El pasado 24 de julio, el escritor y crítico Mario Goloboff publicó en el diario Página 12 la siguiente columna de opinión, a propósito del estado actual de nuestra lengua, que vale para todas las lenguas en general.
El maltrato de la lengua
Un reconocido lingüista irlandés, David Crystal, anunciaba hace poco, para el siglo presente, la pérdida de más o menos la mitad de las seis mil lenguas que todavía se hablan en el mundo. Ahora, la Secretaría General Iberoamericana (Segib), que trabaja en 22 países, le suma y puntualiza que el 38,4 por ciento (poco menos que la mitad) de las 556 lenguas indígenas de América latina y el Caribe están en riesgo de desaparición. “Todas las lenguas indígenas --sostiene-- son consideradas vulnerables”. Es de imaginar lo que todo esto representa como angostamiento cultural, científico, humano para la especie. Seremos infinitamente más pobres, y ello de una manera insensible y, sobre todo, irresponsable.
Dentro de tan pavoroso panorama (y dentro de los retrocesos económicos, sociales y culturales que hoy vive la Argentina), puede parecer menor el problema respecto de nosotros, aunque también, como en otros planos, se trata de una forma de autodestrucción, en este caso de una lengua y, quizás, a largo plazo, anunciador de pérdidas no menos importantes. Me refiero, específicamente, no a la evolución espontánea de la lengua o de las hablas populares, sino a la deformación provocada, manipulada por los medios, fundamentalmente audiovisuales y en menor medida escritos.
Es común leer y escuchar a comentaristas y a así denominados “formadores de opinión” hablar con un lenguaje descuidado, irrespetuoso, voluntaria y rebuscadamente soez. La mayoría de ellos se dicen modernos, actualizados, y parecen pensar que es más democrático o más popular dirigirse a sus lectores o auditorios con palabras que suponen ser del pueblo.
En primer lugar, se trata de un error de hecho: cualquiera puede comprobar que la gente del pueblo quiere, todavía, hablar y escribir bien. Cuando se le ofrece un micrófono o un medio de prensa escrita a un trabajador, éste se esmera por exponer sus ideas de un modo que considera culto y bien formulado, y que traduce el sentimiento popular de lo que en otras épocas fue una actitud casi reverencial ante la palabra pública o escrita.
Luego, considerar que determinado sector de población, por ocupar los lugares más bajos de la escala económica y social los ocupa también en la escala cultural (y que por eso hay que dirigir el mensaje hacia abajo), es, lejos de una pretendida estimación, esencialmente reaccionario, e implica confundir progresismo con populismo de derecha, es decir, la variante aristocrática, de señores (“propia de libertos romanos”, escribía Cesare Pavese), que aceptan tratar con clases más bajas, y para ello intentan reducir las que (calculan) son distancias verbales.
Pero una lengua, como advierte George Steiner, no es solamente un modo de comunicarse en y con el mundo, es asimismo una visión del mundo. ¿Qué visión del país, de nosotros, de los otros, habremos de tener con un lenguaje degradado? Es cierto que el fenómeno parece universal o, por lo menos, occidental: en algunos países se advierte una verdadera restricción de la competencia lingüística, una reducción del vocabulario a límites cada vez más estrechos. Y también se verifica que los lenguajes cotidianos suman a esa restricción la incorporación de vocablos antes prohibidos u ocultados, lo que nuestros mayores llamaban "las malas palabras" o, con buena figura, “de boca sucia”, que son hoy de uso permanente, casi abrumador y hasta de uso oficial. Este hecho, aparte de rozar el terreno de la inmoralidad y de la falta de respeto al otro, refuerza la impresión de una escasez, de una estrechez de voces.
A estos elementos habría aún que agregar otro, que tiene que ver con ellos en el mal uso o en la sintomatología, pero que reviste características específicas: los errores, las deformaciones, los malos empleos, las malas conjugaciones, los “dequeísmos” y los “queísmos”, el género y el número usados como venga, pleonasmos, solecismos, barbarismos a granel; en suma, las frases de discursos que ya son moneda corriente en nuestros medios y que de ahí pasan, insensiblemente, a nuestra habla cotidiana. Los ejemplos vienen desde arriba: funcionarios, ministros (inclusive, en el pasado, alguno de Educación), dirigentes políticos e institucionales, voceros presidenciales que no diferenciaban (y decían no diferenciar) un sustantivo de un adjetivo, y hasta presidentes (entre los últimos, un entusiasta partidario del “vuelvo a reiterar” y del “hace dos años atrás”, así como el actual, que abunda, y hasta Carlos Melconian lo critica, en el insulto, lo soez y lo escatológico. (Ya, de lo escatológico, la letra que faltaba: la palabra feliz y reposada de cierta autoridad sobre ”la panza de los animales”...).
Todo esto daría lugar a otro conjunto de reflexiones. Por una parte, puede pensarse qué relación guardan estos hechos con el aumento de la desconfianza popular, cada vez más difundida, en la voz pública. En efecto, si ésta no respeta ni valoriza la propia palabra, el propio discurso ¿por qué concederle tanta atención? Y lo que tal vez sea más grave: ¿cómo creer en las palabras si éstas no tienen ninguna jerarquía, ningún valor? Si quienes debieran jerarquizarlas las trivializan, las confunden, las corrompen...
En segundo término, qué otro tipo de vinculación puede tener el tema con nuestra historia reciente, es decir, hasta dónde esa degradación acompañó (cuando no originó) otras declinaciones. Solo un ejemplo: ¿a qué se debe esta generalización de un lenguaje de cuartel?
Los peores regímenes políticos, los totalitarios, los más antipopulares, se asentaron siempre en lenguajes desvirtuados, degradados. Basta releer algunas consideraciones de Thomas Mann sobre el alemán, o las del mismo Steiner, para comprender hasta qué punto la relación es estrecha, y cuánto hay de causal y de recíproco entre unos y otros. Defender, por el contrario, la riqueza y cierta jerarquía de la lengua, fue siempre patrimonio de gente preocupada por la defensa y el verdadero bienestar de sus comunidades, algo que uno de los bellos epigramas de Ernesto Cardenal resume sabiamente: “Le saquean al pueblo su lenguaje. /Y falsifican las palabras del pueblo. / (Exactamente como el dinero del pueblo.) / Por eso los poetas pulimos tanto un poema. / Y por eso son importantes mis poemas de amor”.