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Hasday ben Saprut |
Cuarta y última parte del texto escrito por
Marietta Gargatagli.
(viene de ayer)
La corteza de la letra (IV)
VI
Estas escenas de la traducción medieval tienen
todavía otros lados de sombra. Como se mencionó arriba, gran parte de los
originales árabes se perdieron3 y los que existen se han estudiado de forma
fragmentaria, por lo que resulta muy difícil averiguar algo fundamental: las
lenguas de los traductores. Podemos razonar distintas hipótesis. Por ejemplo,
que los judíos traducían directamente del árabe al latín, porque algunos
sabían latín. No lo desconocían Hasday ben Saprut, el fundador de la
escuela de estudios gramaticales de Córdoba, ni Pedro Alfonso ni Abraham ben
Ezra, y estos casos aislados debieron ser más numerosos más adelante, porque en
1280 Salomón ben Adereth envió una carta a los judíos de Provenza
reprochándoles que estudiaran la lengua latina en detrimento de la Ley (Renan: 1992, 146). Estos
datos, sin duda, son muy escasos como para fundar con ellos una teoría, pero
son útiles para preguntarse otras dos cuestiones: si los judíos españoles no
sabían latín, ¿quién lo sabía?, ¿qué latín se conocía en la Península?
Entre el latín de los eruditos y el romance llano
existía un latín avulgarado, escrito y probablemente hablado por los
semidoctos, que amoldaba las formas latinas a la fonética romance. [...] Ese
latín arromanzado existió también en Francia antes del renacimiento carolingio
que restauró los estudios e impuso un latín más puro. En España debía de usarse
ya al final de la época visigoda; los mozárabes lo llamaban latinum circa romancium,
en oposición al latinum obscurum. Y aunque la reforma cluniasense
trató de purificar el latín en los textos solemnes, los más llanos siguieron
mezclando latín y romance hasta comienzos del siglo XIII (Lapesa, 161).
Debemos conjeturar entonces que sólo una minoría
conocía el latinum obscurum y que dentro de ese pequeño grupo debían
estar los monjes cluniasenses llegados a Toledo con Bernardo de Sédirac «que
hizo venir de Francia varones buenos et letrados, et aun muchachos que eran
guisados para aprender todo bien» (Primera Crónica General de España) (García
Yebra, 1994, 89). Estos «francos», repobladores poderosos de las tierras
conquistadas a los musulmanes, sabían latín. No resulta evidente, en cambio,
que supieran castellano. Casi cien años más tarde de las primeras traducciones
toledanas, Rafael Lapesa todavía encuentra galicismos en las versiones
alfonsíes en las que colaboraron Juan y Guillén Aremón de Aspa, «de nacimiento
u origen gascón y Bernardo el arábigo, cuyo nombre era propio de “francos”».
También sabían latín los otros nombres ilustres de las traducciones medievales
llegados de Inglaterra, Escocia, Cremona, Tívoli o Dalmacia. Lo que
probablemente ignoraran serían los dialectos románicos peninsulares:
castellano, catalán, aragonés.
Pero esta revisión de lenguas resulta todavía
incompleta. Si los judíos hispánicos no tenían suficientes conocimientos de
latín, ¿qué lingua franca utilizaban para trabajar con eruditos
extranjeros que debían desconocer los romances peninsulares? Un fragmento de
Juan Hispalense que figura en la traducción del tratado De anima de
Avicena: «me singula verba vulgariter proferente, et Dominico archidiacono
singula in latinum convertente, ex arabico translatum» (Menéndez Pidal, 1951,
364) permite inferir que el idioma común de arabistas y latinistas era una
lengua vulgar. Según Rafael Lapesa, Gonzalo Menéndez Pidal y otros filólogos,
esa lengua fue el castellano y esto explicaría los hispanismos que Roger Bacon
encontró en las traducciones toledanas. Como traducciones del árabe al latín se
hicieron también en Aragón, castellanizada en el siglo XIV, y Cataluña, debemos
pensar que el catalán o el aragonés cumplieron ese mismo papel. Ahora bien,
algunas parejas, como la formada por Juan Hispalense y Domingo Gundisalvo,
podían tener una lengua romance común, pero no debía ocurrir lo mismo con los
latinistas venidos de fuera: gascones, lombardos, toscanos o ingleses. Los
discípulos del obispo Bernardo de Sauvetat (y él mismo), así como los eruditos
anglosajones, conocían bien el francés, porque
era la lengua oficial en aquellos territorios insulares después de la invasión
normanda (1066), pero nadie ha sugerido que esta lengua o alguna
de sus formas dialectales se utilizara como vehículo de las traducciones
peninsulares.
Sabemos, por otra parte, que el centro de España,
incluida Toledo, se castellanizó en el 1200, que esa lengua se implantó en
Córdoba, Sevilla y Jaén en el siglo XIII, y en Granada, Málaga y Almería en los
siglos XIV y XV. La lenta peregrinación de los judíos andalusíes, que huían de
las persecuciones de almogávares y almohades, hacia los territorios
conquistados por los cristianos coincide con la implantación de otra lengua
romance, que debieron aprender en ese momento, al tiempo o muy poco
antes de que comenzaran a hacerse en Toledo las primeras traducciones del
árabe. Esa nueva lengua romance en el territorio, el castellano, debió
coexistir con formas del dialecto hispánico del sur —el mozárabe o romance
andalusí— del no quedan casi más huellas que algunos refranes y los versos de
la jarchas. Cabe también la posibilidad de que los judíos provenientes de
al-Andalus hubieran conservado algunas de esas formas romances que habrían
hecho más fácil el aprendizaje del castellano. Hipótesis nada extravagante si
recordamos que mantuvieron el judeo-español desde la expulsión de 1492 hasta el
presente. Pero no hay documentación que permita afirmar que los judíos de
al-Andalus o los mozárabes del siglo XII supieran otro idioma que el árabe,
tanto clásico como vulgar.
Aquellas traducciones del árabe al latín nos
obligan a postular un complicado túnel del lenguas, algunas de ellas ignotas,
otras recién aprendidas. El francés, el castellano o el catalán podían servir
como lenguas vehiculares, pero si los traductores no tenían una lengua romance
en común debemos suponer que en vez de tres lenguas se utilizaban cuatro, por
ejemplo: árabe, castellano, francés (o un dialecto franco) y latín. Cuando los
traductores podían entenderse en un mismo romance, sólo era necesario utilizar
tres idiomas. Este esquema supone varios pasos que no contradicen lo que
sabemos de las escrituras medievales. Son bastante comunes los diferentes
borradores de un mismo texto, lo que Gonzalo Menéndez Pidal llama, hablando de
las traducciones alfonsíes, los cuadernos de trabajo, que podían
provenir de lo oral, la pronunciatio, extensa práctica medieval que
permitía que diversos copistas tomaran al dictado un texto.
Pero este modelo, aunque resulta bastante
verosímil, no explica un rasgo que se ha atribuido, en general, a estas
versiones: el literalismo. De participar diversas lenguas en el proceso, la
frase latina, como observó Jourdain (1843: 19), no resultaría un mero calco de
la árabe. Para que esto ocurriese, el traductor del árabe al latín debía ser uno
solo o, como mucho, dos. Y esto nos vuelve al principio del razonamiento. No es
imposible pensar que algunos judíos sabían latín, un poco de latín, el
suficiente como para devastar la obra y superponer sobre cada frase o palabra
árabe la forma latina. No cabe duda de que otras personas corregirían ese
borrador, la çeda, como se llamó a esa fase de la traducción hasta el
siglo XV. La traducción directa se practicó en el sur de Italia, el otro gran
centro de traducciones medievales del árabe (Renan: 1992, 147) y es verosímil
que algo semejante ocurriera en la Península. De hecho, los judíos que desempeñaban
tareas de trujamanes en la
Corona de Aragón debían conocer bien el latín, porque no
existen documentos escritos en catalán hasta finales del siglo XII ni era esta
la lengua de la corte.
Todo esto nos permite conjeturar que las versiones
del siglo XII, tan complejas de describir, no debieron hacerse con métodos
homogéneos. El trabajo e incluso la comunicación entre arabistas y latinistas
postula un arco bastante amplio de posibilidades. Limitar las lenguas
vehiculares al castellano o no darle ese papel al latín arromanzado que existía
en ese momento (y que muchos judíos podían perfectamente conocer), oscurece en
cierto modo los rasgos más peculiares de estas versiones: la
«internacionalidad» de la empresa, la pasión por el saber que superaba todos
los escollos e incluso las prohibiciones expresas de los autores de
estos textos. Y esta última observación, que permite entender en parte los
sentimientos de una sociedad, la árabe, condenada ya a la desaparición, está
documentada en fuentes del siglo XII. La hace Ibn Abdun, en Sevilla a comienzos
del siglo XII, traducido en 1948 por Lévi-Provençal y García Gómez: «No
deben venderse a judíos ni cristianos libros de ciencia, salvo los que traten
de su ley, porque luego traducen los libros científicos y se los atribuyen a
los suyos y a sus obispos, siendo así que se trata de obras musulmanas»
(Castro: 1987, 151).
Las versiones del siglo XIII, esencialmente a las
lenguas romances, no debieron ser más fáciles, pero postulan una empresa que
podríamos llamar nacional. Las traducciones y escritos originales que
Alfonso X amparó en Toledo y Sevilla dieron forma y elegancia a la prosa
castellana y no fueron ajenos a estos logros los científicos y traductores
judíos que ya sabían escribir en esa lengua. Más aún, como judíos y
después como conversos no fueron ajenos a la vida cultural castellana hasta los
siglos de oro. Los traductores que trabajaron para el Marqués de Santillana o
para el rey Juan II eran de linaje judío, como muchos escritores de los siglos XIV,
XV y XVI: Sem Tob, Juan de Mena, Juan de Lucena, Hernando del Pulgar, los
poetas del Cancionero de Baena y el propio Alfonso de Baena, Diego de Valera,
Fernando de la Torre,
Rodrigo Cota, Teresa de Cartagena, Alonso de Cartagena, Fernando de Rojas, Juan
Álvarez Gato, Diego de San Pedro, Luis Vives, Fray Luis de León, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús y
Antoinette Loupes, la madre de Montaigne.
Domínguez Ortiz (1988, 1991) también sugiere que
fueron conversos Benito Arias Montano, Antonio de Nebrija, Alonso Fernández de
Palencia, Alonso Fernández de Madrigal, el Tostado, Hernando de
Talavera, Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, Francisco de Encinas,
Baltasar Gracián, Huarte de San Juan, Luis de Góngora, Andrés Laguna, Nicolás
Oliver y Fullana, Miguel Servet, Mateo Alemán y Bartolomé de las Casas.
No podemos afirmar que exista ningún tipo de
identidad entre los judíos y los que se convirtieron al cristianismo: sin
embargo, es evidente que tuvieron una función muy semejante en las sociedades
donde vivían. Hasta 1492 intermediaron entre culturas, el Oriente que
desaparecía y la Europa
que iba construyendo su modernidad. Después de las matanzas, las prohibiciones
y la expulsión, los judíos que siguieron habitando estos territorios se
convirtieron o se disfrazaron, pero la clase más ilustrada de los
demoníacamente llamados cristianos nuevos no tuvo ningún otro lugar que
los espacios de la cultura: la escritura, la enseñanza, la traducción.
Corresponde a quienes reflexionan sobre la
traducción señalar el lugar privilegiado que tuvieron esos otros españoles en
la historia de la transmisión de los saberes y las ideas. Ellos, nuestros
judíos, como los llamaba Alfonso el Sabio, tuvieron la delicadeza de dejarnos
lo que Fray Luis de León denominó «la corteza de la letra», el esplendor de las
palabras.
1. Manuel Alonso Alonso menciona la existencia,
entre los siglos XII y XIII, de hasta nueve Iohanes Hispanus, localizados en
muy diversos reinos cristianos, en Portugal, Francia, Italia e Inglaterra
(Alonso: 1943, 168).
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