A propósito de la columna de Guillermo Piro en
el diario Perfil, se ofrece hoy esta
otra, publicada por Marietta Gargatagli en El Trujamán el 22 de mayo de
2002.
Traducción: femenino y singular
Suele
decirse, en tono conspirativo, que las traducciones de Jorge Luis Borges fueron
hechas por su madre: Leonor Acevedo. De ser cierta esta afirmación, la historia
literaria debería recuperar la obra de esta mujer, nacida en 1876, y a la que
su tiempo privó de estudios aunque no de cultura. Se ocupó de William Saroyan,
de Nathaniel Hawthorne, de Herbert Read; también, según su hijo, de las
versiones de Herman Melville, Virginia Woolf y William Faulkner que se le
atribuyen. Dirimir la autoría de estos trabajos no es fácil; lo más probable es
que Leonor Acevedo redactara una çeda, un borrador a la manera medieval,
que luego sería corregido por ambos. Justificarían este procedimiento las
dificultades visuales del escritor y el desinterés que tenía por la extensión
de estos menesteres. A él le bastaba un fragmento (y la lista de autores que
tradujo de este modo es impresionante) para probar, aceptar o rechazar un
estilo. Como experimento o reflexión, la traducción ocupó un alto lugar; como
práctica profesional, quizá solo fue tolerable si podía compartirla con
alguien. La lista de sus colaboradores en esta materia es bastante larga:
Ulises Petit de Murat, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Roberto Alifano, María
Kodama. También su madre.
La
presencia de Leonor Acevedo de Borges en esta nómina no debe llamar la
atención. Existe un precedente notable: la ayuda que ofreció Jeanne Weil a su
hijo: Marcel Proust. Según George D. Painter, su biógrafo, para la traducción
de The Bible of Amiens de Ruskin utilizó su valiosa ayuda. «La paciente
Mme Proust efectuó una traducción literal, palabra por palabra, en varios
cuadernos escolares con tapas rojas, verdes y amarillas. Las limitaciones
comprobadas de los conocimientos de inglés que tenía Proust parecen de
formidable importancia, pero no le impidieron conocer la obra de Ruskin.
Incluso en el caso de suponer que el mérito de la fidelidad recayera en la
madre de Proust, y que los errores de bulto debieran atribuirse a él, no cabe
duda de que la elegancia de la traducción, la profunda comprensión del más
recóndito significado de la obra de Ruskin y la participación en el modo de
sentir del maestro, corresponden exclusivamente a Proust».
No tener
voz propia y desaparecer tras el anonimato parece ser un destino femenino:
estas madres, al escribir para la gloria de sus hijos, repitieron una historia
de siglos. Sin embargo, ¿en qué se diferencia este silencioso devenir, de la
mudez inefable, el impostado disimulo, la prudente discreción de todos los
traductores?
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