miércoles, 9 de mayo de 2012

"El hispanismo ortopédico de esas traducciones iba camino de tornarse ilegible"

Así como el 2 de mayo ofrecimos un fragmento del trabajo de Lucrecia Orensanz, incluido en  La traducción literaria en América Latina, compilado por Gabriela Adamo, a continuación, y sólo en respuesta a los muchos mails que llegaron requiriendo más, ofrecemos otro fragmento, en la oportunidad del trabajo de Andrés Ehrenhaus para ese mismo libro.

Traducción argentina en España.
Hacia una poética de la experiencia.

3. Inquilinato
Tengo un amigo que sostiene que una persona no es adulta del todo hasta que no paga su primera cuota de alquiler. Dejamos atrás la adolescencia cuando nos hacemos cargo de lo que cuesta en términos reales disponer de un techo, conservarlo, mantenerlo y mejorarlo un mes tras otro. Así, si pasé de la adolescencia como traductor a una relativa adultez fue porque dejé de ser huésped y pase a ser inquilino. Aquí también a la etimología me remito. Inquilino es aquel que ocupa la tierra que otro ha cultivado a cambio de una renta. Lo que antes, en el hospedaje, era una servidumbre o tributo de cortesía, ahora se había convertido en un valor concreto y estable, en una cantidad que, entre otras cosas, permite una cierta previsión o planificación de futuro. Como traductor, viviré en esta lengua, durante tanto tiempo, a cambio de tanto; a la vez, podré disponer de ella con la libertad que me otorguen las condiciones del contrato de arriendo, que con las prisas quizás no he leído a fondo y hasta los últimos detalles de la letra pequeña pero que me da un respiro para discernir entre lo dado, o la ilusión de lo que es mío momentánea o azarosamente, y lo que llevo puesto; de ahí que me atreva a decir que esta conciencia incipiente del lenguaje de la traducción que disparó en mí el inquilinato era un fenómeno kantiano. Lo cual no tendría ningún valor añadido si no fuera porque implicaba una pérdida de inocencia sin vuelta atrás. Volver a la condición de huésped no habría borrado el salto de pantalla.

Pero dejémonos de generalidades. ¿En qué consistía en datos concretos ese inquilinato? Yo por entonces había pasado ya por una de las condiciones más silenciadas pero recurridas de la profesión, cual es la negritud. Muchos traductores que hoy ostentamos el dudoso rango de paradigmas nos iniciamos en esa institución y negreamos para otros que, paradigmáticos o no, estaban en posición de permitirse o necesitar uno o varios negros, es decir, uno o varios colegas dispuestos a traducir en nombre de otro y renunciar, por tanto, a las mieles del magro reconocimiento a cambio de dinero, es claro, y una merma considerable de responsabilidad. De hecho, esa merma era lo de menos, porque el profesional, ni que sea en ciernes, intenta dar lo mejor de sí en todo momento (y a esa Responsabilidad se debe), pero la exposición al rechazo es mucho menor y además lleva consigo una cierta garantía de aprendizaje. El negro aprende del negrero tanto como éste entiende que necesita enseñar para no ver comprometido su prestigio o, en todo caso, su fuente de trabajo y su paga; mentira, de hecho aprende más, aprende aunque el negrero no le enseñe ni el rabillo de la uña. Y lo primero que aprende, si no lo había aprendido ya, es que en traducción el espacio se mide en tiempo y el tiempo, en espacio. El buen negrero, que suele ser también el tipo de negrero más habitual, no solo no usa látigo sino que trabaja tanto o más que sus negros, porque sabe que esa condición es una eventualidad; además, si han salido vivos y coleando del apremio, no duda en cortarles las cadenas y recomendarlos al editor para el que los ha negreado. Y el que no lo hace, debería hacerlo.

Salido del armario de la negritud (aunque ya llevaba mucho tute traduciendo textos técnicos, científicos o comerciales, manuales de electrodomésticos o pleonasmos publicitarios, quizás como castigo –eso sí, bastante bien remunerado– por lo que le había hecho illo tempore a Lacan), y con un modesto departamentito en alquiler, me asomé orgulloso al balcón y observé que había dos o tres macetas con malvones resecos. Aunque eso en el contrato kantiano de lo dado eran tiestos de geranios, de lo que no cabía deuda era de que estaban en las últimas por falta de riego. Regar la lengua, mejor que limpiarla y antes que lustrarla. De a poco íbamos entendiendo que nuestra particular naturaleza lingüística nos condenaba a amueblar con lo puesto la esquizofrenia para zafar de las razzias de la paranoia: si había que regar los tiestos de geranios, nada nos impedía que usáramos una pava en vez de una tetera, la misma pava con que nos cebábamos el mate. Fue una época en la que varios traductores rioplatenses empezamos a participar en coloquios y encuentros acerca de la propiedad de la lengua. Poco sabíamos que el camino que va del inquilinato a la propiedad es cruel y es mucho, sobre todo cuando el que nos da de comer es el dueño de los departamentos. Tampoco sabíamos o no queríamos acordarnos de que la propiedad de la lengua es un bien privado, y que ya hacía más de cuatrocientos años que el gramático Nebrija había sentado las bases políticas de su copyright; en cambio, nos sentábamos a debatir como si pudiéramos dirimir algo, como si tuviéramos palabras en las manos que fueran a hacer temblar a nadie. Nos acalorábamos en la calidez de los recintos aterciopelados y modernos donde el establishment cultural nos concedía un auditorio y un micrófono durante un tiempo acotado, seguros de haber entrevisto la punta del cabo y dándonos codazos para ver quién lo asía, lo agarraba, lo cogía primero. Algunos, los que lo tenían más o menos aferrado, no querían soltarlo: eran compañeros inquilinos pero asimismo traidores, se les veía en la cara que su contrato de arriendo incluía una cláusula de opción a compra. ¿Cómo habían podido? Y sin embargo todos, ellos y nosotros, volvíamos a casa y regábamos los tiestos de geranios antes de acostarnos. La traducción argentina y en España, y la latinoamericana en general, vivió durante esos años de la explosión del consumo y las vacas cromadas escindida por dentro pero inmarcesible por fuera.

Los traductores argentinos, chilenos, peruanos, centroamericanos ganaban premios, incluso Premios Nacionales (Juan José del Solar en 1994, Mario Merlino en 2005). No solo éramos legión, sino que nos habíamos convertido en gurkas. Lo de desamericanizar traducciones indígenas había quedado atrás como un juego de niños, ahora españolizábamos lo propio sin que se nos moviera una pestaña. Nuestros mulatos del Bronx vivían en chabolos de Carabanchel privando birras con sus churris y el resto de la basca. Y mientras naturalizábamos, mateábamos o nos sorbíamos el mate. Porque, aparte de ganar premios o prestigio o el respeto de nuestros colegas, algunos de nosotros empezamos a dar clases de traducción al sufrido alumnado local: les decíamos cómo se traduce mientras pensábamos que la verdadera pregunta es para qué se traduce.

Un inciso aquí. Tengo muy claro que lo que para la mayoría de especialistas de la metatraducción (críticos o mejor dicho reseñistas, traductólogos, editores de todos los colores y tamaños, lectores lanzados, políticos y curiosos) es un misterio epistemológico, para los profesionales del ramo es pura ontología: la traducción o es o no es. Punto. Cuando es, o sea, cuando se ha consumado mediante el duro trabajo diario y merced a las destrezas del oficio, es. Por tanto, traducir no es un misterio ni siquiera cuando no es; en todo caso es un vacío, la no traducción, la nada. Esta certeza del traductor no tiene que ver ni con el hospedaje ni con el inquilinato; ni siquiera con la etapa superior de la propiedad (suponiendo que existiera): tiene que ver con la práctica y su rendimiento material, con el tiempo vuelto espacio y el espacio, tiempo, al que me refería un rato antes. Por eso, porque la traducción es, preguntarse cómo no tiene tanto sentido como preguntarse para qué. Es el para qué el que condiciona el cómo y no viceversa. Fin del inciso.

O para quién. En 2006 me invitaron, junto a un nutrido y potente grupo de traductores españoles o no que vivíamos y trabajábamos en España, a participar en las I Jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria, celebradas en Rosario. La presencia local e hispanoamericana también era de lo más nutrida y potente, y el encuentro fue enormemente fructífero. Era la primera vez que se nos invitaba a convivir, compartir y confrontar en tan gran número a traductores literarios de todas las procedencias y pareceres. Hacía apenas dos años se había celebrado en esas mismas instalaciones el Congreso Internacional de la Lengua Española, con una repercusión mucho mayor en las ex colonias que en la antigua metrópoli que, sin embargo, era la que aportaba el mayor aparato financiero. Los ecos de ese congreso todavía se notaban en Rosario, eran explícitos. Entre la delegación española nos semi camuflábamos varios sudacas, unos cuantos de nosotros ya cercanos a vivir , sin saberlo entonces, las últimas etapas de nuestro inquilinato. El caso es que, multitudinarios asados, orgiásticos pescados de río y placenteras mateadas colectivas aparte, la masa crítica de los debates, el núcleo dialéctico duro del público, que era mucho y en gran medida formado por estudiantes universitarios y los propios ponentes, se fue decantando en dos bandos educadamente beligerantes: los traductores argentinos y muchos de los latinoamericanos por un lado y los españoles (o gurkas) por el otro. El asunto que, a pesar de la variedad temática del encuentro, iría polarizando al auditorio fue no otro que este: las traducciones españolas son cada vez peores.

Como digo, la asidicha delegación española estaba formada por la creme de la profesión: Miguel Sáenz, Emilio Crespo, Luis Martínez de Merlo, Olivia de Miguel, Fernando Toda, Juan Gabriel López Guix, Mari Pepa Palomero y María Teresa Gallego entre otros, una especie de all-stars soñado; junto a ellos y haciendo de cancheros cicerones nos habíamos trasladado pesos pesados como Marietta Gargatagli , Adán Kovacsis o el mencionado Mario Merlino (un gran amigo además de enorme poeta, que se murió intolerablemente hace ya dos años) y otros más ligeros, como yo mismo. Mi condición de agente doble confeso, toda vez que como ponente me tocaba hablar del estado de la profesión en España, me colocó en la incómoda tesitura de mediar en la inesperada (al menos para nosotros los indianos) polémica y tratar de evitar que llegara a refriega, congresualmente hablando, se sobrentiende. Yo no solo conocía y había leído con placer y admiración sus traducciones, sino que era amigo de varios de los que estaban siendo puestos en entredicho. He de decir aquí que mi asombro y turbación eran muy superiores a las de los cuestionados, que sonreían amablemente, sin duda pensando en que no había herida que no curara un buen surubí a la parrilla; yo, sin embargo, sufría por ellos… y por mí. Ellos eran yo, yo era ellos. No en vano regábamos los mismos tiestos de geranios. Así que salí en su defensa. Afeé la conducta poco hospitalaria (mirá por dónde) de los anfitriones y me dediqué a describir las virtudes de la traducción a la española. Quizás fue un gesto noble el mío, pero pasó desapercibido: no convencí a unos ni saqué a los otros de sus sueños de surubí. En mí, en cambio, encendió una mecha de efecto retardado. Muy retardado.

Porque en ese preciso momento de mi vida yo estaba traduciendo, entre otras cosas menos vistosas, los 154 Sonetos de Shakespeare. Y, como le diría en 1983 –si no recuerdo mal– Osvaldo Lamborghini a mi amigo, colega y mentor Marcelo Cohen, cuando ambos pedaleaban de distinto modo en Barcelona (Marcelo de alquiler, Lamborghini en un departamento de propiedad de la que ahora es su viuda), los estaba traduciendo al gallego. Está claro que Lamborghini sabía de antemano muchas más cosas que nosotros: se había dado perfecta cuenta de la implacable problemática anal en la que estaba (y tal vez siga estando) inmersa Argentina y de que los traductores latinoamericanos estábamos dispuestos a traducir al gallego sin pensarlo demasiado. Como si solo hubiera un único castellano, ficticio para más señas, que solo se hablaba en las páginas de los libros traducidos para la industria editorial de España. En el medio del camino de esa traducción me encontré en un claroscuro en la selva; la vía no estaba cortada sino parcialmente interrumpida por una cabaña. Con un cartel en la fachada. Decía: en venta.
 
4. La ilusión propietaria
La traducción de los Sonetos, con el chispido de la mecha retardada de fondo, me hizo reflexionar sobre muchas cosas. Sobre aspectos técnicos –desarrollé toda una teoría al uso acerca de la prioridad de la materia por encima del sentido en la traducción no solo de poesía, teoría que ahora no viene en absoluto al caso– y sobre aspectos políticos: para quién, para qué traducimos. Puesto que nosotros somos nuestro primer lector, no se discute que en primer lugar traducimos para nosotros; pero no para nosotros mismos, es decir, no para que la traducción quede en nosotros. Y puesto que la traducción es, a la vez, un encargo que nos hace otro, traducimos en segunda instancia para ese otro. Tanto ese nosotros, el yo traductor, como el otro, el superyó editor, son, una vez establecidos (traductor fulanito, editor menganito) invariables, puesto que vienen puestos y no dados. Pero hay un tercer lector que es el que vuelve trascendente la obra, el lector variable, el mercado, la intemperie. Es importante saber quién es ese tercer lector al que dirigimos nuestras palabras, porque es el que nos refleja y devuelve nuestra imagen. Los traductores de teatro, que conocen a su público casi cara por cara, lo tienen bastante más fácil, pero el traductor que trabaja para públicos masivos tiene que hacer un esfuerzo adicional para saber en qué terreno tratará de establecerse y cimentar la propiedad de la lengua. Si vamos a traducir al gallego y por qué, para quién, por cuánto. Por cuánto no en términos dolaritarios sino de libertad lingüística.

Lo que mis atrevidos colegas argentinos querían decir en las Jornadas de Rosario cuando se quejaron masivamente de las traducciones españolas y su creciente merma de calidad era que, para ese tercer lector en tanto argentino o, peor aún (por la vastedad) latinoamericano, la galleguez, el centralismo artificial, el hispanismo ortopédico de esas traducciones iba camino de tornarse ilegible. ¿Por qué? ¿Qué las hacía, que las hace horrísonas al oído sudaca? Porque precisamente de oído y no de ojo se trata. El problema, a mi entender, no es tanto que se lean mal sino sobre todo que suenan mal, que responden a otra lógica discursiva, no léxica sino prosódica. Lo que molesta de la palabra chaval no es la cuestión hermenéutica, porque todo lector latinoamericano sabe lo que es un chaval, del mismo modo que todo lector español sabe, aunque no lo apruebe en un texto traducido, lo que es un pibe o un chamaco, sino la resonancia de un eco otro y, en el caso de las traducciones españolas que se leen actualmente en Latinoamérica, de un sello neoimperial, rubricado por una política económico cultural de rehispanización a la que los traductores, sudacas o no, que trabajamos en España, estamos alimentando con el fruto de nuestros cacúmenes. Las disquisiciones de los traductores americanos que vivimos en la península acerca de la adquisición de una vivienda lingüística pasa necesariamente (y no contingentemente) por la conciencia de esta rehispanización política en la que la lengua ha de hacer, como en tiempos –y en la modernísima y clarividente imaginación– de Nebrija, las funciones de infraestructura vehicular.

Rehispanizar antes de que el castellano se americanice irremisiblemente: ¿he ahí el proyecto paranoico acrítico que subyace a la llamada panhispanización? Rehispanizar para recuperar terreno, cultural, económico, político, estratégico. En este punto estamos. No todos los traductores latinoamericanos que trabajamos para la industria editorial y cultural española compartimos la misma preocupación y, desde luego, la mayoría de nuestros colegas locales se resisten a tomar partido explícito o participar siquiera en una polémica abierta sobre la propiedad del castellano. En una enorme proporción de casos, toda la discusión, si la hay, se libra y desvanece en el terreno lexicológico, y se pierden de vista no ya los aspectos macroculturales del asunto sino los matices más inmediatos y consuetudinarios como son la cadencia, los acentos, las referencias sonoras, las imágenes y tropos, los sabores. Traduciendo esos sonetos de Shakespeare, descubrí o creí descubrir o fantaseé con que descubría que algunos de los poemas, en especial el 29, el 109, el 110, eran no solo de temática tanguera sino que recurrían con insólita anticipación a metáforas propias del tango. Muchos letristas de tango habían leído a los barrocos españoles y Shakespeare probablemente también, así que el descubrimiento no era tan bizarro. Es en esos sonetos donde mi traducción, a pesar del vocabulario y los modos verbales, no es en absoluto gallega, como deploraba Lamborghini. Tal vez esté ahí el terrenito donde, poco a poco, vayamos buscándole un lugar al quincho y a la parrilla para el asado.

3 comentarios:

  1. ¡Excelente! ¡Qué bueno pasar de ser huésped a ser inquilino!! Pero mucho mejor es ya dejar el inquilinato. Y esto cuesta el mismo esfuerzo que adquirir hoy una modesta pero digna propiedad en éste, un país tan inestable. ¿Es que se podrá acceder a un "crédito hipotecario-literario", a pagar en muchas cuotas si fuere necesario, para poder acceder a la condición de "genuino y legítimo propietario"? Si ya lo han conseguido, sería muy solidario compartir la información: ¿dónde?¿cuándo? ¿cómo?
    Muy agradecida desde ya por el placer de esta lectura y por haber podido saborear las mieles de una pasión compartida.
    Astrid H. Castellini

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  2. querida astrid, me temo que tengo malas noticias: la genuina propiedad de la lengua no se consigue nunca. quizás debí añadir esta apostilla al final del artículo. la lengua, por suerte, no tiene propietarios, porque no es territorio agrimensible. no hay cómo ponerle cercos! (a pesar de los esfuerzos de muchas instituciones). la consigna sería, en todo caso, a desalambrar y abrir tranqueras. eso sí, cada tanto un asadito para reponer fuerzas.

    un abrazo,
    andrés

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