viernes, 19 de febrero de 2016

Todo depende del ángulo de la escupida

Leandro Donozo es el dueño y director editorial de Gourmet Musical, una pequeña editorial argentina dedicada a la publicación de libros sobre música, con un fuerte acento puesto en la producción argentina y latinoamericana. El siguiente artículo, publicado con su firma en la versión digital de la revista Otra Parte, n°147, correspondiente a la semana del 18 al 22 de enero pasados, se inscribe en la serie que da cuenta del nuevo escenario que se plantea en la Argentina con los cambios económicos que está introduciendo su nuevo gobierno.

Sobre los otros costos de exportar libros


No hace falta ser economista para entender que algunos de los recientes cambios económicos en Argentina favorecen a los sectores exportadores. En este contexto, y si se mira sólo el aspecto comercial, es comprensible que el diario Clarín sostenga que los editores (suponemos, el sujeto tácito siempre es ambiguo) “esperan exportar más libros, pero temen que haya aumentos”. Este alto nivel de expectativa respecto a la posibilidad de vender productos en otros países, que parece una cuestión meramente económica, tiene raíces culturales mucho más profundas, no sólo como revival de la vieja fantasía criolla de ser el granero de mundo, sino como expresión de modos de pensar y pensarse. Por más que gritemos en los mundiales de fútbol, los argentinos estamos convencidos de que la posta está afuera. Ofrézcasele a un argentino elegir entre vacaciones de cabotaje o en el extranjero, ropa de fabricación local o importada, pregúntesele a cualquier músico cuál es su artista preferido, désele la opción a cualquier fabricante de vender su producción en el mercado local o de exportar. La estadística va a ser abrumadora.

Por supuesto que llegar a más y nuevos mercados está muy bien. El problema es que priorizar esa política puede tener sus costos, y no necesariamente en dinero. En principio existe la barrera del idioma y, excepto por casos excepcionales, fuera de Latinoamérica y España la exportación de libros es escasa; lo que se puede vender son derechos de traducción, cosa que sucede sólo con una pequeña porción de las obras producidas en el país. Y aun en los mercados donde se comparte el idioma existe otra barrera más difícil de franquear, que es la del interés. Solamente algunos de los temas o textos que son relevantes para nosotros lo son en otros países. Conseguir distribuidor internacional para cualquier libro que lleve alguna marca local (aunque más no sean detalles, como el nombre del país o de una ciudad en el título) es extremadamente difícil. Exportar libros depende entonces de tener un catálogo que interese en muchos países. Esto, que acaso en literatura y ficción no suene tan difícil, sí lo es en el campo del ensayo o de la no ficción, donde los temas de interés más global no son necesariamente los locales.

Pese a esta pragmática presión del mercado por tener catálogos exportables, hay felizmente cada vez más editoriales enfocadas en la producción de libros de investigación originales, que prefieren no basar su catálogo principalmente en caras televisivas, o en los nombres promovidos por los agentes que viven viajando de una feria internacional a otra, o en autores consagrados por los suplementos literarios de Nueva York o Madrid. Pero (más allá de las cambiantes coyunturas políticas) para que esas editoriales sigan existiendo, es necesario contar con un mercado local cada vez más fuerte, con costos que permitan producir tiradas bajas a valores que hagan que los lectores argentinos puedan comprar cada vez más y no cada vez menos libros. Es fundamental estimular la producción de obras que ayuden a reflexionar sobre la cultura local, porque ese conocimiento es también una puesta en valor. Privilegiar la producción de libros exportables seguramente producirá beneficios en dinero a corto plazo para algunas editoriales, pero a mediano y largo plazo los costos culturales serán mucho más altos e, inevitablemente, los beneficios económicos bajarán aún más.

Mirar afuera está muy bien. Mirar sólo afuera es un error, probablemente como escupir para arriba.

jueves, 18 de febrero de 2016

De la Concha, triste

García de la Concha sumando nuevos hablantes al castellano
Los diarios del mundo cubrieron la siguiente noticia de la que, en este caso, se ocupó Jesús Ruiz Mantilla, el jueves 21de enero, el el diario La Nación, de Buenos Aires. Aquí se leen los resultados de una investigación ordenada por el Instituto Cervantes y publicada en El español en el mundo (entendemos que, por el título, tal vez se refiera al castellano). De acuerdo con la bajada, “El uso de la lengua, la segunda en el mundo, aumentó un 1100% en Facebook y en Twitter, entre 2000 y 2013; leemos poco y la estudiamos menos”.

Castellano "zaparrastroso": crece en las redes
pero cada vez lo hablamos peor

Casi 470millones de personas lo hablan y otros 21 millones lo estudian como idioma extranjero. Es la tercera lengua más usada en Internet y la segunda en redes sociales masivas como Facebook o Twitter... Las cifras de El español en el mundo, anuario del Instituto Cervantes, ratifican un crecimiento sostenido de dominio junto al inglés en 2015. Pero frente a estos alentadores números no conviene caer en espejismos que nublen la cada vez más preocupante calidad del idioma, según alertan los expertos. Su uso resulta progresivamente "zaparrastroso" [adjetivo coloquial: desaseado, andrajoso, desaliñado y roto], en palabras de los responsables del Cervantes y de la Real Academia Española (RAE).

Así lo advirtió el mismo Víctor García de la Concha, director del instituto y miembro de la RAE. "Ya lo he comentado alguna vez y lo repito. La calidad del español se encuentra en un estado zaparrastroso." No lo ha diagnosticado a solas. 

Los expertos y los académicos contemplan el empobrecimiento del idioma con enorme preocupación. Constatan varias razones: "Deriva de una mala y escasa lectura y una deficiente educación en el conocimiento del idioma", afirma García de la Concha. Lleva observando la ola predominante del español en el mundo desde hace décadas.

Mientras fue responsable de la RAE, impulsó alianzas globales para estrategias en lo que llamó el panhispanismo. Fueron épocas expansivas. Durante su etapa al frente del instituto, en los últimos cuatro años, han escaseado los recursos, pero él ha querido hacer de la necesidad virtud y ha alentado su iberoamericanización.

Su experiencia lo lleva a mostrarse optimista en cuanto a las cifras, pero bastante pesimista en lo que se refiere al declive cualitativo del idioma. Tampoco lo achaca directamente García de la Concha a la era digital: "Los expertos nos advierten de que no hay una clara relación entre los cada vez más presentes signos y el empobrecimiento, pero sobre eso aún carecemos de perspectiva".

Otras certezas
Quedan otras certezas alentadoras en cifras. Los autores del informe presentado anteayer, David Fernández Vítores, de la Universidad Complutense, y José Montero Reguera, de la Universidad de Vigo, las expusieron. El primero aportó la contundencia de nuevos censos en varios países y algunos datos de interés. El anuario precisa que el grupo de usuarios potenciales con dominio nativo y con uso más limitado alcanza hoy los 559 millones en todo el mundo. En 2030, un 7,5% de la población mundial será hispanohablante. Actualmente lo es el 6,7%, muy por encima de quienes usan el ruso (2,2%) y de un escaso 1,1% de alemán y francés.

El impulso de las nuevas tecnologías y la era digital ofrece una salud aceptable. El español es la tercera lengua de comunicación en Internet y la segunda en Facebook y Twitter. Y está colonizando en el entorno anglosajón, porque tanto en Londres como en Nueva York es el segundo idioma usado por sus habitantes.

Un 7,9% de los usuarios en la Red se relaciona en español, ratio que responde al espectacular crecimiento de las últimas dos décadas, cuando se ha expandido al ritmo de un 1100% entre 2000 y 2013.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Habla el ministro

Foto: Mauro Rico
Patricio Zunini, quien lleva el blog de Eterna Cadencia, llevó a cabo la siguiente entrevista con Pablo Avelluto, el actual Ministro de Cultura de la Argentina. Publicada en el mencionado blog el 15 de enero pasado, en ella se tratan temas relacionados con el libro, la apertura de las importaciones, la Ley de Mecenazgo, las compras del Estado, la Bioblioteca Nacional, el Programa Sur y el proyecto de ley de traducción, entre muchos otros temas. .

“El objetivo es triplicar la inversión en cultura”

La vida laboral de Pablo Avelluto está íntimamente relacionada con el mundo de los libros desde hace más de dos décadas. Fue gerente de las editoriales Planeta y Estrada, y entre 2005 y 2012 fue el director editorial de la región sur de Random House Mondadori. Ligado a la gestión porteña del PRO, fue Coordinador General del Sistema de Medios Públicos de la Ciudad de Buenos Aires entre 2014 y 2015. Acompañó la lista de Mauricio Macri en las elecciones de octubre como candidato a diputado del Parlasur, y el 10 de diciembre asumió como Ministro de Cultura de la Nación. Conformó su gabinete con Américo Castilla (a cargo de la Secretaría de Patrimonio Cultural), Enrique Avogadro (Secretaría de Cultura) e Iván Petrella (Secretaría de Cooperación Cultural). Su primera decisión de magnitud fue convocar a Alberto Manguel para la dirección de la Biblioteca Nacional. La semana pasada, en una medida tomada en conjunto con el Ministerio de Producción que provocó grandes discusiones en el sector anunció que se levantarían las restricciones para la importación de libros. En esta extensa entrevista Pablo Avelluto habla de estos temas y de los diferentes programas referidos a la industria editorial que planea desarrollar desde el ministerio.

¿Cómo decidieron la medida que reabre las importaciones de libros? ¿Cómo tuvieron en cuenta a los diferentes actores de la industria?
—Claramente la eliminación de las trabas a las importaciones de libros era una vieja aspiración de la industria editorial, sobre todo porque habían sido simplemente trabas burocráticas. Eso generaba una distorsión en las posibilidades de la oferta de libros importados, tanto en los tiempos como en los precios, y además era una medida que no cumplía ninguna función específica porque nunca encontraron ningún libro que tuviera una carga de plomo en tinta superior a la que se reclamaba. Por supuesto, analizamos cuál iba a ser el impacto en la industria gráfica, que podría ser el principal afectado. Creo que no tiene ningún impacto, como tampoco lo tiene sobre la industria editorial. He leído algunas críticas, pero no les encuentro fundamento. Ni el más mínimo. Los editores —sean chicos, medianos o grandes— tienen que tratar de exportar sus libros, y a ellos les molestaría muchísimo encontrar este tipo de trabas en otros países. Queremos que nuestros autores y nuestra producción editorial se exporte.

¿Se plantean facilidades para exportar libros?
—Todavía no nos hemos sentado a verlo, pero estuve reunido con la Cámara Argentina del Libro y ellos tienen un proyecto para facilitar las exportaciones. A diferencia de lo que ocurre en el mercado doméstico, las ventas al exterior se tienen que hacer en firme. Se hacen con grandes descuentos, porque el comprador asume el 100% del riesgo; el costo de la devolución sería muy alto. Surge ahí un problema con los despachos de aduana y los trámites necesarios para las exportaciones de pequeñas cantidades —que son las que consumen las librerías del resto de América latina, España y las de libros en castellano en distintos lugares del mundo—, que las vuelven muy costosas y a veces antieconómicas. Es un problema en el que vamos a tener que trabajar. Mi rol desde el Ministerio de Cultura es hacer lo que se pueda para apoyar y facilitar las exportaciones, pero será la Aduana y el Ministerio de Producción, en todo caso, a través del impulso a la industria editorial o a la industria gráfica quienes tengan más cartas en el asunto. Pero por supuesto que estoy de acuerdo con todo lo que sea bueno para que nuestros libros salgan del país y lleguen a otros mercados. No podría no estarlo, me gané la vida con eso.

En el mercado interno, ¿seguirán los planes de compra a través de CONABIP?
—Los dos grandes compradores de libros en el Estado argentino son el Ministerio de Educación y la CONABIP. Para la CONABIP hemos designado a otro editor: Leandro de Sagastizábal. Trabajé con él en algún momento en mi carrera. Conoce muchísimo la industria, fue uno de los fundadores de la carrera de Técnico en Edición de la UBA. Creo que la política de la CONABIP fue una de las cosas buenas que heredamos, sobre todo a partir de que se transformó el sistema y son los propios bibliotecarios quienes compran. Eso significa eliminar el rol paternalista del Estado decidiendo qué tenían que tener las bibliotecas, qué debían leer sus usuarios, y reemplazarlo por la primera línea: son los bibliotecarios quienes conocen lo que el público de cada biblioteca demanda. Las bibliotecas tienen un rol clave. El modelo de bibliotecas populares lo creó Sarmiento y sigue siendo de avanzada al día de hoy.

El día que presentó a su gabinete, usted dijo que habían encontrado cosas muy buenas de las gestiones anteriores que querían continuar. ¿Una de esas continuidades será MICA?
—Sin dudas. Enrique Avogadro es un fana de MICA. Todo lo que gira en torno a MICA y a MIC Sur es de las cosas buenas y, en todo caso, hay que hacerlas crecer. Yo no tengo, y entiendo que el gobierno tampoco tiene, una visión refundacional de la Argentina. MICA y MIC Sur son iniciativas buenísimas. Hay otras: me gusta el trabajo de CONar y MEMORar, que tienen que ver con el registro del patrimonio de museos. Hay iniciativas como el SinCA, que todavía le falta crecer, que es una herramienta fundamental para entender el funcionamiento cultural a nivel nacional. Cuando trazás un mapa de la gestión cultural, tanto pública como privada, a nivel nacional, te das cuenta que los niveles de inequidad y desigualdad es enorme en presupuestos y recursos. El presupuesto de la Nación es parecido al de la Ciudad de Buenos Aires y todos los demás presupuestos del resto del país no alcanzan a ser un poco más que un pequeño porcentaje de la ciudad. Al mismo tiempo, más del 80% de la infraestructura cultural de la Nación está alojada físicamente en la Ciudad de Buenos Aires.

¿Qué programas de federalización se van a poner en práctica?
—Había algunos que tenían que ver con la presencia de música y debates en el resto del país. Hay algunos institucionales que son muy buenos, como la sede del Bellas Artes en la ciudad de Neuquén, donde hay una parte importante de la colección expuesta. Hay otras iniciativas que tienen que ver con llevar cosas físicas. Pero en lo que yo estoy más convencido es en el uso de internet. Estamos en condiciones de dar un salto cualitativo en términos del contacto de la gente con la cultura a través del mundo digital, acompañando el físico. El mundo digital va a ser una oportunidad para avanzar. Mi objetivo es quebrar la tradición de desigualdad. Hay una oportunidad también con el Plan Belgrano: Macri cree, y yo creo que tiene razón, que el próximo vector del desarrollo es el norte argentino. Esto no quiere decir que el resto del país no crezca, pero donde hay que crecer es en el Norte, que tiene potencialidades todavía no explotadas. Nosotros estamos intentando construir a través de políticas culturales el desarrollo del Norte. Ahí el rol de Américo Castilla es fundamental. Nunca voy a terminar de agradecerle que se haya sumado.

¿Cómo será la implementación de la Ley de Mecenazgo a nivel nacional y qué parecidos tendrá a la de la ciudad de Buenos Aires?
—Nuestro objetivo es que este año logremos presentar un proyecto en el Congreso. El presidente está de acuerdo con que es un camino por el que hay que avanzar, está satisfecho con los resultados que tuvo la Ley de Mecenazgo en la ciudad de Buenos Aires. Hay una experiencia de la ciudad, que ha sido positiva —de hecho, yo he sido jurado en el área de literatura—, y hay una experiencia internacional, que es la de Brasil. Estuve hablando con el embajador de Brasil y sus agregados culturales porque necesitábamos conocer no solamente los beneficios de la ley sino también las dificultades y las críticas. Además de Juan Manuel Beati, que estuvo a cargo de Mecenazgo en la ciudad y está colaborando con nosotros, hay otro motor que es el Fondo Nacional de las Artes. Queremos que el Fondo Nacional de las Artes sea el vehículo para administrar los recursos que provengan de Mecenazgo, porque, de algún modo, para eso fue creado. El Fondo es otra institución de la cual Argentina debería sentirse orgullosa, fue creado por Victoria Ocampo hace casi ya 60 años y la potencialidad que tiene todavía está inexplotada. Mi objetivo es duplicar o triplicar la inversión en cultura en Argentina, tanto en el dinero que circula en proyectos culturales, en artistas, en emprendimientos culturales. Eso no resiste más que sea exclusivamente por parte del Estado, sino que tiene que ser parte del Estado y parte del sector privado. Nuestro rol, como pasó en la ciudad, es innovar en nuevos medios de financiamiento de la cultura. Mecenazgo es uno, puede haber otros comocrowdfunding, iniciativas para destrabar mecanismos que hoy están trabados, alguno en los cuales el Estado ni siquiera tiene que ver. También quiero quitar en donde se pueda la discrecionalidad al Estado en términos de qué proyectos sostiene y cuáles no. La discrecionalidad muchas veces terminó llevando en la Argentina a las preferencias políticas, ideológicas, o simplemente a las afinidades y las amistades.

¿Se van a crear entes autárquicos?
—Una de las experiencias negativas que hemos visto es que la creación de un ente termina consumiendo en su propia estructura los recursos que se destinan a su finalidad. Son organismos que existen para financiarse a sí mismos más que para financiar aquello para lo que fueron creados. Creo que debería ser más transparente la intervención de cualquier ciudadano en becas y concursos. Hay cosas ya resueltas en el Ministerio, no es que no se haga nada en esa línea, pero se pueden hacer muchas más.

¿Va a continuar el Programa Sur, que subsidia traducciones de autores argentinos en el extranjero?
—Ese programa es buenísimo. Todos los gobiernos importantes sostienen y subsidian las traducciones de sus autores al exterior. Como editor yo he usado los programas de otros países. No hay ninguna razón para que ese programa se discontinúe; todo lo contrario: en todo caso, tardó demasiado en existir. Yo sé la incidencia del costo de las traducciones en las publicaciones y sé cómo eso hizo que el núcleo fuerte de la traducción a la lengua castellana se trasladara desde la Argentina, que lo fue hasta los años 60-70, a España.

Actualmente hay un proyecto de ley para traducciones literarias que se está tratando en la comisión de cultura de la Cámara de Diputados. ¿Cuál es su posición al respecto?
—Todavía no tengo una posición tomada. Lo conozco porque durante los años que estuve fuera de la industria editorial me llamaron de la Asociación Argentina de Traductores para dar una charla sobre cómo funcionaba la selección de traductores en las editoriales grandes y cómo se evaluaba el trabajo. Sin duda los traductores requieren de una jerarquización y su incorporación a algún tipo de marco legal. Pero sería imprudente de mi parte dar detalles porque no leí aún el proyecto; está en mi lista de pendientes.

¿Cómo se imagina la Biblioteca Nacional dirigida por Alberto Manguel y qué recuperaría de la gestión de Horacio González?
—La Biblioteca fue un enorme desafío: a quién nombrar. Nosotros tuvimos —no sé si como bendición o maldición— a Borges como director. Otras bibliotecas nacionales del mundo no lo tuvieron a Borges y son dirigidas por bibliotecarios, que es lo que se esperaría de una biblioteca. En ese sentido, Manguel era la persona que reunía más condiciones para un proyecto de estas características.

¿Aún viviendo en el extranjero hace 40 años?
—Sobre todo por eso. Cuando aparece Manguel, los debates en torno a las cuestiones ideológicas de los intelectuales se vuelven provincianas, se vuelven absolutamente irrelevantes. Él está enchufadísimo. Hablamos regularmente, hemos ido estableciendo un vínculo de mucha cordialidad. Lo que vamos a ver es, no sé si un renacimiento porque no me gustan las palabras que empiezan con re, pero sí un fuerte acento de la Biblioteca en tanto biblioteca. Es una biblioteca con actividades culturales, pero es una biblioteca: la más importante de los argentinos. En el proyecto de Horacio González tuvo una enorme centralidad la Biblioteca como centro cultural. Las actividades de la Biblioteca en términos de la creación del Museo del Libro y de la Lengua, los planes de publicaciones, los planes de las actividades extracurriculares, las exposiciones, etc. Más allá del contenido, que puede gustarme más o menos, no me parece mal que una biblioteca haga estas cosas. Pero es una biblioteca. Y Manguel sabe de bibliotecas.

Van a tener que hacer convivir su posición de leer sólo libros de papel con el objetivo de apuntar más a la internet.
—Él está absolutamente entusiasmado con el proyecto de digitalización de la Biblioteca. Manguel no es un nostálgico; más bien todo lo contrario. De hecho, en las conversaciones con Elsa Barber, que es la subdirectora, le dedican mucho tiempo a la cuestión de la digitalización de la Biblioteca. Va a ser una experiencia fascinante para todos. A veces pienso que cuando discutíamos sobre la Biblioteca no estábamos discutiendo sobre la Biblioteca sino sobre el kirchnerismo, el rol de los intelectuales, Carta Abierta. Lo que viene es un mundo en el cual la centralidad va a estar ocupada por la Biblioteca. Tuve la experiencia fascinante de dedicarme un día a recorrerla desde el tercer subsuelo hasta el último piso, hablando con todos los empleados con los que me crucé. El universo que gira en torno a la Biblioteca, el personal técnico que trabaja, la gente que se dedica a la conservación y restauración, me resultó fascinante. Sin dudas el acento va a estar puesto allí. En el corazón late una biblioteca.

La otra gran institución de la ciudad de Buenos Aires que tiene un reflejo en todo el país es la Feria del Libro. En los últimos años fue uno de los grandes cismas editoriales. ¿Cuál va a ser la relación del Ministerio con la feria?
—La feria es una institución de la industria editorial. La fundación El Libro está integrada por las dos cámaras que nuclean a los editores, también la SADE, la FAIGA, la FALPA, y no sé si me olvido alguna otra. Hay instituciones con diversos grados de representatividad. Nadie puede estar en contra de la Feria, es una institución maravillosa. Pero para cuando me estaba alejando de la industria editorial, hace ya tres o cuatro años, creía que la Feria, después de tantos años, requería de una reflexión sobre sí misma, su formato, sus temáticas, sus conceptos, qué estaba bien, qué se podía mejorar. Creo que la presencia de Gabriela Adamo abría a la expectativa de una reflexión; por ahí eso después se pospuso. Espero que ocurra. El rol del Estado es acompañar, ayudar, estar presente, participar, pero la Feria es una institución privada sobre la cual el Estado no tiene injerencia ni pretende tenerla.

Una de las características que más destaca de su gestión es la apertura al diálogo, al debate, a la escucha de los actores privados. ¿No implica eso el peligro de dejar en ellos las decisiones políticas?
—¡No! Lo que pasa que heredamos un error, que es la idea según la cual la gestión cotidiana debiera estar teñida de las ideas políticas del partido de turno. Entiendo que en los grandes lineamientos sí, y uno de los grandes lineamientos nuestros es que escuchamos. Pero después nosotros tomamos las decisiones, no decide el sector privado. Los actos de gobierno son actos de gobierno, por ejemplo: cuál es el peso relativo que tiene que tener la gestión de la Biblioteca Nacional en términos de biblioteca sobre su rol en términos de centro cultural, ahí claramente tenemos una posición política.

martes, 16 de febrero de 2016

Algo más sobre una novela famosa

Un comentario aparecido en La Diaria, de Uruguay, en febrero de 2015, firmado por Ramiro Sanchiz a propósito de la edición Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, novela publicada por la editorial argentina Cuenco de Plata.

Traducir (como) el culo

Witold Gombrowicz (Małoszyce, Polonia, 1904-Vence, Francia, 1969) desembarcó en Argentina en 1939, poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y regresó a Europa recién 24 años más tarde. Durante ese tiempo cambió para siempre la literatura argentina, en gran medida gracias a la publicación de la fantástica traducción de Ferdydurke, su primera novela, publicada en Polonia en 1937.

Esa traducción es uno de los acontecimientos más extraños de la historia de la literatura. Publicada finalmente en 1947, fue comenzada por el propio Gombrowicz, que apenas podía hacerse entender poco y mal en castellano, y después trabajada, corregida y enmendada por un equipo (cuyos integrantes no hablaban polaco) liderado por el escritor cubano Virgilio Piñera (quien terminaba generalmente por comunicarse con Gombrowicz en francés). Es decir… español, francés, polaco… el texto resultado debió de ser una quimera, un monstruo, y en gran medida claro que lo fue. El propio Piñera, de hecho, no dudó en señalar, en la nota que aportó para la edición de 1947, que la novela de Gombrowicz en español “se aparta de la convención general del idioma, de sus leyes universales, de su ritmo regular y diario” (pág. 7). Y algo de eso hay, en el sentido de que la lectura de Ferdydurke en esta traducción logra hacer creer al lector, página tras página, que está ante un texto prácticamente alienígena.

Evidentemente otros escritores usaron y abusaron más de alteraciones de la sintaxis, juegos semánticos y creación de neologismos (para ejemplos de algo así bastarían Una tirada de dados, de Stéphane Mallarmé, Altazor, de Vicente Huidorbo, La caza del Snark, de Lewis Carroll, y, evidentemente, Finnegans Wake, de James Joyce), pero en el caso del Gombrowicz de Ferdydurke esa extrañeza lingüística opera también en consonancia con una extrañeza de la trama, de los personajes y de lo que podríamos llamar el “concepto” o el “plan” detrás de la obra. Es decir: no hay otro libro como Ferdydurke. Leerlo es andar a los saltos entre la maravilla, la derrota, el fastidio y la fascinación.

Pero, como dice el narrador del libro, vamos por las malditas partes.

Tradición, traducción
Ricardo Piglia, uno de los fans más notorios de Gombrowicz, señaló en “La novela polaca” -recogido en el libro Formas breves- que hay “pocas experiencias literarias tan extravagantes y tan significativas” comoFerdydurke, obra de “un gran novelista que explora una lengua desconocida”. Y se trata de una “mala traducción”, en el sentido favorito de Piglia, es decir, en el sentido de algo equivocado y a la vez fértil, de una desviación significativa que engendra una tradición. “En la versión argentina de Ferdydurke”, dice Piglia, “el español está forzado casi hasta la ruptura, crispado y artificial, parece una lengua futura. Suena en realidad como una combinación (una cruza) de los estilos de Roberto Arlt y de Macedonio Fernández”. Evidentemente, en esta afirmación Piglia inserta a Gombrowicz en una línea de la literatura argentina, quizá la línea que más le interesa; la irrupción del polaco en Buenos Aires, entonces, según Piglia, posibilitó, primero gracias a la traducción de Ferdydurke y después con su presencia nucleadora de jóvenes y con la escritura de novelas como Transatlántico (para Piglia, algo así como una versión actualizada y argentinizada de Ferdydurke), la apertura de nuevos caminos para la literatura argentina. O, dicho de otro modo, estamos ante una tradición entreverada o expandida por una traducción, ante una traducción en la que se adivinan las marcas de una (o varias) tradiciones rastreables hasta nuestro presente. Toda traducción implica, evidentemente, un acto de lectura, pero también porque al traducir se “lee” una tradición y se la altera, se irrumpe.

Es curioso, en cualquier caso, que Ferdydurke siga sorprendiendo. Ese “error” del que habla Piglia, que podríamos pensar como un pequeño desfasaje, algo parecido a la sensación que produce una película en la que el audio está ligera pero apreciablemente atrasado o adelantado en relación con la imagen, es tan incómodo hoy como hace más de medio siglo, hasta el punto de que es imposible leer esta novela sin parar a cada rato y repasar lo leído, cuyo significado parece estar a punto de perderse. Esta experiencia de lectura está inextricablemente ligada al particular proceso de traducción, claro está, pero quizá no deja de ser rastreable al posible “original” polaco, al menos en la comparación con otras traducciones. Gombrowicz colaboró también con la traducción al francés (en 1958), y en 1960 fue publicada una versión en alemán. Al año siguiente apareció una traducción al inglés, tomada de la versión francesa, y recién en 2000 fue publicada una traducción al inglés directa del polaco. En 2006 fue traducida al portugués de Brasil y al año siguiente se publicó una versión catalana que Roberto Bolaño reseñó en una nota breve después recogida en el libro Entre paréntesis.

Ferdydurkistas del mundo, uníos
Es interesante leer esa reseña de Bolaño, quien celebra (“no todo está perdido, ferdydurkistas” es el arranque del texto) la aparición del libro y comenta el proceso de la primera traducción al castellano, a la vez que lo califica de “inconseguible”. La buena noticia –no sólo para los ferdydurkistas sino para cualquier lector que aprecie verse cacheteado una y otra vez por un texto tan extraño e insoportable como fascinante, tan arduo como hilarante– es que la editorial porteña Cuenco de Plata acaba de publicar una nueva y cuidada edición, disponible también en Montevideo, que incorpora el prólogo original de Gombrowicz y sendas notas de Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu (otro de los miembros del equipo traductor), además de una introducción de Rita Gombrowicz, viuda de Witold.

Quizá haya que detenerse un poco en el prólogo de Gombrowicz. Las dificultades implícitas en el libro debieron pesar lo suficiente como para que el autor se sintiese en la necesidad de “explicar” un poco al lector de qué iba todo, aunque, en este caso, las explicaciones pueden resultar tan intrigantes como el texto que pretenden volver más accesible, y sin lugar a dudas hacen a este prólogo un engranaje más de la complicada maquinaria productora de sentidos que es Ferdydurke. Gombrowicz señala que su libro “tiene un doble aspecto: por un lado, es un relato y una novela, una descripción; por otro, un acto de mi lucha personal con la forma. Aquí el autor, confesando su propia inmadurez, consigue –supongo– más soberanía y libertad frente a la forma y, al mismo tiempo, deja entrever el mecanismo de su inmadurez […] Ése sería el esqueleto intelectual deFerdydurke” (pág. 19), y deja entrever que temas como la “madurez” y la “forma” son centrales a la novela. Curiosamente, el prólogo repite (quizá un poco más sencillamente, pero no mucho) lo dicho en uno de los capítulos más geniales del libro, el “Prefacio al Filifor forrado de niño”, que rompe la narrativa principal e introduce (y lee y comenta) una suerte de cuento-dentro-de-la-novela, a la vez que sirve de algo así como un manifiesto poético en el que se ataca la pedantería del Arte, la institución artística y los mecanismos de canonización y endiosamiento de ciertos artistas.

El tema de la “madurez”, por otro lado, queda en evidencia ya en el primer episodio, en el que es propuesto el artificio absurdo (y/o fantástico) que atraviesa la trama: el narrador, un hombre de unos 30 años y escritor tímido e inseguro, es raptado por un profesor y arrojado a una clase de escuela primaria junto a otros hombres “infantilizados”, obsesionados con hablar del culo (que aparece a lo largo de la novela en decenas de variaciones mutantes: cuculeíto, cucocacumcalailo, cucucalalio, etcétera) y, después, enfrentados a la enseñanza del latín y de los clásicos de la literatura. Ese rapto se prolonga por toda la novela, y el narrador parece olvidar y recordar intermitentemente que no es un niño o un adolescente (en los capítulos centrales, donde la obsesión con el culo deriva en interés por los muslos de las mujeres), aunque quienes lo rodean, maestros, amigos y familiares, lo tratan invariablemente como si tuviera diez años.

Este artificio (no tan diferente, en última instancia, al de Gregorio Samsa convertido en insecto) permite una vasta gama de lecturas, y el prólogo de Gombrowicz en última instancia contribuye a alinear al lector con problemas como la madurez de las comunidades (se habla, por ejemplo, de la “inmadurez cultural” como problema en Polonia y en Latinoamérica) y, a la vez, el lugar de la madurez en la creación artística. Evidentemente hay muchos más caminos de lectura, pero lo interesante es que Ferdydurketermina por pulverizarlos a todos e instalarse como una gran farsa, como una función de payasos un poco terroríficos (por ejemplo, en la secuencia de la paliza al peón en la casa de campo de la tía del narrador) o como el intento de algo así como un escritor extraterrestre de describir y analizar los comportamientos de la humanidad. Y un texto capaz de generar ese tipo de extrañeza es, qué duda cabe, un acontecimiento singular en cualquier literatura. Que Ferdydurke, además, lleve consigo las marcas de su peculiar historia de traducción sólo logra amplificar la maravilla que aguarda en sus páginas.

lunes, 15 de febrero de 2016

Una fiesta a la que no estamos invitados

Con bombos y platillos, Silvia Itkin, la editora general de Ediciones B, filial Argentina, anuncia en una entrevista realizada por Silvina Friera, publicada en el diario Página 12 del 14 de enero pasado, que vuelve la editorial Bruguera. Señala que lo hace mediante tres colecciones orientadas a los textos clásicos de la literatura universal (que bien leído es también una forma de publicar libros sin pagar derechos de autor), pero en ningún caso menciona traducciones nuevas ni, mucho menos, traductores. Todo hace pensar en refritos españoles. Dicho de otro modo, no estamos invitados a la celebración.

El remanso de los clásicos
 Cuántas veces se habrá escuchado la prejuiciosa advertencia “no te cruces con un gato negro que trae mala suerte”? Más allá de la permanencia de viejas supersticiones contra los felinos, muchos lectores pueden afirmar precisamente lo contrario: que un día, hurgando en las mesas y estantes de una librería de la calle Corrientes, se encontraron con Moby Dick de Herman Melville en la edición de Bruguera con el memorable gato negro, entonces más gordito, al pie de la tapa, con la entrañable leyenda “libro amigo”, y tuvieron la inmensa fortuna de sumergirse en una travesía inolvidable. Otros lectores contarán más o menos la misma historia, pero con otros títulos del mismo sello: Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez o Los adioses, de Juan Carlos Onetti. Vuelve la mítica Bruguera, editorial española centenaria creada en 1910 por Juan Bruguera Teixidó –entonces se llamaba El Gato Negro–, que pronto se expandió en el campo de la literatura popular, las historietas y las revistas masivas, y en la década del 70 publicó a autores fundamentales de la literatura latinoamericana como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos y José Donoso, entre tantos otros. A treinta años de que fuera comprada como sello del Grupo Z para Ediciones B, en febrero regresarán los clásicos de la narrativa y el teatro de Bruguera, con el logo del gato negro estilizado. Los primeros títulos serán El diablo en la botella de Robert L. Stevenson, La metamorfosis de Franz Kafka y Orgullo y prejuicio de Jane Austen.
Los 24 títulos que publicará Bruguera este año están organizados en tres colecciones: “Primeros clásicos”, “Clásicos oscuros” y “Clásicos románticos”. En marzo llegarán a las librerías del país Cuentos de la selva de Horacio Quiroga, Romeo y Julieta de William Shakespeare, y Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, con una tirada inicial de 3000 ejemplares por cada título. El resto del 2016 se completará con El fantasma de Canterville de Oscar Wilde, La dama de las camelias de Alejandro Dumas, El juguete rabioso de Roberto Arlt, Cumbres borrascosas de Emily Brontë, Historia de dos ciudades de Charles Dickens, La leyenda de Sleepy Hollow de Washington Irving, Ana Karenina de Leon Tolstoi, Frankenstein de Mary Shelley, Drácula de Bram Stoker, Madame Bovary de Gustave Flaubert, Jane Eyre de Charlotte Brontë, El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, y El hombre invisible de H. G. Wells, entre otros. “Mi hija está leyendo en este momento El libro de los seres imaginarios, de Borges, en una edición de Bruguera de tapa dura, que no sé si sacó de mi biblioteca o de la biblioteca de su padre”, cuenta Silvia Itkin, editora general de Ediciones B Argentina, a Página/12.
“Este es un proyecto que empezamos a desarrollar el año pasado, primero haciendo un trabajo sobre todo lo que había disponible en el mercado. Hay un interés creciente de muchas editoriales y librerías por los clásicos. En Latinoamérica, especialmente, Bruguera es un sello de una enorme pregnancia. Todos tenemos un libro de Bruguera en nuestras bibliotecas. Hay algo extraordinario que une a Bruguera con los clásicos. Los clásicos nos educan como lectores, nos llevan de la mano. Pueden pasar treinta años y de pronto volvés a agarrar un clásico que leíste en tu adolescencia y es pura ganancia, porque siempre te abre una puerta más. Volvemos a leer clásicos y volvemos a leer Bruguera, la volvemos a traer a la familia, a esa cosa de atesoramiento que tenemos los lectores”, confirma la editora. Hace diez años, hubo un relanzamiento del sello de la mano de la escritora y editora española Ana María Moix (1947-2014) con títulos como El faro de P. D. James, Lukumi de Alfredo Conde y El amante extremadamente puntilloso, de Alberto Manguel, entre otros. Pero la experiencia duró hasta 2010, cuando la crisis española hizo naufragar al buque insignia literario de Ediciones B.
Itkin subraya que el regreso de Bruguera implica “recuperar la fidelización de un lector por vía del afecto”. “Que no es poco, porque todos tenemos alguna historia vinculada a una gran novela, a una gran obra de teatro, algún clásico romántico, una obra de terror o lo que fuere que leímos en el colegio o en algún momento de nuestras vidas.” ¿Cómo explicar ese interés creciente por los clásicos que la editora captó cuando estuvo recientemente en la Feria del Libro de Frankfurt y también en Barcelona? “El mercado del libro es muy voraz en términos de novedades, de producir grandes ventas, grandes subastas de nombres y de libros. Tener clásicos es desacelerar esa demanda de novedades de algo que es monstruoso y agotador; es como aquietar las aguas y volver a aquello que es fundacional. Volver al clásico es como buscar las raíces para no perderlas de vista, porque en los clásicos está todo. No hemos hecho más que seguir haciendo versiones de viejas historias extraordinarias que hemos leído. Uno va a un lugar seguro con los clásicos. La voracidad del mercado hace que vivamos en una suerte de montaña rusa. Los clásicos son un refugio, un lugar estable –plantea la editora–. No hay cosa más hermosa que leer un libro dos o tres veces en tu vida en momentos distintos, y que siempre haya algo nuevo por descubrir y que siempre te dé felicidad. El clásico, para mí como lectora, es el remanso y la felicidad.”

viernes, 12 de febrero de 2016

Nueva versión de Bashô publicada por el FCE

La revista Ñ publicó el 28 de diciembre una muy buena reseña de Matías Serra Bradford sobre los Diarios de viaje, de Mastuo Bashô ((1644-1694). Sorprende, sin embargo que en ninguna parte se lea que los traductores de esta nueva edición publicada por el Fondo de Cultura Económica son Alberto Silva y  Masateru Ito. Considerando la calidad del trabajo de Serra Bradford, todo hace pensar en un error de edición de parte de los editores de la revista.


La sencilla ambición de tres versos breves

El poeta más eminente del haiku, Matsuo Bashô, recorría buenas distancias por Japón, hacía larguísimos trayectos a pie en el precario siglo diecisiete. Visitaba familiares y discípulos, pequeñas cabañas de colegas, montañas y templos remotos. Lluvia, frío y viento eran un obstáculo bienvenido, un aliciente. En la intemperie se sentía en su casa. Bashô necesitaba de la fragilidad reinante para internarse en la fragilidad de un poema de tres versos breves.

Desplazarse hasta un punto para contemplar un paisaje, o sólo para observar la luna en ese sitio, es una vieja costumbre japonesa que Basho honraba a discreción. Al igual que dar una vuelta por lugares mencionados en poemas de autores admirados. Cultivaba la sencilla ambición de pasar por donde otros pasaron. Viajar le permitía nombrar lugares, que para él parecían tener un eco particular. (Para el oído de un lector occidental, patronímicos y topónimos japoneses –con esa musicalidad de xilofón de madera– favorecen la creación de cierta resonancia.) Ya de chico, Bashô tenía algo con los nombres. En la época era común que le fueran cambiando el nombre a un niño con frecuencia, pero él adoptó ese juego como un talismán y siguió alternando seudónimos, hasta darse por vencido con Bashô gracias a un árbol de plátano que le obsequió uno de sus seguidores.

Al poeta le importaban esencialmente dos cosas: la tradición literaria y sus alumnos. Eran casi lo mismo, la primera venía del pasado y los segundos la prolongaban hacia el futuro. Era un hombre célebre y casi siempre encontraba techo. Acompañado de un aprendiz, volvía a ver a sus discípulos para corregir sus poemas pero también, acaso, para vencer finalmente una imposibilidad: a un maestro no le es dado ver en qué momento un alumno está preparado para ejercer como maestro. Con la cabeza afeitada como un monje –el zen y el taoísmo no faltaban en su botiquín de primeros auxilios– Bashô erraba para ponerse manos a la obra, provocarse, ocasionar líneas: “Monte Arashi:/ traza su ruta el viento/ entre bambúes”. El suyo era un ocio aparente, amparado por un paciente trabajo con cada manuscrito –cinco años con Senda hacia Oku – y por su intervención en enérgicos y traviesos torneos de poesía.

El les restaba importancia a sus diarios, declarando que no eran más que “los balbuceos de un hombre en su sueño”, pero eso no le impedía agravar su autoexigencia: existen varias versiones de cada escrito y ninguno se publicó en vida. Los textos alternan prosa y poemas, y la prosa le brinda un contexto tramposamente claro a la poesía. Bashô se anticipa con picardía a lo que indicó Makoto Ueda: “conocer las circunstancias de la composición es útil, especialmente cuando un poema sólo tiene diecisiete sílabas de extensión”. Lo cierto es que los poemas no precisan de la prosa para ser valederos, pero la prosa de Bashô es igualmente imprescindible.

El relevo de prosa y poesía favorece los espacios en blanco, crea elipsis adicionales a las que ya solicita cada haiku. Varía, eso sí, la extensión de las elipsis de un instante al siguiente. Bashô es otra pluma que permite apreciar su escritura por virtudes negativas: lo que no se dijo o no se añadió, la bondad de la omisión. La noción de vacío no puede explicarse; sería como querer contarle a un lector cuál es la supresión que hace que un pasaje se vuelva más poderoso o más etéreo. En una oportunidad, el maestro Yün-men señaló: “El verdadero vacío no difiere de la forma”. Quizá esto explique que el haiku enseña una técnica que no se puede aprender.

Las anotaciones nutren una ilusión, que el tiempo siempre da algo para apresar. Bien capturados, los momentos perduran en presente y al poema se lo rumia largo rato: “Azaleas podadas./ La mujer, a su sombra,/ despieza bacalao seco”. El haiku es una tregua, y es la compañía de las estaciones: “¡Mirar la nieve/ y alisar las arrugas/ de mi ropa de papel!”. Es notable lo cerca que están en cada haiku otras versiones posibles, y a la vez cómo cambia el gusto con el tiempo con respecto a un mismo haiku. Fiel a lo inasible que busca captar, entre un haiku bueno y uno mediocre la distancia puede ser brumosa. A un haiku debería calificárselo con la misma sutileza con que se lo escribe, pero es difícil juzgar la calidad de lo milagrosamente simple.

Hay algo de la estructura de una broma en el haiku, en su forma, en su facilidad (no importa si engañosa). Como si rechazara el virtuosismo, no existe la línea brillante en un haiku tal como se entiende en el resto de la poesía. En su voluntad de condensar, pareciera querer definir la esencia del espíritu japonés, y a veces la última línea ofrece una sinestesia, una respuesta oblicua, flotante, a un presunto acertijo: “Pulido, el espejo/ sagrado se ve limpio./ ¡Y se pone a nevar!”. Bashô era un poeta al que no le costaba emocionarse.

Los dos traductores se han embarcado en un viaje paralelo, como Bashô y su compañero, y han actualizado su sombra, si puede decirse así. Su fortaleza –idéntica a la de Bashô– es precisamente la tenuidad de sus propósitos y modos. Al igual que el poeta tan lejano y cercano, revelan lo que los japoneses llaman kotodama : el prodigioso poder que reside en las palabras

jueves, 11 de febrero de 2016

"Narrar significa traducir, ofrecer otra versión del mundo"

Gregor von Rezzori
La siguiente columna del escritor mexicano Juan Villoro fue publicada el 15 de marzo de 2015 en El Periódico, de Barcelona. Trata sobre una paradoja que tiene como protagonista al escritor Gregor von Rezzori.

Vivir dentro de un libro

En 1986 viajé a Munich para hacer un curso de traducción. En mi camino de México a Baviera me detuve en Barcelona para proponerle una traducción a Jorge Herralde. Sergio Pitol me había recomendado ante el célebre editor catalán. Mi prima Isabel vivía en la ciudad condal, donde hacía un doctorado con Victoria Camps, y me pudo dar hospedaje. Los astros se alineaban para producir uno de esos encuentros que el recuerdo convierte en esenciales.

Pitol me había sugerido que llevara una propuesta concreta a Anagrama. Elegí Marte en Aries, novela del escritor austro-húngaro Alexander Lernet-Holenia, un genio desigual. Ciertos críticos lo compararon con Rilke y el implacable Karl Kraus dijo que más bien era "sterilke" o "puerilk"». El título de Marte en Aries alude a la conjunción astrológica que los romanos preferían para iniciar sus campañas militares. Como En los acantilados de mármol, de Ernst Jünger, nos encontramos ante una alegoría del nazismo escrita en tiempos en que la crítica no podía ser abierta.

Además de esta obra singular, Lernet-Holenia escribió Barón Bagge, novela breve donde todos los personajes están muertos y que posiblemente influyó en Pedro Páramo (Juan Rulfo pudo haber leído la versión de Cuadernos de la Quimera, editada en Argentina y que circuló en México).

La propuesta de Marte en Aries sirvió para que Jorge Herralde propusiera otra zona del imperio austro-húgaro. Acababa de comprar los derechos de Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori, novela río ubicada en la Bucovina, punta rumana de la monarquía imperial y real. En aquel tiempo me parecía imposible ser autor de la editorial Anagrama. Pasar al catálogo con la voz vicaria del intérprete ya era suficiente. Salí de las oficinas en Sarrià con la dicha de quien lleva en las manos una forma del futuro.

Un tren nocturno me llevó de Barcelona a Munich. Desperté entre los bosques nevados de Alemania y el paisaje me pareció una metáfora de los desafíos de la traducción. Como esas frondas heladas, la lengua alemana es una maravilla que, según Jorge Luis Borges, se mantiene «lejana como el álgebra y la luna».

Ese año de 1986 usé por primera vez un ordenador Mac (que hoy podría estar en un museo del juguete) y debuté en la era digital traduciendo a Rezzori. Mientras me perdía mentalmente en la Europa del periodo de entreguerras, en México se celebraba el Mundial y Maradona anotaba ante Inglaterra el gol ilegal más célebre de todos los tiempos y el gol legal célebre.

Gregor von Rezzori no es tan conocido como merecería. Amaba el alemán pero odiaba a los alemanes. Nunca se sintió cómodo en esa cultura. Su condición de apátrida provocó que ningún país lo reclamara como suyo. Le faltaron los premios y otros protocolarios caprichos del éxito.

El año pasado, con motivo de su centenario, la editorial Anagrama lanzó una hermosa reedición de Memorias de un antisemita y ciertas revistas que pactan con el secreto le dedicaron notables monografías. Si su memoria se mantiene viva en nuestra lengua es gracias a otro de su traductores, el espléndido José Aníbal Campos.

Todo esto ha vuelto a mí porque Beatrice del Monti, viuda de Rezzori, me ha invitado a Santa Maddalena, la casa donde escribo estas líneas. Estoy hospedado en la habitación que el novelista ocupó en sus últimos días y que describe en los apuntes de su vejez.

Santa Maddalena se encuentra cerca de Florencia, en una colina poblada por un bosque de insólita espesura que estuvo a punto de venirse abajo hace unos días por una tormenta de viento. La casa cultiva su propio aceite de oliva, que se usa para todo, incluyendo el pelo de los perros.

El estudio del novelista conserva una cesta con cartuchos de escopeta ya disparados. Rezzori los encontraba en el bosque vecino, donde la cacería está prohibida. Posiblemente la misión de un escritor sea esa: recoger las pruebas de lo que no debe suceder y sin embargo sucede.

Narrar significa traducir, ofrecer otra versión del mundo. En este sentido, la traducción literaria representa una doble interpretación de lo real. Haber traducido a Rezzori y vivir en su casa, ante el paisaje que describió en su último libro, confunde lo verificable con lo inverificable.

De manera sorprendente, la cita con el libro dentro del cual ahora duermo y habito se fraguó hace casi veinte años, cuando visité a Jorge Herralde y puso en mis manos un libro sobre un país que desapareció del mapa para refugiarse en una forma más intensa de la realidad: la novela.