Rolando Costa Picazo |
“Una edición crítica y comentada del argentino Rolando Costa Picazo, en dos grandes
tomos.” En estos términos anuncia El Cultural, de el diario uruguayo El País, la publicación de la tercera
traducción argentina de Ulises, de James Joyce, en una nota firmada por Lazslo Elderyi el pasado 24 de febrero.
James
Joyce rioplatense entre la mujer y la luna
Con el Ulises de James Joyce,
quizá la mejor novela jamás escrita, pasa en estos días algo curioso: es
percibida, con suerte, como una obra bellísima pero de gran complejidad que
solo pueden disfrutar un puñado de especialistas y que yo, lector común, algún
día tendré la suerte de disfrutarla, aunque sea en parte. Con suerte, porque
hay importantes núcleos de lectores que ignoran su existencia. ¿El Ulises?
¿Qué es eso? Entonces, entre mirarla con devoción desde lejos, o no saber qué
es, lo que queda es un verdadero desastre. Casi un apocalipsis cultural, pues
se trata de una novela clave para la modernidad, la que inventó todos los
géneros de la literatura que se desarrollaron a lo largo del siglo XX y el
actual, la que todavía parece escrita hoy, la que provoca con revulsión, pero
no como las catarsis que ocurren en redes sociales: la que le saca a cada
lector la mierda que lleva bien adentro y, al exponerla, lo convierte en mejor
persona. Es una novela terapéutica.
SONORIDAD POÉTICA
Hay formas de entrar al universo del Ulises de a poquito, sin verse abrumado. Es un libro que transcurre en Dublín durante un solo día, el 16 de junio de 1904, donde cada capítulo relata lo que sucede en cada hora de ese día, una tras otra. Tiene tres personajes centrales, el viejo Bloom, el joven Stephen y la esposa adúltera del primero, Molly, pero es una novela de una enorme complejidad. Como explicó luego el propio Joyce, “he incluido tantos enigmas y acertijos que mantendrán atareados a los profesores durante siglos acerca de lo que quise decir, y esa es la única manera de asegurarnos la inmortalidad”. Error; no es la única manera. El Ulises posee pasajes de tal belleza, sonoridad poética y provocación intelectual que pueden llevar a cualquier lector, incluso a los más desprevenidos, por un viaje de descubrimiento y fascinación. “Es un libro de autoayuda” llegó a decir Declan Kiberd, quizá el mayor especialista vivo sobre el Ulises. Una novela que supo sobrevivir a múltiples censuras, porque ciertas personas la consideraron obscena.
La cuestión es dónde están esos pasajes mágicos, las llaves que permiten entrar al Ulises. El gran debate actual en este hemisferio se centra en sus traducciones al español. El País Cultural dedicó en 2015 una nota de tapa a la nueva versión en español rioplatense del Ulises, la del argentino Marcelo Zabaloy (El cuenco de plata). No era la primera, estaba la clásica de hace 70 años, la del también argentino Salas Subirat, un vendedor de seguros (Zabaloy, a su vez, es instalador de sistemas eléctricos), a la que siguieron versiones ibéricas como la de Valverde o la de García Tortosa y Venegas, que sonaban muy “españolas”. Zabaloy insistió en traducir la obra a un español rioplatense, no tanto porteño como uruguayo y del interior argentino. Es una versión que fluye magnífica, sobre todo porque mantiene con vigor la sonoridad poética del original. Es música para cualquier oído lector.
Cuando se publicó la versión de Zabaloy se sabía que había otra traducción argentina en proceso, la del profesor Rolando Costa Picazo, que acaba de publicarse. La cuestión entre especialistas volvió con pasión al terreno futbolístico: son tres versiones argentinas contra dos españolas. Y sin Messi.
EL JUICIO DEL TRADUCTOR
A diferencia del Ulises de Zabaloy que se publicó en un solo tomo (como el Ulysses original de 1922), la editorial Edhasa sacó la versión de Costa Picazo en dos tomos, con un total de 1.800 páginas y un peso 2,250 kgs. Está acompañada con muchas notas al pie de cada página, 2, 3 o hasta 7, aclarando referencias o brindando pistas para entender qué quiso decir Joyce cuando escribió, por ejemplo, sobre “el amor que no se atreve a pronunciar su nombre” (la nota explica que es sobre la homosexualidad), que a su vez remite a otras notas en diferentes partes del libro, una sobre Oscar Wilde. A diferencia de la versión de Zabaloy, que nos tira la versión del texto con poca ayuda (igual que el Ulysses más difundido hoy, la versión en inglés de Penguin Classics, prologada por Declan Kiberd), la de Costa Picazo viene con mucha ayuda, tanto que cada página se divide casi en dos, arriba con el texto del Ulises en letra grande, y abajo las notas al pie en letra más chica. La tentación de ir de arriba hacia abajo y volver, de forma permanente, tratando de entender qué quiso poner Joyce, es un obstáculo para que los lectores nuevos disfruten de la sonoridad poética del texto. Y es esa sonoridad, precisamente, la que convierte a la novela en acto poético, pues envuelve y transporta, colocando al lector frente a los misterios que llaman para ser descubiertos, interpretados.
Pero si olvidamos las notas al pie, la traducción de Costa Picazo fluye en líneas generales casi con el mismo espíritu que la de Zabaloy. Es una versión para la gente de acá, de Uruguay, Argentina, Colombia, Chile y, por qué no, del resto de Hispanoamérica. Cantarán loas todos los que sufrieron con la españolísima traducción de Valverde. Llegar a esto, claro, no es un trámite sencillo.
Uno de los párrafos de mayor belleza que contiene el Ulises es aquél donde Bloom reflexiona sobre las similitudes entre la mujer y la luna: “¿Qué afinidades especiales le parecía que existían entre la luna y la mujer? Su antigüedad en preceder y sobrevivir a sucesivas generaciones telúricas; su predominio nocturno; su dependencia satelital; su reflejo luminar; su constancia bajo todas las fases, el salir y ponerse a sus horas fijadas; la forzosa invariabilidad de su aspecto; su respuesta indeterminada a una interrogación inafirmativa; su potencia sobre aguas afluentes y refluentes; su poder de enamorar, de mortificar, de revestir de belleza, de enloquecer; de incitar y ayudar a la delincuencia; la tranquila inescrutabilidad de su rostro; lo terrible de su aislada, dominante, implacable, resplandeciente propincuidad; sus augurios de tempestad y de calma; la estimulación de su luz, de su movimiento y de su presencia; la admonición de sus cráteres, sus áridos mares, su silencio; su esplendor, cuando visible; su atracción, cuando invisible”. (Tomo II, página 702, traducción de Costa Picazo)
El nuevo traductor argentino decide, al igual que Zabaloy, traducir de forma literal el término propinquity como propincuidad, palabra que existe en español y refiere a algo allegado, cercano, próximo, pero que en realidad a usted, lector, lo deja afuera porque es un término que no entiende. Podrían haberlo traducido como “cercanía”, y la frase habría quedado así: “lo terrible de su aislada, dominante, implacable, resplandeciente cercanía”. Mejor, ¿no? Aun así, Zabaloy le dijo una vez a este cronista que él prefería la palabra propincuidad, porque existía y porque sonaba lindo. A Joyce, esto, le habría encantado.
SONORIDAD POÉTICA
Hay formas de entrar al universo del Ulises de a poquito, sin verse abrumado. Es un libro que transcurre en Dublín durante un solo día, el 16 de junio de 1904, donde cada capítulo relata lo que sucede en cada hora de ese día, una tras otra. Tiene tres personajes centrales, el viejo Bloom, el joven Stephen y la esposa adúltera del primero, Molly, pero es una novela de una enorme complejidad. Como explicó luego el propio Joyce, “he incluido tantos enigmas y acertijos que mantendrán atareados a los profesores durante siglos acerca de lo que quise decir, y esa es la única manera de asegurarnos la inmortalidad”. Error; no es la única manera. El Ulises posee pasajes de tal belleza, sonoridad poética y provocación intelectual que pueden llevar a cualquier lector, incluso a los más desprevenidos, por un viaje de descubrimiento y fascinación. “Es un libro de autoayuda” llegó a decir Declan Kiberd, quizá el mayor especialista vivo sobre el Ulises. Una novela que supo sobrevivir a múltiples censuras, porque ciertas personas la consideraron obscena.
La cuestión es dónde están esos pasajes mágicos, las llaves que permiten entrar al Ulises. El gran debate actual en este hemisferio se centra en sus traducciones al español. El País Cultural dedicó en 2015 una nota de tapa a la nueva versión en español rioplatense del Ulises, la del argentino Marcelo Zabaloy (El cuenco de plata). No era la primera, estaba la clásica de hace 70 años, la del también argentino Salas Subirat, un vendedor de seguros (Zabaloy, a su vez, es instalador de sistemas eléctricos), a la que siguieron versiones ibéricas como la de Valverde o la de García Tortosa y Venegas, que sonaban muy “españolas”. Zabaloy insistió en traducir la obra a un español rioplatense, no tanto porteño como uruguayo y del interior argentino. Es una versión que fluye magnífica, sobre todo porque mantiene con vigor la sonoridad poética del original. Es música para cualquier oído lector.
Cuando se publicó la versión de Zabaloy se sabía que había otra traducción argentina en proceso, la del profesor Rolando Costa Picazo, que acaba de publicarse. La cuestión entre especialistas volvió con pasión al terreno futbolístico: son tres versiones argentinas contra dos españolas. Y sin Messi.
EL JUICIO DEL TRADUCTOR
A diferencia del Ulises de Zabaloy que se publicó en un solo tomo (como el Ulysses original de 1922), la editorial Edhasa sacó la versión de Costa Picazo en dos tomos, con un total de 1.800 páginas y un peso 2,250 kgs. Está acompañada con muchas notas al pie de cada página, 2, 3 o hasta 7, aclarando referencias o brindando pistas para entender qué quiso decir Joyce cuando escribió, por ejemplo, sobre “el amor que no se atreve a pronunciar su nombre” (la nota explica que es sobre la homosexualidad), que a su vez remite a otras notas en diferentes partes del libro, una sobre Oscar Wilde. A diferencia de la versión de Zabaloy, que nos tira la versión del texto con poca ayuda (igual que el Ulysses más difundido hoy, la versión en inglés de Penguin Classics, prologada por Declan Kiberd), la de Costa Picazo viene con mucha ayuda, tanto que cada página se divide casi en dos, arriba con el texto del Ulises en letra grande, y abajo las notas al pie en letra más chica. La tentación de ir de arriba hacia abajo y volver, de forma permanente, tratando de entender qué quiso poner Joyce, es un obstáculo para que los lectores nuevos disfruten de la sonoridad poética del texto. Y es esa sonoridad, precisamente, la que convierte a la novela en acto poético, pues envuelve y transporta, colocando al lector frente a los misterios que llaman para ser descubiertos, interpretados.
Pero si olvidamos las notas al pie, la traducción de Costa Picazo fluye en líneas generales casi con el mismo espíritu que la de Zabaloy. Es una versión para la gente de acá, de Uruguay, Argentina, Colombia, Chile y, por qué no, del resto de Hispanoamérica. Cantarán loas todos los que sufrieron con la españolísima traducción de Valverde. Llegar a esto, claro, no es un trámite sencillo.
Uno de los párrafos de mayor belleza que contiene el Ulises es aquél donde Bloom reflexiona sobre las similitudes entre la mujer y la luna: “¿Qué afinidades especiales le parecía que existían entre la luna y la mujer? Su antigüedad en preceder y sobrevivir a sucesivas generaciones telúricas; su predominio nocturno; su dependencia satelital; su reflejo luminar; su constancia bajo todas las fases, el salir y ponerse a sus horas fijadas; la forzosa invariabilidad de su aspecto; su respuesta indeterminada a una interrogación inafirmativa; su potencia sobre aguas afluentes y refluentes; su poder de enamorar, de mortificar, de revestir de belleza, de enloquecer; de incitar y ayudar a la delincuencia; la tranquila inescrutabilidad de su rostro; lo terrible de su aislada, dominante, implacable, resplandeciente propincuidad; sus augurios de tempestad y de calma; la estimulación de su luz, de su movimiento y de su presencia; la admonición de sus cráteres, sus áridos mares, su silencio; su esplendor, cuando visible; su atracción, cuando invisible”. (Tomo II, página 702, traducción de Costa Picazo)
El nuevo traductor argentino decide, al igual que Zabaloy, traducir de forma literal el término propinquity como propincuidad, palabra que existe en español y refiere a algo allegado, cercano, próximo, pero que en realidad a usted, lector, lo deja afuera porque es un término que no entiende. Podrían haberlo traducido como “cercanía”, y la frase habría quedado así: “lo terrible de su aislada, dominante, implacable, resplandeciente cercanía”. Mejor, ¿no? Aun así, Zabaloy le dijo una vez a este cronista que él prefería la palabra propincuidad, porque existía y porque sonaba lindo. A Joyce, esto, le habría encantado.