En el año 2003, la editorial El Taller de Mario Muchnik publicó en Madrid una nueva versión de Guerra y Paz, de Lev Tolstoi. Por ese entonces, Mario Muchnik (foto) quiso explicar sus razones y lo hizo en un escrito que publicó El Cultural del 30 de octubre de ese mismo año y que, un año más tarde, también levantó la revista El Malpensante, para su número 51.
Por qué una nueva traducción de Guerra y Paz
Desde hace más de cuatro años la gente me lo viene preguntando, al enterarse de que ando metido en proyecto tan desmesurado. La respuesta se divide en dos partes. Primero, porque así como ciertos editores colman sus aspiraciones profesionales editando la Biblia, editar Guerra y paz, una novela que leí a mis 14 años, que releí cinco veces más a lo largo de mi vida y que considero la mejor novela jamás escrita, colma mis propias aspiraciones de editor. Pero, en segundo lugar, porque, como lector, no logro hallar en librerías una edición completa y fiel al original. Suponía, con la mayor parte de mis amigos “asesores”, que la traducción de José Laín Entralgo y Francisco José Alcántara (Argos Vergara, 1979; reeditada por Planeta en 1998) era no sólo la mejor disponible sino una muy buena traducción.
Pero un día de mayo de 1999 me llamó mi traductora del ruso, Lydia Kúper, a quien había contratado como revisora, me invitó a su casa, me sirvió Vichy Catalán y me dijo algo así:
—La traducción de Laín se deja leer. Pero he encontrado algunos errores. Hay que corregirlos.
—Para eso hemos firmado un contrato —respondí—. Dame algún ejemplo.
Me miró con su sonrisa escéptica, se calzó las gafas, fue a la tercera página de la novela y me leyó la frase siguiente: “Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá comprender nunca la pobreza de ánimo del emperador Alejandro”.
Alzó la mirada, se quitó las gafitas y me preguntó:
—¿Qué te parece?
Esperó mi opinión, pero yo no la tenía.
—¿Te parece posible? Es Anna Pávlovna la que habla.
Ante mi silencio añadió:
—Alejandro es el Zar. Me llamó la atención que una noble se refiera tan luego a la pobreza de ánimo de su Zar.
—¿Qué hiciste?
—Consulté el original ruso y comprobé que Tolstói no pone en su boca eso sino todo lo contrario: la sublime altura moral del emperador Alejandro, no la pobreza de ánimo.
—¿Qué dicen las otras traducciones?
Me refería a las traducciones italiana, francesa e inglesa, de las que había entregado a Lydia sendos ejemplares.
—La altura, la altura, las tres dicen la altura moral.
—Pero ¿por qué crees que Laín y Alcántara pusieron lo contrario?
Esta vez fue ella quien guardó silencio. Nos miramos y comenzamos a reírnos.
—¿Cuestiones políticas, crees? —le pregunté, pensando que en el Moscú soviético, donde Laín había trabajado, tal vez no cayera bien un elogio al Zar.
—No creo —dijo—. Pero no sé por qué puso la pobreza en vez de la altura moral. ¿Descuido?
—¿Hay más? —le pregunté luego.
—Mucho más, aunque hasta la tercera página esto es lo más llamativo. Y es inexplicable.
Las correcciones “gordas” fueron muchísimas más de lo que entonces preví. Y ello hasta la última página de la novela: al final de uno de los últimos párrafos del epílogo, antes del apéndice, la traducción de Laín y Alcántara dice: “Esa unidad, en la astronomía, era la inmovilidad de la tierra; en la historia es la independencia del universo, la libertad”; pero Tolstói dice: “en la historia es la independencia del individuo, la libertad”. ¿Por qué Laín y Alcántara ponen universo en lugar de individuo?
Y eso para no hablar de la cantidad de términos, frases y hasta párrafos lisa y llanamente desaparecidos. Ni de los contrasentidos que nacen de errores de sintaxis; ni de los títulos alterados sin la mínima justificación: príncipe por conde, general por coronel; ni de los po-sesivos ambiguos, esos “su” que no se sabe si se refieren al sujeto o al predicado.
El trabajo de Lydia, auténtica nueva traducción del ruso, completa y fiel al original, se prolongó mucho —de hecho Lydia no puso punto final sino a fines de agosto de 2003—. Y ello después de haber hecho una segunda ronda de correcciones. Para ello me pidió autorización: la relectura, me dijo, le había permitido comprender que había sido demasiado indulgente, sobre todo al principio. Y sus segundas correcciones resultaron ser casi tantas como las primeras. De mayo de 1999 a agosto de 2003, son más de cuatro años, cuatro años durante los cuales Lydia y yo estuvimos sumergidos en el universo de Tolstói, reviviendo a la vez la narración y nuestras lecturas de la narración, descubriendo de ese modo detalles minúsculos del genio del autor: maravillándonos de su idioma robusto, audaz; estremeciéndonos ante su conocimiento del alma humana; hallando explicaciones recónditas pero explícitas de muchas actitudes, gestos y hasta sueños de muchos personajes, explicaciones que, en una lectura normal, pasan desapercibidas.
Consciente de esta calidad de la novela, quienes hemos trabajado en este proyecto (y quienes lo han hecho materialmente posible: el Ministerio de Cultura y un grupo de “amigos de Guerra y paz”) hemos hecho bastante más de lo habitual para lograr una edición capaz de sobrevivir muchos años. Como gusta decir Lydia Kúper: hemos puesto “toda el alma” en el trabajo.
Pero un día de mayo de 1999 me llamó mi traductora del ruso, Lydia Kúper, a quien había contratado como revisora, me invitó a su casa, me sirvió Vichy Catalán y me dijo algo así:
—La traducción de Laín se deja leer. Pero he encontrado algunos errores. Hay que corregirlos.
—Para eso hemos firmado un contrato —respondí—. Dame algún ejemplo.
Me miró con su sonrisa escéptica, se calzó las gafas, fue a la tercera página de la novela y me leyó la frase siguiente: “Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá comprender nunca la pobreza de ánimo del emperador Alejandro”.
Alzó la mirada, se quitó las gafitas y me preguntó:
—¿Qué te parece?
Esperó mi opinión, pero yo no la tenía.
—¿Te parece posible? Es Anna Pávlovna la que habla.
Ante mi silencio añadió:
—Alejandro es el Zar. Me llamó la atención que una noble se refiera tan luego a la pobreza de ánimo de su Zar.
—¿Qué hiciste?
—Consulté el original ruso y comprobé que Tolstói no pone en su boca eso sino todo lo contrario: la sublime altura moral del emperador Alejandro, no la pobreza de ánimo.
—¿Qué dicen las otras traducciones?
Me refería a las traducciones italiana, francesa e inglesa, de las que había entregado a Lydia sendos ejemplares.
—La altura, la altura, las tres dicen la altura moral.
—Pero ¿por qué crees que Laín y Alcántara pusieron lo contrario?
Esta vez fue ella quien guardó silencio. Nos miramos y comenzamos a reírnos.
—¿Cuestiones políticas, crees? —le pregunté, pensando que en el Moscú soviético, donde Laín había trabajado, tal vez no cayera bien un elogio al Zar.
—No creo —dijo—. Pero no sé por qué puso la pobreza en vez de la altura moral. ¿Descuido?
—¿Hay más? —le pregunté luego.
—Mucho más, aunque hasta la tercera página esto es lo más llamativo. Y es inexplicable.
Las correcciones “gordas” fueron muchísimas más de lo que entonces preví. Y ello hasta la última página de la novela: al final de uno de los últimos párrafos del epílogo, antes del apéndice, la traducción de Laín y Alcántara dice: “Esa unidad, en la astronomía, era la inmovilidad de la tierra; en la historia es la independencia del universo, la libertad”; pero Tolstói dice: “en la historia es la independencia del individuo, la libertad”. ¿Por qué Laín y Alcántara ponen universo en lugar de individuo?
Y eso para no hablar de la cantidad de términos, frases y hasta párrafos lisa y llanamente desaparecidos. Ni de los contrasentidos que nacen de errores de sintaxis; ni de los títulos alterados sin la mínima justificación: príncipe por conde, general por coronel; ni de los po-sesivos ambiguos, esos “su” que no se sabe si se refieren al sujeto o al predicado.
El trabajo de Lydia, auténtica nueva traducción del ruso, completa y fiel al original, se prolongó mucho —de hecho Lydia no puso punto final sino a fines de agosto de 2003—. Y ello después de haber hecho una segunda ronda de correcciones. Para ello me pidió autorización: la relectura, me dijo, le había permitido comprender que había sido demasiado indulgente, sobre todo al principio. Y sus segundas correcciones resultaron ser casi tantas como las primeras. De mayo de 1999 a agosto de 2003, son más de cuatro años, cuatro años durante los cuales Lydia y yo estuvimos sumergidos en el universo de Tolstói, reviviendo a la vez la narración y nuestras lecturas de la narración, descubriendo de ese modo detalles minúsculos del genio del autor: maravillándonos de su idioma robusto, audaz; estremeciéndonos ante su conocimiento del alma humana; hallando explicaciones recónditas pero explícitas de muchas actitudes, gestos y hasta sueños de muchos personajes, explicaciones que, en una lectura normal, pasan desapercibidas.
Consciente de esta calidad de la novela, quienes hemos trabajado en este proyecto (y quienes lo han hecho materialmente posible: el Ministerio de Cultura y un grupo de “amigos de Guerra y paz”) hemos hecho bastante más de lo habitual para lograr una edición capaz de sobrevivir muchos años. Como gusta decir Lydia Kúper: hemos puesto “toda el alma” en el trabajo.
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