Juan
Villoro, se sabe, es un escritor de genio. Lo prueba, una vez más, con este
breve artículo que publicó acompañando el que publicamos ayer, en la misma
edición de El País Semanal.
Chingando a toda pastilla
Mi
padre nació en Barcelona, mi madre en Yucatán y yo en Ciudad de México. “La
lengua común que nos separa”, dice un conocido refrán para referirse a los países
que hablan español. Crecí con tres nombres para las mismas cosas. En
nuestra versión lingüística de la Sagrada Familia , el padre, la madre y el niño
usábamos tres palabras para el color de mi mochila:
marrón, atabacado o café.
Naturalmente, había una jerarquía de los idiomas. Nuestro
hábitat reproducía las aventuras del español en el mapamundi: mi padre hablaba
con la autoridad de quien tiene “denominación de origen” y además es profesor;
mi madre se las arreglaba para adaptar eso a las necesidades de la casa, y yo
hablaba como podía. La
Real Academia , las voces de provincia y el influjo de la
calle se mezclaban en la mesa, con distintos grados de aceptación. Mi padre
–que usaba la prestigiosa palabra “peonza” en vez de la vernácula “trompo”–
ejercía los derechos de quien ocupa la cabecera y me censuraba por exclamar
“¡chin!”. Esta expresión me parecía simpática, parecida al “glug-glug” con que
se ahogaban las caricaturas. Como buen filósofo, mi padre me reprendía con
explicaciones: “No uses ese apócope”. Durante años pensé que “apócope” era una
injuria. Tardé mucho en saber que “chin” era una abreviatura del verbo más
popular de México: “chingar”.
Disponer de modismos diferentes nos hacía sentir originales.
Mi abuela yucateca usaba palabras
mayas, le decía tuch al ombligo y xixa a las migajas. Nos
entusiasmaba la posibilidad de ser incomprensibles. No éramos ricos, pero
hablábamos raro. Por desgracia, los demás nos acababan entendiendo. No teníamos
el lenguaje cifrado de los espías, la dramática tara de Babel o la alucinada
elocuencia de los chiflados. Éramos comprensibles; es decir, banales.
He
encontrado esa pasión por el lenguaje privado en tertulias con amigos
hispanohablantes donde cada quien trata de ser único y hermético. Buscamos
demostrar que en nuestros países nada se dice del mismo modo, hasta que
descubrimos que llevamos horas hablando sin problemas de la dificultad de
entendernos.
La verdad, es casi imposible que los variados herederos de
Cervantes practiquen el selectivo privilegio de no entenderse. Un millón de
palabras diferentes nos conducen a malentendidos y transitorias fugas de
significado, pero cuando creemos estar en una selva oscura, volvemos al
ordenado jardín de la lengua compartida.
Las
diferencias existen, claro está. A veces jugamos a exagerarlas y otras a
ignorarlas por completo. Me parece enriquecedor que en España se use el
vosotros, se distinga la pronunciación de la “ce” y la “zeta” de la “ese”, y
que el lenguaje se renueve con expresiones contraculturales como “a toda
pastilla”, prueba de que la velocidad es adictiva.
Escribir desde América Latina supone un trato peculiar con
los vocablos. Existen lenguas anteriores (el guaraní, el quechua,
el náhuatl); en consecuencia, somos nativos en un lenguaje adquirido. La
relación con las palabras es más frágil cuando ahí detrás hay otras palabras.
Expresiones españolas tan frecuentes como “que te lo digo yo”
o “las cosas como son” carecen de fortuna en América Latina, porque la realidad
y el lenguaje no siempre se hablan de tú. Cuesta trabajo ser literal en
culturas donde las palabras fueron instrumento de dominación. Aprenderlas llevó
a una apropiación peculiar, donde alterar el idioma significaba resistir.
La colonia vio nacer un español lleno de valores entendidos,
alusiones indirectas, mezclas híbridas con las lenguas originarias.
Inevitablemente, también aquí “las cosas son”, pero sobran maneras de decirlo y
escribir adquiere cierta condición exploratoria. Esto fomenta la incertidumbre,
pero también la creatividad y aun el disparate (recordemos el humor voluntario
de Cantinflas para hablar sin sentido y el humor involuntario de los políticos,
que declaran para ocultar los hechos).
Una de las mayores conquistas de la Academia
Mexicana de la Lengua fue
que se aceptara el uso de la palabra “españolismo”. También Castilla puede caer
en excesos de regionalismo.
España tiene inmensos traductores (baste mencionar a Javier
Marías y su Tristram Shandy o José María Micó y su Orlando furioso), pero son
tantos los libros que ahí se traducen que con frecuencia parten de la
hipótesis, más atribuible al desdén que a sueños imperiales, de que los
españolismos son cosmopolitas. Fuera de la Península , resulta absurdo que un teniente del
imperio austrohúngaro creado por Arthur Schnitzler diga que un hombre fornido
es un “tío cachas” o que un rubicundo personaje de J. M. Coetzee tenga “michelines”.
Hay casos en verdad descomunales, como el de la novela de Don
Winslow El poder
del perro, ubicada
en la frontera entre México y Estados Unidos, y donde los agentes de la migra y
los sicarios hablan como personajes de una narcozarzuela, improbable Verbena de la Paloma con cocaína. En una obra tan dialogada
como ésa, que se adentra en los bajos fondos, los regionalismos son válidos. Lo
extraño es que no se acuda a los de la zona, que no pertenecen a una tribu
exigua, sino al país con más hispanohablantes del planeta.
Como en la mesa de mi infancia, España ha ocupado la cabecera
del idioma, pero la suerte de los platillos se ha decidido en diversos sitios.
Me parece sintomático que el escritor de habla hispana con mayor influencia en
los últimos años sea Roberto Bolaño. Sus detectives salvajes combinan
localismos de todos los países. Con desenfado, uno de sus personajes mexicanos
dice “guardabarros” por “salpicaderas” sin perder carta de identidad.
Muchos años después de enterarme de que “chin” es apócope de
“chingar” –es decir, “joder”–, el español continúa su promiscuo y fecundo
intercambio de vocablos. Aunque es prestigioso suponer que no nos comprendemos
y que cada uno de nosotros habla un lenguaje propio, tarde o temprano
entendemos los caprichos de un idioma que se la pasa chingando a toda pastilla.
Excelente.
ResponderEliminarMuy interesante artículo. Me permito sugerir que incluyan botones de FB, Twitter, etc. para compartir sus contenidos. Saludos.
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