jueves, 30 de septiembre de 2021
¡Los traductores se reproducen!
miércoles, 29 de septiembre de 2021
Otra feria del libro, otro escándalo internacional
Las “ferias del libro” son eventos comerciales que tienen por objeto la venta de libros, con el consiguiente beneficio para editoriales y, eventualmente, libreros. Los escritores, en ellas, sirven como acicate para que esos encuentros puedan promocionarse como “culturales”. A los escritores les sirven para promocionar un libro, para establecer contactos con otros escritores (y, por supuesto, con el público) o, simplemente, para hacer turismo.
Rechazo y renuncia
martes, 28 de septiembre de 2021
Una brevísima historia de los "bouquinistes"
lunes, 27 de septiembre de 2021
En septiembre, Georgina Fraser y su grupo de investigación visitan el SPET
viernes, 24 de septiembre de 2021
"Escritores que rara vez son poetas"
Este mes, el poeta y traductor Jorge Aulicino publicó Poesía y política, un volumen editado por Ediciones del Dock, donde, además de reunir sus columnas publicadas en el Periódico de Poesía, de la U.N.A.M., suma otras escritas especialmente y, hasta ahora, inéditas. La concepción del libro es amplia y aborda distintos aspectos del concepto de “política”. A modo de ejemplo, ofrecemos a continuación un breve artículo, más que pertinente, que deja en claro cuál es la posición de Aulicino –y del Administrador de este blog, entre muchos otros– respecto de la política de invitaciones de la gran mayoría de los festivales literarios y ferias del libro en el mundo entero.
Hacen bien en no
invitar a Baudelaire a las mesas redondas
Habrán visto que las ciudades están llenas de mesas redondas, seminarios y congresos de escritores. De escritores que rara vez son poetas. De prosistas.
Buenos Aires está lleno de estas cosas, hoy. A veces de poetas –algunas veces–, pero eso sí, nunca de prosistas y poetas, si de lo que se trata es de hablar seriamente de literatura, del país o de la globalización o de la tecnología, o de otros ítems contemporáneos.
Los poetas, sin embargo, ha sabido discutir su oficio, y el mundo, desde los más distintos puntos de vista: políticos, culturales, económicos. Están genéticamente entrenados en ello. Lo hicieron siempre a lo largo de su existencia, al menos en la dura etapa de la modernidad, que los relegó a cenicientas de las letras.
La cuestión no es hoy que sean cenicientos: no se los considera literatos.
Ahora, vean esto: la mayor capacidad intelectual de renovación en el siglo XX estuvo en las vanguardias; las vanguardias fueron simplemente realizadas por los poetas y por los pintores. Gente toda a la que hoy se tiende a pensar sin cabeza: a los pintores porque solo conocen técnicas y texturas, a los poetas porque siguen embarcados en las profecías de la palabra, aunque se disfracen de prosaicos, de minimalistas.
Los poetas, claro, fueron y son la potencia intelectual de la literatura y de las letras en general, es decir, del idioma. Son los que piensan el idioma porque lo viven.
Pero vean un poco, no hablemos ya de a quiénes considera escritores la industria: si hay que discutir temas intelectuales, se llama a los prosistas, no a los poetas. Aunque el fundador de la palabra crítica, del discurso que abarca a un tiempo la circunstancia, la literatura y el arte en general no fue un prosista; no fue –lo siento– ni siquiera un prosista como Cervantes, como Balzac, como Tolstoi… Fue nuestro querido y nunca bien ponderado Baudelaire, amigo de todos cuantos escribimos poesía, lejano pariente, ardiente visitante de la polis. El modelo del intelectual que ha sabido usar el discurso, sus filos poéticos y críticos, para hablar de la moda, de política o de poesía, era un poeta. Porque los poetas entienden la integridad del discurso –Rimbaud pudo legítimamente decir que hablaba “en sentido literal y en todos los sentidos posibles”–. Son a su vez poetas, o entienden la poesía, los mejores prosistas. Quizá la entiendan alguna vez los ensayistas. Tal vez los pedagogos. Me temo que nunca los políticos.
La palabra del poeta, hoy que las redes virtuales la propagan, hoy que en cierto sentido se ha simplificado, pues la metáfora procura parecerse al lenguaje corriente, a la denotación, sigue pareciendo –a los políticos sobre todo– un galimatías. Corrijamos, seamos justos: no un galimatías propiamente, sino más bien el acertijo de la Esfinge. Se escucha al poeta como al chamán, como al poseído, poseedor de verdad, pero de una verdad políticamente inútil. En verdad, más bien un idiota que a veces acierta. Y el problema es que acierta en cosas de las que es mejor no hablar.
Baudelaire, el caminante urbano, vio en la ciudad la última forma de la verdad: la disolución de toda certeza sobre el porvenir. Esto, a derecha o izquierda, es mejor ocultarlo. Es mejor prometer un porvenir, incluso creer en él. Y es cierto que se cree en él, ya sea porque lo prometieron las leyes de la historia, o porque es cierto que el capitalismo en tres siglos ha mejorado, en términos generales, la vida de la humanidad. No para todos, pero para muchos más que hace –digamos– cinco siglos.
En términos históricos, hay avance.
Y sin embargo, los poetas insisten en señalar un gran vacío el medio de las cosas, que devora una y otra vez al caminante. Una ciudad entera, Nueva York, se jacta de sus multitudes, de su modo de vivir, de su ensimismamiento, de su indiferencia, de su modo de asumir aquel vacío en el que se movía el paseante de Baudelaire. Y con Nueva York, todas las grandes ciudades de América, Asia y Europa.
Es que tal vez eso sea Dios. Ese gran agujero.
El poeta se engaña tanto o más que cualquiera acerca de que mañana, sin dudas, volverá a amanecer. Su poesía, no. Su poesía pone en escena otra escena. Una escena peligrosa y que, para colmo, habla por sí misma. Entonces, tienen razón en no invitarlo a mesas redondas en las que se hable sobre la actualidad, la política y la tecnología. Baudelaire no hubiese tenido nada que hacer allí tampoco.
jueves, 23 de septiembre de 2021
Carlos Gamerro y su versión de "Romeo y Julieta"
El novelista Carlos Gamerro acaba de publicar su versión de Romeo y Julieta, en la editorial Interzona. Especialista en William Shakespeare, el autor de La jaula de los onas acompaña su traducción de un muy interesante prólogo del que, a continuación, ofrecemos un breve fragmento.
“El amor vencido”
La preeminencia de Romeo y Julieta ha tenido su costo, al convertirla en la madre de todos los folletines, melodramas, novelas rosas, películas románticas, revistas del corazón, teleteatros y canciones melódicas, y hoy resulta difícil acercarse a ella directamente. Este sedimento kitsch que fueron depositando todas estas reelaboraciones, versiones y adaptaciones ha terminado por adherirse a la obra de tal manera que resulta imposible de despegar, por lo quedan dos opciones: ignorarlo, lo que ineludiblemente lleva a terminar encarnándolo, como le sucede a Franco Zeffirelli en su versión de 1968, o asumirlo y celebrarlo, como sucede en la magnífica versión de Baz Luhrmannde 1997. La incomodidad, de todos modos, persiste. En el prólogo a su traducción de la obra, Martín Caparrós y Erna von der Walde dos veces llaman a los protagonistas los “jóvenes nabos,” calificativo que revela más sobre quienes lo endilgan que sobre quienes lo reciben: los intelectuales y los artistas serios se sienten un poco incómodos con la obra, como si por admirarla se les fuera a pegar el aura kitsch que la rodea. Está bien visto hablar de ella con cierta distancia, un poco irónica, no vaya a ser que a uno lo confundan con la mersada. Más que ninguna otra obra de Shakespeare, Romeo y Julieta es la niña mimada de las parodias, que pueden revestir diversas formas: Julieta es fea –un bicho–, Romeo y Julieta se odian, Romeo y Julieta sobreviven a los planes perfectos de Fray Lorenzo y terminan como una pareja de viejos que no se aguantan y se la pasan peleando, etc. De todas estas opciones, la favorita es quizás la última, ya que responde a cierto rencor envidioso de los espectadores maduros: ‘sí claro, así, muriéndose después de la primera noche, cualquiera puede creer en el amor eterno; pero los quiero ver viviendo toda una vida juntos’. El propio Shakespeare, sin duda hubiera estado de acuerdo: su teatro no se caracteriza precisamente por cantar las delicias de la vida conyugal, y lo que sabemos de la suya puede explicar en parte el por qué – si hubo en su vida un modelo para Julieta, seguramente no se trató de AnneHathaway. Su representación más acabada y convincente de un matrimonio que funciona se da en Macbeth, con lo cual está todo dicho. Para Harold Bloom, la sabiduría pragmática de Shakespeare sobre las relaciones de pareja puede resumirse en una fórmula: o se mueren los amantes, o se muere el amor. Romeo y Julieta deben morir para que su amor sea eterno.
Pero esta eternidad no es la de la perduración en los siglos venideros, ni la de la inmortalidad del arte. La eternidad que se alcanza en el estado de amor es la del puro presente, sustraído al devenir del tiempo. ‘Que este momento dure para siempre’ es un deseo que sólo pueden formular un místico en presencia de Dios o un amante en presencia de su amado. El presente se expande, desplaza al pasado – no importa todo lo que hayamos sido –y al futuro– no importan, no importan para nada, las consecuencias que este momento de amor eterno puedan traer. El presente del amor ocupa entero el espacio del ser, liberándolo, por lo tanto, de la tiranía del tiempo – así como el alma, fundiéndose con otra en el amor, se libera de la tiranía del yo.
El tiempo, y el yo, tarde o temprano regresan: con el día, con el mundo exterior, con los otros, con la vuelta de los enamorados a sus identidades separadas. La noche, refugio de los amantes, llega a su fin: por más que traten de negarlo, es la alondra y no el ruiseñor quien ha cantado. Por eso el hogar permanente de un amor así solo puede ser esa otra noche sin fin, la muerte – que trae la anulación definitiva del tiempo y el yo. La muerte, en Romeo y Julieta, no es enemiga del amor, sino su garantía, y el final trágico, tan fácilmente evitable a nivel de la acción – bastaba que el mensajero de Fray Lorenzo llegara a tiempo para que todo hubiera terminado bien – resulta ineludible en términos de la metafísica del amor que Shakespeare ensaya. Desde el prólogo se nos habla de un “amor signado por la muerte,” y ya en el primer acto Julieta, acabando de conocer a Romeo, exclama: “Si casado está / la tumba mi lecho nupcial será.” Las imágenes que igualan al amor con la muerte se agolpan en las últimas escenas, culminando en la metáfora de la muerte como amante y esposo, desvirgando a Julieta, poniéndole los cuernos a Romeo. La pasión de ambos se consuma, inevitablemente, en la cripta, y la tumba es su lecho nupcial:
La unidad esencial de sexo, amor y muerte (que a veces, para abreviar, llamamos erotismo) nunca había sido –ni sería– tan bien cantada en la literatura.
Por eso la mejor manera de acercarse a la tragedia de los jóvenes amantes sigue siendo con el corazón abierto, en un estado de candor e inocencia. Quienes se burlan, o toman distancia, lo hacen a su propio costo. Nuestro corazón – no importa la edad – siempre está listo para decirnos que ha llegado la hora de dejarlo todo– familia, casa, amistades, posición y posesiones – solo porque quiere pasar de piedra inerte a llama de amor viva, cambiar por un instante de dicha plena la sucesión entera de los días y los años. Shakespeare sabía que esta visión del amor no se limita a la juventud: años más tarde crearía en Antonio y Cleopatra un modelo similar para la edad madura. Sus protagonistas están bastante creciditos y tienen mucha vida encima, pero cuando están juntos se comportan como jóvenes enamorados, y al final, Antonio prefiere perder un imperio antes que perder a su reina, y ambos eligen suicidarse antes que vivir el uno sin el otro. Shakespeare no escribió una versión para la vejez: esa tarea quedaría para Gabriel García Márquez, que en El amor en los tiempos del cólera escribió el Romeo y Julieta de la tercera edad.
Sabemos que la versión de Arthur Brooke ofrecía una enseñanza definida. ¿Cuál es la que ofrece la de Shakespeare? No –de ninguna manera– el remanido clisé de que el amor vence todos los obstáculos. El sentimiento de amor puede ser invencible (aunque Geore Orwell, en 1984, haya hecho mucho por socavar esta convicción: la certeza de no haber traicionado a Julia es la tabla de salvación de Winston, pero al final, frente al terror, en lo más profundo de su corazón, la traiciona), pero su consumación no lo es, y en la tragedia de Shakespeare termina dándose en la muerte, y no en la vida. En su intento por triunfar en la vida, el amor de Romeo y Julieta es vencido por cada uno de los obstáculos con que se topa – desde el odio entre las familias, la autoridad paterna, la moral, la ambición, el egoísmo, el rencor, hasta la mala suerte pura y simple. Pero es justamente en su fragilidad que demuestra su fuerza, es en su derrota que triunfa. Porque todas estas fuerzas que lo destruyen, al hacerlo, se vuelven odiosas y pierden sentido. ¿Qué son el honor de la familia, la autoridad de los padres, la sabiduría de los mayores, el sentido común de los criados, las leyes del estado, si su confluencia destruye la felicidad y las vidas de dos jóvenes que se aman? Todo aquello en lo que creíamos con tanta fuerza deja de importarnos. Brooke quiso enseñarnos a juzgar el amor en nombre de todos esos principios, Shakespeare nos enseña a juzgarlos en nombre del amor.
miércoles, 22 de septiembre de 2021
Por suerte, no todas las novedades son nuevas
martes, 21 de septiembre de 2021
Noticia del primer diccionario Wichí-Castellano
lunes, 20 de septiembre de 2021
"Una mesa, buen café y unos libros"
Jorge Bustamante publicó el pasado 12 de septiembre, en La Jornada Semanal, de México, una columna que tiene como eje las reflexiones autobiográficas de George Steiner, presentes en algunos de sus textos más personales. En la bajada, se lee: “Dos libros, entre la vasta obra de uno de los pensadores más contundentes de nuestro tiempo, George Steiner (1929-2020): Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2005) y Errata. El examen de una vida (2009), son el asunto de este artículo. En el sustrato de los grandes temas que lo ocuparon durante su vida, que no fueron pocos, subyace un espíritu lleno de asombro y gratitud por ser ‘un invitado de la vida’”.
viernes, 17 de septiembre de 2021
Un anuncio promisorio de la Fundación El Libro
Ezequiel Martínez es el nuevo director general de la Fundación El Libro
No hay dudas: la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires es uno de los grandes eventos de la escena literaria latinoamericana. Desde que estalló la pandemia, todo se redujo a la modalidad virtual, pero todo indica que el año que viene, entre abril y mayo, volverá a ser presencial.
Ya hace un tiempo que Oche Califa no está más al frente de la Feria. Hoy se anunció la incorporación de Martínez a la Fundación El Libro -quien, entre otras tareas, estará a cargo del evento mayor- mediante un comunicado: el reconocido periodista, gestor cultural y editor argentino Ezequiel Martínez fue “elegido mediante un minucioso proceso de selección que comenzó en junio de 2021″, explican.
Martínez fue Director General de Cultura de la Biblioteca Nacional entre 2016 y 2020, prosecretario de Redacción Sección Cultura y Revista Ñ desde entre 2003 y 2016, así como también de la revista Viva, colaboró en distintos medios como Infobae y tiene un posgrado internacional Gestión y Política en Cultura y Comunicación.
Ha publicado libros de investigación periodística , fue docente en TEA, Universidad de Belgrano y Universidad de Buenos Aires. Además desde 2010 preside la Fundación Tomás Eloy Martínez: es uno de los siete hijos del gran periodista y escritor argentino.
La Fundación El Libro es una entidad civil sin fines de lucro que está constituida por la Sociedad Argentina de Escritores, la Cámara Argentina del Libro, la Cámara Argentina de Publicaciones, el Sector de Libros y Revistas de la Cámara Española de Comercio, la Federación Argentina de la Industria Gráfica y Afines, y la Federación Argentina de Librerías, Papelerías y Afines. De ahora en más, Ezequiel Martínez será el Director General de la Fundación.