El
siguiente artículo sobre Borges como traductor, que llega al Club de Traductores Literarios de Buenos
Aires por gentileza del traductor cubano Orestes Sandoval, lleva la firma del crítico e investigador cubano Carlos Espinosa Domínguez, y fue publicado por el sitio
Cubaencuentro el 7 de agosto pasado.
La irreverencia feliz y creativa
Para Félix Lizárraga, traductor y lector
ferviente de JLB
La historia de la literatura registra varios casos de
autores que se dieron a conocer muy precozmente. El nombre que de seguro ha de
acudir a la mente de muchos lectores es el del francés Arthur Rimbaud, quien
entre los dieciséis y los veinte años escribió los poemas que lo han hecho
inmortal. Pero difícilmente se podrá imaginar que exista uno que, a edad mucho
más temprana, haya realizado su primera traducción. Pues ese escritor existió y
fue el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986).
Para tratar de explicar ese curioso episodio de
su biografía, resulta pertinente apuntar que la abuela materna de Borges era de
origen británico, y desde niño recibió una educación bilingüe. Eso lo convirtió
en un lector voraz en ambos idiomas (leyó por primera vez el Quijote traducido
al inglés). Años después, su familia se trasladó a Suiza y allí aprendió
francés y alemán. La traducción a la cual aludí la hizo cuando tenía la tierna
edad de nueve años. Fue el cuento de Oscar Wilde “El príncipe feliz”. Gracias a
la intervención de un amigo del padre, se publicó en el diario bonaerense El
País, el 26 de junio de 1910. La versión apareció firmada como Jorge
Borges (hijo).
Tradujo a lo largo de toda su vida. A los 84
años y a pesar de su ceguera, aún lo seguía haciendo. Tradujo fundamentalmente
del inglés, francés y alemán, pero también del nórdico antiguo. Entre los
autores que trasladó al español, figuran Herman Melville, Henri Michaux, Walt
Whitman, Virginia Woolf, Edgard Allan Poe, Wallace Stevens, T.S. Elliot, Jack
London, H.G. Wells, Chesterton, Carl Sandburg, Herman Hesse, Rudyard Kipling,
Jonathan Swift, Francis Ponge, George Bernard Shaw, André Gide, Willian
Faulkner (es suya la versión de Las palmeras salvajes publicada
en Cuba, aunque se eliminó su nombre). Un detalle curioso es que cuando citó a
Shakespeare no lo tradujo al español, sino que siempre lo citó en inglés. En
1938 la editorial argentina Losada publicó un volumen con varias obras
narrativas de Franz Kafka, en el cual se adjudican a Borges todas las
versiones. En realidad, solo le pertenecen las de algunos cuentos. De hecho, él
mismo se ocupó de corregir aquel error y argumentó que nunca hubiera traducido
así el título (por sus conocimientos de alemán, sabía que realmente es La
transformación). Pero así apareció en francés y Losada hizo servilmente lo
mismo. Cuando se preparó el libro, se optó por atribuirle a él la traducción de
todos los textos, y en el caso de La metamorfosis se
utilizó, de acuerdo a Borges, una versión “acaso anónima que andaba por ahí”.
Algunas de sus traducciones han sido criticadas, debido a
determinadas decisiones tomadas por él. Una de ellas fue la de no omitir el
pronombre yo en algunos versos de Hojas de hierba de
Whitman, eliminado en otras versiones. Eso respondía a su modo personal de
concebir el traslado de un texto literario a otro idioma. La dejó expuesta en
textos ensayísticos como “Las dos maneras de traducir” (1926), “Las versiones
homéricas” (1932), “Los traductores de las 1001 noches” (1936), “Nota sobre
el Ulises en español” (1946), “El enigma de Edward
Fitzgerald” (1951), así como en el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”
(1939).
En el primero de esos textos, emplea genéricamente los
términos clásico y romántico, que remiten a períodos históricos específicos del
arte occidental, para establecer y definir dos clases de traducciones. La
primera practica la literalidad, corresponde a las mentalidades románticas y no
solicita la obra de arte, sino al artista. “¡Cuidado con torcerle una sola
palabra de las que dejó escritas!”. Esa reverencia del yo justifica la
literalidad de las traducciones. La otra clase corresponde a las mentalidades
clásicas y practica la paráfrasis. Le interesa siempre la obra de arte y nunca
quien la creó. Cancela las nociones de autor y texto original y defiende que la
traducción debe ser irreverente y ennoblecedora. Después, Borges dejó de
emplear esos dos términos, pues para él se trataba del lector creativo como
valor esencial.
La versión puede superar al original
Para él la traducción —“la menos vanidosa y la más
abnegada de las tareas literarias”— significaba, en esencia, transformar un
texto en otro. Y para ello, reclamaba que al traductor se le debe dar carta
blanca para “mejorar” el original. No compartía la idea de texto definitivo,
que según él corresponde al dogma religioso al cansancio. “La superstición de
la inferioridad de las traducciones —amonedada en el consabido adagio italiano—
procede de una distraída experiencia. No hay un buen texto que no parezca
invariable y definitivo si lo practicamos un número suficiente de veces”.
Situaba original y traducción en un plano equivalente, en tanto que
“borradores”. Asimismo, creía que la versión podía superar al original, y
también que este o su traslación literal no tenían por qué ser fieles al
resultado final. Al respecto, conviene reproducir unas palabras suyas:
“Suele presuponerse que cualquier texto original
es incorregible de puro bueno, y que los traductores son unos chapuceros
irreparables, padres del frangollo y de la mentira. Se les infiere la sentencia
italiana de traduttore tradittore y ese chiste basta para
condenarlos. Yo sospecho que la observación directa no es asesora en ese juicio
condenatorio (aquí se me ha salido una especie de alegoría legal, pero sin
querer) y que los opinadores menudean esa sentencia por otras causas (…) En
cuanto a mí, creo en las buenas traducciones de obras literarias (de las
didácticas o especulativas, ni hablemos) y opino que hasta los versos son
traducibles. El venezolano Pérez Bonalde, con su traducción ejemplar de El
cuervo de Poe, nos ministra una prueba de ello. Alguien objetará que
la versión de Pérez Bonalde, por fidedigna y grata que sea, nunca será para
nosotros lo que su original es para los norteamericanos. La objeción es difícil
de levantar; también los versos de Evaristo Carriego parecerán más pobres al
ser escuchados por un chileno que al ser escuchados por mí, que les maliciaré
las tardecitas orilleras, los tipos y hasta pormenores de paisajes no
registrados en ellos, pero latentes: un corralón, una higuera detrás de una
pared rosada, una fogata de San Juan en un hueco. Es decir: a un forastero no
le parecerán más pobres: serán más pobres. Su caudal representativo será
menor”.
El concepto defendido por Borges parte de que,
del mismo modo que diversos lectores hacen infinitas interpretaciones de una
obra, tampoco hay una única manera de traducir. Eso se relaciona directamente
con el hecho de que veía la traducción como paradigma de lectura, escritura e
interpretación de un texto. En otras palabras, la concebía como una
irreverencia feliz y creativa. Eso sí, exigía a los traductores algunas
cualidades. Una de ellas era la de poseer un oído privilegiado, es decir,
conocer íntimamente la lengua y la cultura del original, además, por supuesto,
de la lengua a que se está traduciendo.
Pensaba que la literatura del conocimiento se
puede trasladar a otro idioma (“Quien haya leído la Ética de
Spinoza en inglés, español, alemán o francés podrá comprenderla tan
perfectamente como aquel que la haya leído en latín”), pero dudaba que la otra
literatura, la de la emoción, fuera traducible: “No sé si un poema es
traducible, creo que el único modo de traducir un poema es recreándolo, es algo
que está más allá del falso juego de sinónimos que los diccionarios nos dan”.
Opinaba que solo se puede hacer “siempre que el traductor sea un poeta y que no
se quede en la precisión científica o filológica. Lo que es conceptual para los
fines de la política, por ejemplo, es esencial y puede traducirse; los
pensamientos pueden traducirse, las metáforas no”.
Insistió también en que muchas veces se comete el error de
no tomar en cuenta que cada idioma es un modo de sentir o percibir el universo.
Para ilustrar lo que afirma, apunta que súbdito es decente en España y
denigrante en América. Luna, que para nosotros es ya una invitación de poesía,
es desagradable para los bosquimanos, que la consideran poderosa y de mala
entraña y no se atreven a mirarla cuando campean. Por otro lado, hizo notar que
existen idiomas más o menos adecuados para la traducción: el inglés, el alemán,
el holandés, las lenguas escandinavas poseen una facilidad para las palabras
compuestas que no tiene el español. Y agrega: “En Shakespeare, por ejemplo: «From
this world-weary flesh», sería en español: «De esta carne cansada del mundo».
«Cansada del mundo» es una frase pesada en español, mientras que la palabra
compuesta «world-weary» no lo es en inglés. Estos defectos tienen que
perderse en la traducción”. Incluso sostiene que dentro de una misma lengua,
hay casos en que la traducción es imposible. El ejemplo más claro es para él
Shakespeare, quien “es intraducible a un inglés que no sea el suyo”.
En una encuesta sobre el tema de la traducción,
se refirió a la calidad de las publicadas en Argentina. Allí comenta que para
sus compatriotas tienen la ventaja de que están hechas “en un español que es el
nuestro y no un español de España. Pero creo que se comete un error cuando se
insiste en las palabras vernáculas. Yo mismo lo he cometido”. En efecto, en su
versión de Las palmeras salvajes de Faulkner incluye
argentinismos como compadrear, caranchos, boleado. Y en la de la última página
del Ulises de Joyce emplea el voceo de ese país.
“Y la traducción era muy mala”
En los comentarios sobre libros que escribió en
su juventud en revistas como El Hogar y Sur, se
refirió en más de una ocasión a las versiones de obras extranjeras publicadas
en España y Latinoamérica. Una de ellas fue la del Ulises de
James Joyce, hecha por J. Salas Subirat. A propósito de la misma, reproduzco
una anécdota que contó el novelista argentino Juan José Saer: “Una tarde de
1967, el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que
había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando animadamente en
un café antes de la conferencia con un grupito de jóvenes escritores que habían
venido a hacerle un reportaje, cuando de pronto se acordó de que en los años
cuarenta lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir
colectivamente Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía
una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que
los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que
un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los
miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando: «¡Acaba de
aparecer una traducción de Ulises!». Borges, riéndose de
buena gana de la historia, y aunque nunca la había leído (como probablemente
tampoco el original), concluyó diciendo: «Y la traducción era muy mala». A lo
cual uno de los jóvenes que lo estaba escuchando replicó: «Puede ser, pero si
es así, entonces el señor Salas Subirat es el más grande escritor de lengua
española»”.
De los textos acerca de las traducciones ajenas,
posiblemente el más demoledor es el Borges publicó en Sur sobre
la versión de León Felipe de Canto a mí mismo de Whitman. De
entrada, la califica de errónea y perifrástica. Para apoyar su juicio, cita
varios ejemplos. Donde Whitman escribió: “Todos los cuartos de las casas los
pueblo con una fuerza armada: / Mis amantes, burladores de tumbas”, Felipe,
“fiel a Núñez de Arce”, prefiere: “Toda esta habitación la lleno yo de una
fuerza poderosa,/ de un ejército invencible,/ de elementos que me aman/ de
genios destructores de sepulcros”. El poeta norteamericano acaba así un poema:
“A las once de la mañana empezaron a quemar los cadáveres;/ Esta es la relación
del asesinato de los cuatrocientos doce muchachos”. El escritor español corrige
esa brevedad: “A las once comenzaron a incinerar los cadáveres./ Y esta es la
historia del asesinato a sangre fría, de aquellos cuatrocientos doce soldados,
gloria de los Guardias Montañeses, tal como contaban en Texas cuando yo era
muchacho”. Al final de su comentario, Borges apunta: “La transformación es notoria;
de la larga voz sálmica hemos pasado a los engreídos grititos del cante jondo.
Guillermo de Torre salva este libro con un epílogo excelente, que encierra
alguna traducción fidedigna del poeta calumniado por León Felipe”.
Concluyo estas líneas como Dios manda: con una
breve muestra de la faena como traductor del escritor argentino. Son tres
poemas pertenecientes al libro Antología de Spoon River, del
poeta y dramaturgo norteamericano Edgard Lee Masters. Se publicaron por primera
vez en la revista Sur en 1931. Los encontré reproducidos en
el periódico habanero Diario de la Marina, donde aparecieron
dentro de una sección titulada Poesía, el 12 de marzo de 1950, página 51.
Ana Rutdedge
Oscura, indigna, pero salen de mí
Las vibraciones de una música eterna:
“Sin rencor para nadie, con amor para todos”.
En mí el perdón de millones de hombres para millones
Y la faz bienhechora de una nación
Resplandeciente de justicia y verdad.
Soy Ana Rutledge que reposa bajo esta hierba,
Adorada en vida por Abrahán Lincoln,
Desposada con él, no por la unión,
Sino por la separación.
Florece para siempre, oh república,
Del polvo de mi pecho.
Petit, el poeta
Simiente en una vaina seca, tic, tic, tic.
Tic, tic,
tic, como una discusión entre insectos.
—Y ambos
desfallecidos que la fuerte brisa despierta—
Pero el
pino hace una sinfonía con ellos.
Triolets,
rondeles, villanelas, sextinas.
Baladas a
decenas con el mismo viejo argumento:
Y, ¿qué es
el amor sino una rosa que se marchita?
Tragedia,
comedia, valentía, verdad,
Coraje,
felicidad, heroísmo, fracaso
—Todo eso
en el telar y ¡con qué dibujos!
Montes,
pastizales, ríos y arroyos—
Ciego,
toda mi vida a eso.
Triolets,
sextinas, villanelas, rondeles.
Simiente
en una vaina seca, tic, tic, tic
Tic, tic,
tic, qué minúsculos yambos.
Mientras
Homero y Whitman rugían por los pinos.
Chandler Nicholas
Bañándome cada mañana, afeitándome,
Vistiéndome
después,
Pero nadie
en la vida para alegrarse
Con mi
trabajada apariencia.
Caminando
cada día, respirando hondo
En pro de
mi salud,
Pero la
vitalidad ¿de qué me sirvió?
Adelantando
cada día la mente
Con
meditación y lectura,
Pero nadie
con quien canjear sabidurías.
No era un
ágora, no era un banco de liquidación
Para lo
intelectual, Spoon River.
Buscando,
pero no buscado de nadie:
Maduro,
afable, utilizable, pero no utilizado.
Encarcelado
aquí en Spoon River,
Menospreciado
por los buitres mi hígado,
Devorándose
solo.