Un artículo del escritor y traductor colombiano Juan Manuel Pombo (Bogotá, 1953), publicado en la revista El Malpensante, nº78, de mayo-junio de 2007. En la bajada de la nota se lee: “Los diccionarios se compran ya listos. Pero ¿quién los hace y cómo? El autor pasó cinco años en la redacción de uno y nos cuenta algunas vicisitudes que se viven en ese extraño mundo de las definiciones verbales”.
ABC de un oficio grato
"Huir hacia delante” describe bien el impulso que me llevó a emprender aquel viaje. Harto de mi trabajo, de los noticieros del país y de mí mismo hice todo lo posible para terminar dando clases de español en un colegio público en Londres, Inglaterra. La expresión salir de Guatemala para meterse en Guatepeor daría fiel cuenta de lo que constituyó ese primer paso en mi proyecto de evasión. El 30% de mis nuevos alumnos en el extranjero era de origen turco, otro 30% de origen paquistaní y el 40% restante, hijos de una clase obrera inglesa por entonces desempleada, golpeada y resentida. Turco, urdu y sobre todo inglés eran las lenguas que más urgentemente necesitaban aprender todos aquellos niños. Una alumnita adolescente, en pago por mis ridículos e inútiles esfuerzos, amenazó con incendiar el por lo demás agradable apartamento en un sótano donde yo vivía. Al terminar ese año más bien aciago, con la ayuda de un profesor universitario a quien le cayó en gracia, más que mi tesina sobre César Vallejo, el entusiasmo con el que recitaba algunos versos sueltos de Trilce (“la tarde cocinera se detiene/ ante la mesa donde tú comiste/ y no prueba ni agua de lo puro triste”), logré sortear los obstáculos que el Ministerio del Interior británico ponía para poder matricularme y hacer una maestría en Spanish and Latin American Studies, solventándome durante los siguientes dos años en muy buena medida con la ayuda de clases particulares de español. El primer día de clases con una de mis alumnas en este nuevo oficio, a la pregunta de por qué quería estudiar español me respondió: “Porque en dos semanas viajo al Brasil”. Con todo, la maestría fue una verdadera maravilla: aprendí con voracidad y como nunca. Sin embargo, a medida que pasaban los meses se acercaba también el final de mi estadía y todavía no quería volver al país. Envié una treintena de solicitudes para enrolarme como profesor de español “asistente” (así los llamaban) en colleges y universidades por todo el Reino Unido. Aún conservo las cartas con las negativas; las fui guardando para que por lo menos engrosaran mi hoja de vida: tal la cortesía británica de las respuestas, en serio. Hasta que un día un aviso limitado en las páginas de The Guardian inició mi ilustración en el ámbito de la lexicografía.
En los consabidos escasos centímetros cuadrados de los que suelen disponer tales avisos, solicitaban, palabras más palabras menos, traductores para un proyecto lexicográfico español-inglés. A modo de pie de nota encomendaban establecer de qué idioma a qué idioma traduciría el posible candidato. Lo primero que hice, claro, fue averiguar de qué iba la lexicografía porque aunque hoy me parezca increíble, la verdad es que nunca antes me había cruzado con el término. Una vez enterado (tras consultar el ubicuo Pequeño Larousse) de que se trataba de “la elaboración de diccionarios”, procedí a redactar la carta de presentación señalando además mi más profundo interés. La redacté, por supuesto, en esmerado inglés. Una vez terminé un borrador en limpio se lo pasé a mi amable arrendador, quien la encontró bien: si mal no recuerdo sólo corrigió un par de erratas y un error de tiempo verbal. Saqué copia en limpio y me dispuse a conciliar el sueño que, sin embargo, aquella noche me resultó esquivo. Di vueltas y vueltas en la cama. Lo que me mortificaba era, eso pensaba por entonces, un asunto menor: ¿por qué demonios aquello de indicar de qué idioma a qué idioma traducía el posible candidato? ¿No era eso apenas obvio? En fin, en mi premura ignorante, en aquella carta anunciaba que traduciría, por supuesto, del español al inglés. Después de todo (y hasta entonces), casi siempre que me habían pedido el favor de traducir algo, tal era la naturaleza del esfuerzo.
El hecho es que la espina de ese insomnio salvó lo que se convertiría en uno de los trabajos más estimulantes que haya realizado en la vida. A las tres de la madrugada, y como por arte de birlibirloque, comprendí lo que era verdaderamente obvio: yo, en tanto hispanohablante, debía traducir del inglés al español, y no viceversa. A la mañana siguiente transcribí una vez más la carta corrigiendo ese pequeño detalle y la envié por correo postal esperando lo mejor en tiempos difíciles. Aún no existía el correo electrónico, y la Thatcher y Reagan campeaban imponiendo en tándem su “nuevo orden mundial”. A los diez días recibí respuesta: una carta acompañada de una prueba relativamente sencilla que consistía en traducir, del inglés al español, veinte oraciones bien redactadas y más o menos largas. La única cascarita que recuerdo a ciencia cierta la constituía el concepto de “shadow cabinet” dentro de una de las frases. Ya había vivido suficiente tiempo en Inglaterra como para saber bien de qué se trataba, pero jamás había oído hablar en español de “gabinete en la sombra”. Así las cosas, opté por traducir el concepto mediante una definición, un recurso perfectamente válido: hablé del “gobierno en oposición”. No mucho tiempo después, para mi sorpresa, recibí una revista Semana con un artículo en el que, hablando no sé si durante el gobierno de Barco o de Gaviria, aparecía en letra de molde el término de “gabinete en la sombra” (probablemente entre comillas). Aún hoy no sé muy bien cuál de las dos opciones prefiero.
En fin, realicé la prueba y la envié. Una semana más tarde llegó a vuelta de correo una cita para una entrevista. Me entrevistó quien luego sería mi jefe, Beatriz Galimberti, una uruguaya brillante, casada con inglés y residente en Inglaterra. La entrevista fue, por tanto, en español. Prácticamente al entrar, tras los saludos de rigor, Beatriz entró en materia (se había preparado) preguntándome para mí qué era un “chinchorro”. Contesté en el acto que se trataba de unas hamacas tejidas a mano originarias de La Guajira , al norte de Colombia. Beatriz frunció un poco el ceño y me replicó que si no era entonces una red de pesca. En ese instante recordé que también había oído usar la misma palabra para designar, en efecto, unas redes de pesca similares a las conocidas, por lo menos en el Tolima, como atarrayas. Se lo dejé saber. Beatriz había consultado un viejo Larousse y eso era lo que allí estaba registrado: “red barredera”. Un poco incómodo con mi posible desacierto, vi de pronto sobre el escritorio de la mujer una copia de El coronel no tiene quién le escriba. Tomé el libro en mis manos y abrí una página al azar: cuál no sería mi sorpresa cuando, justo en la página que acababa de abrir, el coronel se echaba cuan largo era sobre un chinchorro. Leí la oración en voz alta: como se comprenderá, aquel azar causó excelente impresión. Se fijó una fecha para otra prueba que habría de realizarse en los predios del grupo editorial y que presentaríamos veinte candidatos para escoger entre ellos cinco, dos para el equipo angloparlante y tres para el hispanohablante, tal el total de vacantes. Antes de despedirme le pregunté que cuánta gente había respondido al aviso en el periódico. 250, me contestó, de los cuales habían descartado 200 en las primeras de cambio, aun antes de examinar la prueba de las 20 oraciones, y esto a partir de un criterio tajante y preciso: todo candidato que manifestó querer hacer traducción “inversa”, es decir, al idioma que no le era nativo, cayó en esa primera redada... en ese primer lanzamiento de la “red barredera”.
La siguiente prueba fue mucho más dura. Grosso modo, el asunto consistía en desempeñar lo que podría llamar una especie de autopsia o disección del idioma. Para dar una idea de manera breve, tomemos por caso el adjetivo “flojo”. ¿Cuántas acepciones tiene este vocablo en español? Para contestar a la pregunta, piénsese en los siguientes ejemplos de uso: un trabajo flojo, un tipo flojo, un cordón flojo y la cuerda floja, esta última entre otras cosas porque en inglés la susodicha se conoce como “tightrope”, es decir, literalmente lo contrario: cuerda “tensa” o “en tensión”. En el primer caso se trata de un trabajo mediocre, en el segundo de una persona perezosa, en el tercero de un cordón desamarrado y en el último el interés reside en el aparente pero significativo contrasentido que se da en los dos idiomas en cuestión. Es decir, el adjetivo “flojo” en español significa por lo menos tres cosas.
La prueba para los futuros “lexicógrafos”, no sobra decirlo, se realizó en el idioma de cada cual; en otras palabras, no era una prueba de traducción sino de conocimiento de la lengua materna. Habían destinado para realizarla una mañana, de 9:00 a.m. a 12 meridiano. De los diez candidatos hispanohablantes, yo fui el último en salir: a las cinco en punto de la tarde... como es bien sabido, la hora de la muerte ingrata del insigne torero Ignacio Sánchez Mejía. La mayoría de los aspirantes terminó en el plazo previamente establecido. Al salir pensé que hasta ahí me había traído el río y acompañado la buena suerte.
Cuando ingresé al grupo de lexicógrafos el proyecto ya llevaba casi tres años en curso y era de una envergadura descomunal. Había cinco equipos: alemán, español, francés, portugués y uno matriz, en inglés. La idea era producir simultáneamente cuatro diccionarios bilingües. Cada uno de los equipos constaba de tres a cinco miembros, es decir, una nómina de planta que se acercaba a los treinta empleados, sin contar el personal administrativo ni los dos personajes que se encargaban de sistematizar la base de datos. No existían los computadores personales. El trabajo lexicográfico se realizaba a mano con papel, borrador y lápiz. Un buen día, y cuando nadie se lo esperaba, llegó la orden de Nueva York (por entonces el grupo editorial encargado del proyecto era Collier-Macmillan) de suspender de manera definitiva los diccionarios en alemán, francés y portugués. La razón que adujeron los directivos de la empresa fue que, a su saber y entender, sólo sería posible desarrollar un producto superior a la competencia existente en el idioma español. Nuestro rasero era el diccionario español-inglés Collins. De alguna manera considerábamos que, si quedaba por lo menos igual al susodicho, nos daríamos por bien servidos. Allí permanecí hasta la terminación del proyecto, cinco años más tarde. El diccionario, finalmente publicado por Oxford University Press (OUP), salió a la luz en 1994. En 1998 apareció una segunda edición y en 2003 una tercera, léase bien: tercera edición revisada y actualizada, no una reimpresión... es increíble lo mucho que puede envejecer un diccionario en apenas diez años.
Una vez aupado en el proyecto, al contarle a la gente sobre mi trabajo por lo general solía oír dos cosas: “Miércoles, usted debe saber un jurgo de palabras” y luego, “cómo diablos se hace un diccionario”. Respecto a la primera afirmación, mi comentario era y sigue siendo que no, el número de palabras que incorporé a mi vocabulario activo no aumentó de manera significativa a raíz de mi trajín lexicográfico. Todo el mundo opera, al expresarse en cualquier idioma, con un vocabulario “activo” y otro “pasivo”. Se dice que una persona con un vocabulario activo de unas 500 palabras tiene ya en efecto un dominio operacional en cualquier lengua. Un bachiller promedio debería contar con un vocabulario activo de unas 1.500 palabras. A ojo de buen cubero, yo sospecho contar con un bagaje activo de más o menos 3.500 a 4.000 palabras en español... puede que esté siendo demasiado generoso conmigo mismo, no lo sé. Dicen, también, que en El Quijote se utiliza un léxico aproximado de unos 15.000 vocablos. Sería interesante saber la cifra para Cien años de soledad. Recuérdese, eso sí, que por palabra en este contexto no se cuentan las conjugaciones verbales ni las terminaciones femeninas o masculinas de los adjetivos, por ejemplo. La persona con un vocabulario activo de 500 palabras debe poder manejar en principio las principales declinaciones verbales aunque quizá pueda tener algún problema con las irregulares. En dos palabras, el vocabulario activo es el que usamos para expresarnos oralmente, ya que al escribir recurrimos a una veta mucho más profunda y rica que se conoce como el vocabulario pasivo y a la que ingresamos con ayuda de la memoria, la etimología, la asociación y, claro, los diccionarios, para así rescatar en muchas ocasiones unas joyitas precisas, indispensables e imprescindibles que a veces permanecen semiocultas entre gallos y medianoche. En breve, las palabras “difíciles”, las especializadas y las “palabrotas” son el problema menor del lexicógrafo: fisiocracia es fisiocracia y punto. El verdadero problema, allí donde más vale andarse con pies de plomo, está en las palabras de todos los días, las preposiciones y conjunciones, algunos verbos, los dichos y los refranes, todos esos delicados mecanismos y engranajes que aprendemos a usar casi sin darnos cuenta de la teta de nuestras madres y que constituyen el grueso del corpus de una lengua: la única riqueza verdaderamente bien distribuida en el mundo.
Respecto al segundo punto, cómo se hace un diccionario (en este caso, un diccionario bilingüe), en el fondo son dos los pasos estructurales esenciales: primero, se compilan por separado los cuerpos de los dos idiomas pertinentes. La compilación conlleva realizar el análisis que arriba comparé con una autopsia o disección lo más rica posible en ejemplos de uso (aunque después desparezcan, es decir, aunque en última instancia no salgan en la publicación impresa), sobre todo de aquellos usos y modismos frecuentes que puedan implicar variantes en el otro idioma. Hecho esto, el corpus en español pasa al equipo angloparlante y el corpus en inglés al hispanohablante, para poner en marcha el proceso de traducción y dar inicio a una encantadora y verdadera reconstrucción o representación de los sucesos de la torre de Babel en donde el pueblo es el que manda, en otras palabras, en donde la norma la establece el uso (y abuso si se quiere) y no la academia ni el rey: los diccionarios también se equivocan y con mucha más frecuencia de lo que la gente cree.
Para empezar, el concepto de Academia de la Lengua no es universal. En el mundo sajón no existe. Igual que ocurre con la tradición del derecho consuetudinario, los grandes diccionarios de la lengua inglesa no son recopilaciones preceptivas sino fieles recolecciones del sentido de lo que la gente quiere decir cuando dice lo que dice. A diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre con nuestro Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), donde en la primera acepción de un vocablo suelen consignar su significado más antiguo y sólo en última instancia el más reciente (haciendo gala, supongo, de un purismo equívoco y trasnochado), en los diccionarios sajones colocan en primer lugar lo que el término significa para la gente tal y como se usa en el hoy por hoy, y sólo en última instancia lo que alguna vez significó, por ejemplo, para Shakespeare. El conservatismo del drae llegó a veces hasta tal punto que, fieles a una norma (espero que ya no exista) que consistía en no incorporar al cuerpo de su diccionario un vocablo si antes el susodicho no había aparecido en letra de molde durante por lo menos veinticinco años, terminaron por incorporar el galicismo corsé cuando éste ya había sido olímpica e irremediablemente reemplazado por otro galicismo, a saber, brasier (usado sólo en México y Colombia, según los diccionarios al alcance de mi mano) o el más castizo sostén de divulgación más amplia.
Pero volvamos a la minitorre de Babel en los corredores de Collier-Macmillan: allí las oficinas se convirtieron en un trasiego permanente y fascinante de consultas y malentendidos bilingües y monolingües. Recuerdo un día en que uno de los miembros del equipo inglés se acercó para preguntarnos qué significaba exactamente la expresión “ambiente familiar”. Cristina Hülskamp, argentina, le explicó, claro, que la expresión, muy acuñada por lo demás, generalmente se encontraba en avisos de restaurantes campestres, pero empezó a enredarse al intentar describir las connotaciones del mensaje, un mensaje con una carga cultural católica, alcohólica, apostólica y romana para el que resultaba difícil encontrar un equivalente en el mundo protestante y luterano: allá todo lugar público es por definición de “ambiente familiar”, o de lo contrario tiene tres XXX y sólo se le permite la entrada a mayores de 18 años. No sé finalmente cómo resolvieron el asunto pero sí recuerdo que Michael agradeció mi intromisión: le dije que la cosa era sencilla; ambiente familiar quería decir que el lugar ofrecía comida, mariachis y trago, pero putas no, por ningún motivo.
Otro día pasó la jefa preguntándonos a todos cómo llamábamos en nuestros respectivos países al personaje que les regala algo a los niños cuando pierden los dientes de leche; yo no cabía del asombro cuando descubrimos que en toda América Latina, del sur del río Bravo a la Patagonia , e incluso en España, el susodicho no era otro que el mismísimo Ratón Pérez... la única variante residía en que en algunos países se conocía como el Ratoncito y en otros como el Ratón a secas pero conservando siempre el mismo apellido: una verdadera proeza de la tradición oral. Todavía me pregunto dónde, cuándo y cómo se acuñó tal cosa y cómo pudo sobrevivir sin que su fe de bautismo estuviera bien y debidamente registrada en letra de molde. De pasadita, el DRAE no lo consigna... claro que se pueden escudar en que su diccionario es léxico y no enciclopédico, pero de ser así, entonces los diccionarios enciclopédicos van a pasar las duras y las maduras buscando su fecha de nacimiento y defunción, además de tener el buen cuidado de no ir a confundirlo con un vulgar ratón anónimo de biblioteca; el ubicuo Larousse tampoco lo registra, pero el OUP sí, y sugiere como traducción al inglés, “tooth fairy”: bien por esa.
Eran también frecuentes las trifulcas y mutuas acusaciones de uso y abuso de anglicismos; un buen día se apareció una colega boliviana haciendo una vaca (se hacen vacas en toda América del Sur pero no en Centroamérica ni en España) para comprarle un “queque” a alguien que cumplía años. ¿Un que qué? me pregunté horrorizado hasta cuando comprendí que aludía a nuestro igualmente espantoso “ponqué”, ambas palabras derivadas del mismo “cake” en inglés. O qué tal nuestro insólito “rin” (con todo y expresión idiomática a bordo, a saber, “estar en rines”) para referirnos a lo que en el resto del mundo hispanohablante se conoce como llanta, un obvio derivado maluco de “reem” en inglés, por lo demás completamente ajeno al onomatopéyico rin rin de nuestro famoso renacuajo. O el “footing” peninsular, con el que en España aluden a nuestro, en este caso muy castellano, “trotar”... es decir, un anglicismo que no existe ni el idioma de origen.
Pero eran sobre todo la calle y nuestros coterráneos las fuentes de nuestra información más fidedigna. Un buen día nos cruzamos con una palabreja en inglés, “burr”, y aunque yo no me la había topado hasta entonces y por tanto no hacía parte de mi inglés activo o pasivo, ya sabíamos todos perfectamente de qué se trataba gracias a los diccionarios inglés-inglés y a nuestros colegas ídem de ídem: esas cositas vegetales que se pegan a las medias cuando salimos de paseo al campo. Sin embargo, a pesar de que tenía el término en la punta de la lengua no lograba escupirlo y lo mismo le ocurría a Clarisa Rucabado, una colega de madre madrileña y padre catalán, es decir, casi charnega, desparpajada y encantadora y sin pelos en la lengua, que toda aquella tarde no dejó de vociferar: ¡no me digas nada, no me contamines!, que era, entre otras cosas, lo que todos gritábamos en esas circunstancias: cuando uno sabía que sabía pero no sabía. En esos casos, cualquier término que otro escupa o que “dictamine” algún diccionario, puede llegar a bloquear para siempre nuestro término bien acendrado desde la más pura y tierna infancia. El hecho es que al final de ese día, camino a la estación del metro, atisbé un corrillo que a un kilómetro de distancia supe a ciencia cierta era de colombianos. En el extranjero nos reconocemos casi por el olor, como los perros. Corrí para que no fueran a desaparecer antes de lanzarles mi pregunta. Y sí, eran colombianos, paisas de Medellín para más señas, y les solté la pregunta a bocajarro: ¿cómo les dicen ustedes a esas cositas que se pegan a las medias cuando salimos de paseo al campo? Sin el menor titubeo se volteó una de las paisas y me dijo: hombe, yo las llamo cadillo, pero en Rionegro he oído que le dicen amor seco. ¡Eureka! La paisa me había arreglado el día: ésa, cadillo, era la palabra que había estado buscando en mis recuerdos aunque lo de amor seco me siguiera sonando a chino básico. Al día siguiente, exultante, entré dispuesto a contaminar incluso a Clarisa: la palabra para “burr”, en español universal, vociferé, es cadillo. Mis colegas no parecían muy convencidas y entonces nos aproximamos a uno de los mejores diccionarios que en nuestro idioma han sido para que fuera ella misma, en persona, la que dirimiera el aprieto: doña María Moliner. Y ténganse de atrás, lo que sigue es lo que mi señora dice al respecto: cadillo: 1. ... 2. ... 3. planta compuesta muy común entre los escombros y en los campos, con flores de color amarillo verdoso y frutos elipsoidales cubiertos de espinas ganchudas... en algunas regiones también se le conoce como amor o amor seco.
Mutatis mutandis pero en la misma tónica, otro día surgió un problema similar con un verbo en inglés: “to kickstart”. ¿Cómo le decimos a ese asunto de encender un carro con la batería de otro? Bueno, yo alguna vez lo había sabido, pero en ese momento la paloma pareció irse con intenciones de jamás volver. No tuve más remedio que llamar a mi padre en Bogotá y repetirle la pregunta:
—“Iniciar” —me contestó—, y a los cables los llamamos “iniciador” —agregó sin titubear.
De manera que no puedo menos que constatar con cierta tristeza que la última edición del diccionario inglés-español oup traduce el susodicho verbo como “arrancar” o (si se trata por ejemplo de “to kickstart” una economía) como “darle el puntapié inicial a...”, ¡válgame Dios, pero así es la vida! En inglés, a propósito, a la vuelta del siglo XIX llamaban “kickstart” (en calidad de sustantivo) al pedal o la manivela con la que prendían los primeros carros Ford y los tractores Bolinder-Münktell unas décadas después en Nemocón.
Hubo épocas en las que la cantidad de trabajo era tal que la compañía (todavía Collier-Macmillan) se vio obligada, para dar abasto, a subcontratar a destajo lanceros libres (sí, ése era el nombre militar que recibían los lansquenetes, aquellos oscuros mercenarios suizos a los que alude García Márquez en su discurso de aceptación del Nobel) y nosotros, los empleados de planta, los de nómina, con crueldad que sólo puedo calificar como saña humana, colgábamos de las paredes antologías de malas traducciones a los dos idiomas tomadas de las pruebas de los free-lanceros: “nos hizo un tiempo maravilloso” decía una oración para traducir al inglés. El aspirante o aspiranta tradujo: he gave us a wonderful time, inocente de que, en español, del tiempo se encarga Dios. Como se comprenderá, el proyecto había tomado mucho tiempo y costado mucha plata. En medio de una crisis de esas a las que ya todos estamos acostumbrados, un judío checo, Robert Maxwell, compró el proyecto y lo rebautizó como Maxwell Dictionaries. Por lo demás, Maxwell, un tipo enorme de cejas espesas que un día incluso me encontré dentro de uno los ascensores del Daily Mirror, había comprado también este vespertino, el más antiguo de Londres, y a mi parecer, aunque un hombre que votaba por el partido laborista, lo que realmente le importaba en la vida era tener más plata que la que tenía su rival, un chisgarabís australiano cuasi tocayo suyo que se llama Rupert Murdoch y que todavía sigue por ahí comprando líneas telefónicas y redes de televisión por el mundo, particularmente en el tercero, viendo cómo convence a la humanidad de que a nosotros lo que nos gusta es la mierda y que las perlas sólo son para los cerdos. En fin, un día, una tarde para ser más exactos, sumidos en nuestro trabajo, empezó a resonar en mis oídos una vibración similar a la que había experimentado sólo en las primeras tomas de Apocalypse Now, la película de Francis Ford Coppola: en efecto, tres o cuatro helicópteros giraban haciendo retumbar sus aspas sobre el edificio del Daily Mirror. De pronto, Amanda Tutskill, la-gran-secretaria-gran-de-todos-nosotros, una escocesa de pechos como los que les atribuyen a las mujeres en las leyendas de su raza, entró y dijo que Maxwell había muerto... en circunstancias extrañas... al parecer ahogado... cerca de Gibraltar... al caer de su yate que tenía el nombre de una de sus hijas. Nunca se supo, o por lo menos yo nunca supe, en qué terminó aquello... corrió la bola de que había desfalcado el fondo de pensiones de los empleados y trabajadores del Daily Mirror tras un buen par de años usándolo para beneficio propio a espaldas de los primeros. Y entonces nuestro trabajo de años entró en subasta. Y vinieron los legendariamente exigentes peritos de oup. Y durante tres semanas eternas examinaron nuestra base de datos haciendo caso omiso de aquello de que a caballo regalado no se le mira el diente. Y compraron la cosa. Y pagaron lo debido, en mi caso, casi 7.000 libras esterlinas de compensación porque, claro, ya no iban a necesitar más de nuestros servicios: el diccionario estaba terminado y así, en cabeza y mano de un magnífico skeleton staff, es decir, de un grupo reducido de los antiguos lexicógrafos, podían perfectamente llevar la nave a muy buen puerto, como en efecto ocurrió. Aquello representó, para mí, repito, unos diez mil dólares que por entonces me duraron como un año de vuelta en mi tierra, y desde entonces nunca más he vuelto a tener tanto dinero en rama. Y volví al país. Y terminó mi huida. Y se publicó el diccionario... y aunque los noticieros atrabiliarios (“de genio destemplado y violento” dice el drae) de por aquí me siguen pareciendo tan desarticulados, malos, torpes, ruidosos y feos como siempre... ya no tengo ganas de irme para ninguna parte y soy tan feliz como puedo ser viviendo del idioma del que bebí en el sitio donde lo aprendí. Vale.
Tu entretenido artículo, Jorge, me ha llenado de nostalgia hacia los tiempos en los que la lexicografía bilingüe era, en verdad, un arte. Gracias
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