Traductor de Eduardo Mendoza, Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán, Ildefonso Falcones y Juan Carlos Onetti, entre otros muchos autores de lengua castellana, Nick Caistor es un especialista británico en literatura argentina. A su paso por Buenos Aires en 2008, invitado por la fundación TYPA para su “Semana del editor”, conversó con Jorge Fondebrider sobre los gajes de su oficio.
–¿Por qué se interesó por la literatura argentina?
–Porque viví dos años aquí. La familia que me hospedaba me sometió a un tratamiento intensivo: Borges, Arlt, Cortázar... Tuve la suerte de poder conectar lo que estaba leyendo con lo que pasaba a mi alrededor. Así que, al volver a Inglaterra, empecé a traducir literatura en castellano, conservando siempre un espacio especial para la literatura de este país.
–¿Por qué?
–Por la melancolía, que es tan característica de esta ciudad. A diferencia del realismo mágico de otras partes de Latinoamérica, acá hay una visión bastante ácida y melancólica de la realidad que se traduce muy bien al espíritu inglés.
–¿A qué lo atribuye?
–A que Buenos Aires está muy lejos de todo y a que Gran Bretaña es una isla, lo cual es también una forma de estar lejos. El espíritu es similar. Pero esta respuesta es personal. Fíjese que lo que funciona, lo que le fue asignado a Latinoamérica, no es eso, sino el realismo mágico: Gabriel García Márquez, Isabel Allende, Laura Restrepo, Angeles Mastretta... Es una lástima, pero da la impresión de que ahora, para el mercado, cada continente tiene su espacio reducido. A Latinoamérica le tocó una realidad inexplicable, donde las cosas carecen de lógica. Así que resulta muy difícil salir de eso y proponerles a los editores otro tipo de libro. Para traducir argentinos verdaderamente tengo que luchar. Considere, por último, que los escritores que son importantes en un país no necesariamente lo son en otros. Es el caso de Juan José Saer o de Ricardo Piglia. Para la Argentina son importantes, pero para otros públicos tal vez sean demasiado locales.
–Cuando uno viaja a Inglaterra y visita sus librerías, a diferencia de Francia o de Alemania, el volumen de libros traducidos no es muy grande... Por caso, autores como Pessoa, Montale o Benjamin son relativamente recientes en inglés.
–Es que la producción en lengua inglesa es abrumadora. Tenemos todo lo que se produce en Gran Bretaña e Irlanda. También, lo que se produce en los Estados Unidos, en Canadá, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, la India, el Caribe... Vale decir, el mundo entero desfila por la literatura en inglés y eso crea una ilusión de autosuficiencia.
–¿Y acaso un francés o un español no podrían pensar lo mismo?
–Vuelvo a decirle que Gran Bretaña es una isla y a los británicos eso nos sirve de justificación. Mire, le voy a dar un ejemplo, hace unos días estaba escuchando una audición de radio especializada en literatura. En un momento dado, la presentadora –una mujer aparentemente informada e influyente– le preguntó a la persona que entrevistaba quién era ese José Saramago al que mencionaba. Bueno, aparentemente podemos vivir con esos baches terribles.
–Con ese panorama, ¿qué repercusión tuvieron las traducciones de autores argentinos que realizó?
–Acabo de recibir la liquidación de mis derechos de traducción y el panorama es más bien negro. Un libro como El pasado, de Alan Pauls, que tuvo mucho éxito en Brasil y una repercusión moderada en Francia, en Inglaterra tuvo tres o cuatro reseñas, pero casi nadie lo leyó. Digamos que la clase media culta, que antes compraba libros, casi ha desaparecido. Somos más de 70 millones y el promedio de ventas de una novela ronda los mil ejemplares.
–¿Cómo determina qué libros va a traducir?
–Bueno, se imaginará que lo primero es comer. Entonces alterno un libro que me parece interesante desde el punto de vista literario con otro más alimenticio. En estos momentos tengo la suerte de estar traduciendo Segundos afuera, de Martín Kohan. De todos modos, para mí es claro que cada vez más el trabajo del traductor consiste en mucho más que traducir. Hay que llevar los autores a las editoriales, convencer a los editores, traducir, editar y después corregir porque ya nadie edita ni corrige. Después hay que buscar las reseñas porque las editoriales tampoco se ocupan. En mi caso particular, siendo británico, tengo que luchar contra los prejuicios de los editores estadounidenses porque las diferencias de nuestro inglés con el de los Estados Unidos son casi más grandes que las de ustedes con el castellano de España. A veces, incluso, tengo que tolerar que un corrector de estilo modifique mi inglés para que se adapta al gusto norteamericano...
–¿Trabaja alguna vez con los autores?
–Mi trabajo es con el texto y con mi propio idioma, no con el autor ni con su lengua. De todos modos, vuelvo a Buenos Aires todos los años para mantenerme al día. Cada traducción es cuestión de imaginación, de leer el original hasta captar la voz y la respiración del autor. Yo percibo a los autores como si fueran un personaje más de su obra y así trato de entenderlos, de seguir el camino que ellos siguieron. En un libro como Los Pichiciegos, de Fogwill, en vez de recurrir a diccionarios, preferí imaginarme cómo podría funcionar ese discurso en inglés. Cuando traduje El rufián moldavo, de Edgardo Cozarinsky, tenía muchas referencias personales que me ayudaron a imaginar la época en que transcurre y la lengua más adecuada. Con un autor como Alan Pauls busqué en mi biblioteca qué podía aproximarse a su narrativa en inglés y lo encontré cercano a Martin Amis y a otros autores de los años ochenta y noventa.
–Imagino que algunos de los autores que tradujo leen inglés. ¿Qué piensan de sus traducciones?
–En general, son amables. A veces, no obstante, piensan que saben más inglés que yo y me hacen observaciones.
–¿Fogwill, por ejemplo?
–Es una persona muy especial.
martes, 26 de mayo de 2009
"Una realidad inexplicable"
Entrevista con Nick Caistor
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