Chile) que cuestionan las “traducciones hechas a la rápida o de manera
industrial” o las de uno de los mejores libreros catalanes, Josep Cots, que
anota que “los editores no dan tiempo suficiente a los traductores para que
pulan sus traducciones y no siempre son satisfactorias” (Documenta, Cataluña).
Más allá de los aspectos formales producidos por
las ediciones “en cadena”, las observaciones abarcan numerosos aspectos que las
“mexicanizaciones” de las que habla Arturo Ortega Blake (Urgens, México) o las
adaptaciones de última hora no logran disimular. Insistentemente se cuestiona
el uso del argot o de los modismos peninsulares que provocan “un salto en la
lectura” o resultan “ruidosos”. Los libreros de Colombia, Chile y Argentina
trasladan una opinión bastante unánime de los clientes que califican a las
versiones peninsulares de “invasión” y excluyentes. Las críticas más agudas
(San Librario y Arteletra de Colombia) se ciernen sobre Anagrama que sigue la
misma política de los grandes grupos editoriales (Random House, Santillana,
Planeta, Océano) replicando de forma anacrónica libros traducidos hace treinta
o cuarenta años y destinados, ya en aquel momento, a un público estrictamente
nacional.
Esas prácticas puramente comerciales tienen muy
poco que ver con los libros y nada con lo literario. Tal como resume Sandro
Barella (Norte, Argentina) “la tradición de traducciones hechas en el país muestra
que una visión no imperial de la lengua permite un acercamiento más verdadero
–y placentero– a una obra originada en un ámbito lingüístico ajeno.”
Las buenas traducciones
nacionales
La
última de las preguntas también era doble, aunque la segunda parte era la
simple razón de la primera parte: ¿Privilegia usted la venta de traducciones
realizadas en su propio país? ¿Por qué?
Casi
sin excepciones las respuestas indicaban que existe una relación directa entre
la forma de la lengua de la traducción y la lengua del país. Tal como señaló el
responsable de la librería Mascaró (Argentina): “Hablar el mismo idioma que el
texto (traducido) definitivamente facilita el acercamiento”.
¿Se
trata de algo posible? Hasta una respuesta poco optimista indica que sólo se
puede ser optimista.
Curiosamente,
Chile (donde los libreros parecen más melancólicos) fue uno de los países de
América que tuvo hasta la década de 1950 una industria editorial floreciente y
nada indica que no pueda reconstruirla. Colombia, Uruguay y Venezuela fueron
productores de libros y el actual desarrollo en Argentina y en México de
empresas independientes, nuevas y antiguas, resulta notable. También en España
y en Cataluña la producción de libros parece seguir este camino. No parece
haber otro.