Poeta y académico, el chileno Bruno Cuneo (foto) publicó, el pasado 16 de enero, en la revista Santiago, de la Universidad Diego Portales, este artículo, donde reflexiona sobre la traducción de poesía realizada por sus compatriotas en relación con el desarrollo del género poético en Chile.
Traducciones perdidas
Lost in Translation es un título genial, pero los encargados de traducirlo al español no se complicaron las cosas y se decantaron por Perdidos en Tokio, como se conoció en Hispanoamérica la taquillera película de Sofía Coppola. En toda traducción se pierde algo y traducir es por eso mismo una práctica melancólica, le escuché decir una vez al filósofo Pablo Oyarzún, quien ha traducido mucho y ha reflexionado mucho también sobre el tema. Otro amigo filósofo, Andrés Claro, escribió un libro completísimo sobre los aspectos literarios, epistemológicos y éticos de la traducción, de manera que lo que yo pueda decir sobre este asunto es a todas luces irrelevante: mis amigos me salvan a menudo de mis limitaciones.
De lo que sí puedo hablar es de algunas traducciones perdidas (lost translations) publicadas en Chile y realizadas además por poetas. Revisando en mi biblioteca, me topé con algunas que he ido adquiriendo con los años, como la que hizo Nicanor Parra de 50 poetas rusos o la de Jorge Teillier de 31 poemas de Sergéi Esenin, aunque ambos las efectuaron únicamente de la “versión poética” o le dieron forma literaria a la “literal” realizada por otros (José Vento, Gabriel Barra). En la misma repisa seguían tres traducciones de Shakespeare: la de Neruda de Romeo y Julieta, la de Parra de El rey Lear y la de Zurita de Hamlet. Estas últimas, es verdad, no están perdidas; al contrario, son relativamente recientes, pero la de Neruda aún sorprende a algunos que exista y creen que me la invento. El amante desesperado, el monarca amenazado por sus herederos, el atormentado por los fantasmas: las tres traducciones podrían ser una clave incluso para conocer a sus traductores.
Cuando un poeta traduce la obra de otro es porque algo de lo que allí se dice no ha podido decirlo él mismo o bien, porque admira tanto esa obra que traducirla es una manera de recrearla como una obra suya. Es un acto de apropiación creativa, podríamos decir, y una manera no polémica también de resolver la llamada “angustia de las influencias”, aunque pueden existir razones menos espirituales e incluso peregrinas.
Hace unos años descubrí que Samuel Beckett había traducido “Recado Terrestre”, el poema de Gabriela Mistral sobre Goethe, y lo di a conocer en una revista chilena, no sin antes pedirles alguna información a sus editores ingleses, que sabían de su existencia, pero no se animaban aún a incluirla en el volumen que recopila sus traducciones. “Fue una peguita para comer”, me respondió John Pilling, que llegó a la cita (yo estaba en Inglaterra) con Lagar bajo el brazo y acompañado de James Knowlson, el biógrafo de Beckett y fundador de su archivo en la Universidad de Reading. Un poco decepcionado por la respuesta, traté de defender su valor literario y la motivación que habría tenido Beckett para realizarla el mismo año en que escribía Esperando a Godot y cuando aún no era Beckett. Me escucharon respetuosamente, pero no se movieron un centímetro de sus posiciones. “Es probable que de mi oscura y absurda vida yo sepa muy poco”, espetó Pilling, sacando a relucir la típica autoironía inglesa. “Pero de esto al menos yo sé: esa palabrita [que no recuerdo] no la usaba nunca Beckett por esa época, de manera que aquí también hay otra mano y no demasiado buena”. Fin de la discusión, el resto fueron anécdotas y preguntas sobre los mineros atrapados en el norte de Chile.
El hecho, en todo caso, me llevó a imaginar después un libro que recopilaría todas las traducciones de poetas chilenos realizadas por poetas extranjeros y que sería algo así como una réplica invertida de Poesía universal traducida por poetas chilenos, una antología que publicó Jorge Teillier el año 1996 y que contiene varios hallazgos, sin contar que las versiones son más de 100 y fueron realizadas a partir de varios idiomas, incluido uno tan poco familiar como el rumano, cuyo administrador local fue siempre el poeta Omar Lara. Mi libro no prosperó, así que me detendré un poco más en este libro, el último de Teillier y que seguía en mi repisa a continuación de las versiones de Shakespeare.
Entre los hallazgos de la antología contaría, en primer lugar, las traducciones que hace Neruda de algunos poemas de Baudelaire y Joyce, y que evocan el tono y el imaginario de las Residencias, funesto, monótono y como estancado en un tiempo que no ofrece desarrollo o vampiriza la vida. Diego Maquieira, por su parte, traduce “Definiciones para Mendy”, un largo poema de David Antin, que ahora último tiene por aquí un revival y ha sido traducido también por los poetas Andrés Anwandter y Germán Carrasco. El poema es extraño y sugerente, como “Oración fúnebre” de Pär Lagerkvist, que Ángel Cruchaga Santa María tradujo del sueco y cuyo hablante añora la fealdad y rusticidad de una amada muerta. Traductor siempre sólido, Armando Uribe figura trasladando a nuestra lengua a Leopardi, Pound, Eliot, Montale y Rimbaud, y en todas sus versiones está presente ese fraseo exasperado que le era tan propio y, en general, su manejo ejemplar de los recursos poéticos, por ejemplo, de las aliteraciones. Es uno de los que más traduce, también Waldo Rojas, Jorge Teillier y Rosamel del Valle, cada uno de varios idiomas distintos, que tal vez ni siquiera conocieran a fondo. Da lo mismo: les sobra el léxico y el oído fino que poseen los poetas y muy escasamente los filólogos o los traductores profesionales.
La antología tiene también cosas curiosas, sin contar que Mistral, De Rokha y Lihn son los únicos poetas de talla mayor que parecen no haber traducido a nadie. Huidobro, por ejemplo, no aparece traduciendo del francés sino del alemán, a Hölderlin y Heine, y Elicura Chihuailaf traduce a un poeta italiano de nombre Gabrielle Milli, del que no encuentro más noticias en la red salvo que lo tradujo Chihuailaf y viceversa. Tampoco encuentro mucho sobre un poeta irlandés de nombre Mugron Dixit y otro árabe de nombre Hannud Ben Ismail, que traducen Roque Esteban Scarpa y Hernán Galilea. Salvo estos casos, el resto de los poetas traducidos son todos conocidos y también incuestionables, y la única omisión importante sería la traducción que hiciera Fernando Alegría de Howl, el poema de Allen Ginsberg, solo un año después de que apareciera en Estados Unidos y mientras era llevado a juicio.
Demasiado anecdótico todo esto, habría que tomar distancia y cerrar con una valoración aérea. La poesía chilena, pienso, es la única tradición artística consistente de este país, en parte porque hay una historia de marcas difíciles de batir, en parte también porque los poetas chilenos no han sido nunca provincianos. Traducir a otros poetas, decía Pound, que hizo de la traducción un arte, es un modo de ser cosmopolita, de favorecer el intercambio de formas y pensamientos, de eliminar los cercos y permitir que circule el aire. César Aira piensa, por el contrario, que traducir es un “necio pasatiempo adolescente”, que mejor sería aprender bien francés para leer, por ejemplo, directamente a Baudelaire sin compartirlo con nadie. Extraña idea que, de ser cierta, habría privado a los franceses de leer a Poe mejor que en Norteamérica. Por lo demás, los poetas no traducen únicamente para leer o para difundir a otros, lo hacen también para satisfacer un deseo mimético y para probar la resistencia del lenguaje. A ver si un buen poema puede ser un buen poema en mi propio idioma, a ver si se la puede.
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