lunes, 7 de julio de 2025

Dónde estamos detrás de un nombre común

El pasado 4 de julio, el crítico y ensayista Daniel Link publicó la siguiente columna de opinión en el diario Perfil, de Buenos Aires. Plantea un problema de difícil solución con el que nos topamos a diario.

Pinta tu aldea

En un seminario sobre artes visuales, hablé sobre el nombre “Latinoamérica”. Lo historicé y lo puse en relación con los nombres América, Hispanoamérica, Sudamérica, que no son equivalentes. Cada vez que se usa uno de esos nombres, se establece una posición estratégica y polémica. “Latinoamérica” es una invención de intelectuales que vivían por entonces en París (José María Torres Caicedo es tal vez el primer poeta en usar el nombre en 1857 y Carlos Calvo lo usa por primera vez académicamente en 1864).

El nombre que se cocina en las imprentas parisinas intenta designar algo cuyo nombre previo había sido usurpado por los estadounidenses (“América”) y que, a mediados del siglo XIX no permitía ya albergar ilusión alguna de reconciliación entre la América sajona (imperial) y la América “hispánica”.

El nombre, sin embargo, no prende. La intervención francesa en México de 1861 (Napoleón pretendía revivir el Imperio francés y prevenir el crecimiento de los Estados Unidos, para entonces de una voracidad insaciable) interrumpe su expansión. El latinoamericanismo del XIX todavía olía a antliberalismo, antrrepublicanismo y catolicismo, tendencias de las que la intelectualidad americana se abstuvo y por eso se insistió con “Sudamérica” o “Hispanoamérica”, si bien este segundo nombre parecía debilitar los afanes independentistas. Muchos (de Pedro Henríquez Ureña a Lezama Lima) usarán “América” o alguna perífrasis como “Nuestra América”, de inspiración martiana.

Recién en la década del 60 del siglo XX, “Latinoamérica” se convertirá en un nombre estrella de la cultura pop. Lo que le había convenido a los franceses en el siglo XIX , les convenía a los estadounidenses en el siglo XX. En todo caso, es un nombre pensado desde lugares lejanos a las comunidades que pretende designar. Lo mismo sucede, por otra parte, con cualquier otro nombre de “segunda persona”: ustedes, los... (completar con lo que se quiera).

Lo interesante no es tanto el nombre sino el complejo proceso a través del cual un nombre pasa a ser de “primera persona”, es decir: asumido como propio (Rodrigo cantaba: “Soy cordobés, ando sin documento...”, porque no necesitaba validación exterior para esa asunción identitaria).

Como propio, todo nombre supone una comunidad de destino (“Al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano”, escribió Borges en 1943 y lo repitió en 1964). ¿Sabremos cuál es nuestro destino latinoamericano?

Henríquez Ureña trató de evitar toda tentación totalizadora (por totalitaria): “Nunca la uniformidad, ideal de imperialismos estériles; sí la unidad, como armonía de las multánimes voces de los pueblos”. Los nombres señalan, pues, puntos de vista tanto como lugares. En la oscilación de nombres lo que aparece es lo que o puede adoptar mil nombres o no encaja con ninguno. Es lo que Silviano Santiago llamó “entre-lugar”: el lugar de la impureza.

Se habla de la “latinoamericanización” de Buenos Aires. Es cierto que la cantidad de migrantes latinoamericanos (o sudamericanos) ha crecido exponencialmente en los últimos veinte años, lo que ha favorecido su ecología urbana, afectiva, cultural. Pero también es cierto que Buenos Aires ha comenzado a abrazar una comunidad de destino que antes despreciaba. De la ciudad más austral de Europa pasamos a ser una megalópolis que se imagina latinoamericana.

Dije más cosas, pero lo que verdaderamente importa es lo que sigue. Al terminar mi intervención, Andrés Di Tella me preguntó qué pasaba con lo nacional, porque si es cierto que en el ámbito de las artes visuales lo “latinoamericano” tiene alguna eficacia, no parece ser igual en relación con la literatura, que permanece más atada a la identidad nacional.

Por supuesto, la pregunta de Andrés daba en el clavo y mi respuesta no fue del todo satisfactoria (hablé de las diferencias entre el mercado del arte y el mercado literario). Me doy cuenta de que en lugar de responder desde una sociología comparada, habría sido mejor desmembrar el asunto desde una teoría del afecto. Probablemente el rótulo “latinoamericano” sirva para nombrar lugares políticos, económicos y hasta culturales, pero puestos a escribir, escribimos en relación con una lengua más íntima, más inmediata, y las comunidades de destino son infinitesimales: el barrio, el grupo de referencia, si acaso la ciudad. Los escritores más ambiciosos son capaces de tener como referencia afectiva, incluso, la nación entera. Pero es raro. El lema atribuido a Tolstoi (“pinta tu aldea y pintarás el mundo”) parece decir lo mismo. Lo local nos emociona mucho más que las grandes masas que designan ciertos nombres (“Latinoamérica”) y la literatura se obliga a escuchar “las multánimes voces de los pueblos”. Se instala en un entre-lugar, o en un lugar que no tiene nombre.

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