Publicada hace dos días en Perfil, la siguiente columna del escritor argentino Pedro Mairal funciona como crónica de lo que a él le tocó ver en la Feria de Frankfurt.
Y encima, con saco ajeno
Llego tarde a Frankfurt el martes en el tren de alta velocidad, y me pierdo el discuso de inauguración de la Presidenta y de Griselda Gambaro en el Congress Center. En el lobby del hotel Intercontinental, otros argentinos llegan también tarde. Es de esos hoteles lujosos y clonados, para que el viajero calme su angustia por la extranjería y se sienta como en casa tanto en Dubai, en Singapur o en Alemania. Hotel de chocolatito arriba de la almohada, rosa flotante en la mesa del desayuno, wi-fi en la habitación a cinco euros la hora y dos canales porno que hay que pagar para ver. Dejo las cosas y bajo al lobby a la zona del wi-fi libre, donde uno puede por fin enchufarse la banda ancha a la vena. Me topo con escritores que vuelven de la inauguración. Dicen que estuvo muy bien Griselda Gambaro, que dijo que es importante que el escritor mantenga la disidencia como estado de alerta y que esté siempre en conflicto con la autoridad. Al parecer, la Presidenta malinterpretó sus palabras y le contestó en su discurso, recogiendo un guante que Gambaro no había tirado. Hablaban dos idiomas distintos, me dicen. A otros les parece que los alemanes quedaron fascinados con Cristina.
Ahora hay que prepararse para ir a la gala de la Opera. La periodista Silvina Friera me ve con mi camisa blanca impecable y me dice que no me van a dejar entrar sin saco y corbata. No traje, le digo. No te van a dejar entrar. Me alarmo. Siempre la pifio con la ropa. Cuando voy de jeans era de saco, cuando voy de saco era de jeans. Hernán Brienza me presta su corbata. A los cinco minutos, ya estoy escrachado en su Twitter: “Mairal se olvidó el saco y corbata”. No me olvidé, pensé que no los iba a necesitar. Me pongo la corbata y mi campera gris. ¿Parezco un remisero? Sí, me dice Friera. A pesar de que en una época yo fui bautizado por Fabián Casas como “el remisero absoluto”, prefiero evitar el look. Subo a mi cuarto y esperando un milagro, abro el placard para ver si el viajero anterior se olvidó un saco para mí. Frente a las perchas vacías, se me ocurre preguntarle al concerje. Me dice que tienen sacos en la oficina de objetos perdidos. Me pregunta mi talla, y qué color. Medium, blue. Al rato, trae un saco azul que me queda perfecto. No conozco gente más eficiente que los alemanes. Firmo un voucher de 150 euros por si lo llego a perder, y al salir me miro de reojo en el espejo. Una facha bastante respetable.
Por supuesto, en la Alte Oper la gente está elegante pero no frenan a ningún disidente de remera y zaptillas, que los hay. Toca el piano Barenboim y mi acelere no me permite escucharlo, pero después Mederos toca su bandoneón y siento que me vuelve el alma al cuerpo, que estoy ahí, con mi saco prestado, olvidado por algún turista global; estoy sentado en Frankfurt escuchando "Adiós Nonino" con un nudo en la garganta. Soy eso, pienso, esa melancolía ronca, las notas largas, el ritmo envalentonado. El bandoneón se creó para tocar música sacra en las iglesias alemanas, después pasó por los prostíbulos porteños y ahora está de vuelta en Alemania, transformado, sonando sexual y espiritual al mismo tiempo.
Al día siguiente, al llegar al pabellón argentino, me cuesta descifrarlo. Lo primero que veo son gigantografías de la Presidenta saludando en el Bicentenario y entregando computadoras en las escuelas. Me pregunto si se puede concebir el peronismo sin un culto a la persona, sin paternalismo (o sin maternalismo en este caso). De todas formas, la foto de la Presidenta es más chica que la foto de Evita y la de Borges y la de Maradona que cuelgan en cortinas traslúcidas. Hay un laberinto con primeras ediciones bastante impresionante. La primera edición de Espantapájaros, de Adán Buenosayres, de El Aleph. Está la patente de Arlt cuando registró su invento: “Un nuevo procedimiento industrial para producir una media de mujer cuyo punto no se corre en la malla”. Lo veo a Rep terminando un mural hipnótico, con caricaturas de escritores argentinos. Sin duda, la parte más lograda del pabellón. Con ese fondo, nos sentamos ahí con mis compañeros de mesa y hablamos de Cortázar.
Después me escapo para ver a mi editor alemán. La Feria del Libro de Frankfurt parece un aeropuerto. Hay pasillos aéreos interminables, señalización perfecta, cintas transportadoras, escaleras mecánicas, largas distancias que la gente atraviesa en combis que comunican los pabellones o caminando a las zancadas como temiendo perder una cita de su agenda saturada. Es más que nada una feria de editores y agentes literarios que hacen sus negocios y que, de vez en cuando, para bajarles los humos, invitan a algunos autores, así ven el océano de libros en el cual su obra es apenas una gota de agua. Mi editor me lleva a ver a mi agente. Los agentes literarios están en un pabellón cerrado al público, del tamaño de dos canchas de fútbol, cada uno en un miniescritorio donde van recibiendo a editores para ofrecerles autores. Es como un lugar gigante de citas rápidas o speed-dating. Es el gran mercado del libro funcionando a toda velocidad. Un hormiguero pateado. Los agentes, como Sherezade, les cuentan a los editores los libros que tienen, resumidos en pocas palabras.
A la noche, en el hotel Frankfurter Hof, un hotel de lujo, veo cómo agentes y editores se van emborrachando en una sucesión de cócteles y terminan de consolidar los negocios. Me piden mi tarjeta. No tengo tarjeta. Soy un impostor. Ni siquiera logro representar a mí país. Con copas de champagne en la mano, me vuelven a preguntar si mi novela es sobre los desaparecidos. No. Y no habla del tango tampoco. Ni de Evita, ni del Che, ni de Gardel. Un desastre. Y encima, el saco no es mío.
Excelente crónica, yo tb la reproduje en mi blog. Debe ser raro estar ahí y tener que poner la cara al lado de tantas caras...
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