jueves, 27 de septiembre de 2012

"Aprovechar las oportunidades"

Miguel Balaguer, autor del siguiente artículo publicado en el número especial de Ñ, es director editorial de Bajo la luna, uno de los más interesantes sellos independientes de la Argentina (cuyo sitio puede consultarse acá ).

La lengua del mercado, la lengua del poder

El castellano es una de las lenguas de mayor expansión territorial en el mundo, se habla castellano desde los Pirineos a Baja California y desde el Río Grande hasta Ushuaia, además de varios territorios en África y en el Pacífico. Además, una larga historia fue modelando la expansión de nuestra lengua: la herencia islámica, el poder de la Iglesia, los pueblos indígenas americanos, los procesos inmigratorios, las incorporaciones por vecindad –por ejemplo en las fronteras con Brasil y los Estados Unidos-- y tantos otros procesos han dejado huellas, enriquecido nuestro idioma y producido sutiles y no tan sutiles diferencias de color, tono y uso a lo largo y a lo ancho de ese enorme territorio.  Sin embargo, esas diferencias no siempre se ven reflejadas en los libros que leemos. La mayoría de las literaturas latinoamericanas del siglo XX han tendido a presentar esta diversidad a través de autores que incorporaron a sus estilos el uso del habla de sus pueblos y de sus épocas. Pero no todos los libros que leemos son escritos originalmente en castellano: muy buena parte de la oferta editorial que se encuentra en las librerías proviene de otras lenguas, libros que se vuelcan al castellano a través de la traducción. A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con la lengua inglesa, y en particular en los Estados Unidos, donde la traducción de otras lenguas representaba hasta hace poco el 3% de lo que se ofrecía en las librerías, en el mercado editorial en castellano las traducciones representan un porcentaje muy alto de la producción editorial general, lo que equivale a decir que somos un público lector de traducciones. El  mercado de traducciones al castellano se encuentra dominado por España, que es la principal industria editorial en nuestra lengua, y como consecuencia directa de este dominio se puede comprobar una apabullante mayoría de títulos traducidos a la lengua de la península. Por ejemplo, que si alguien quiere leer a un autor polaco contemporáneo o de Europa del Este --por poner un ejemplo de literaturas muy publicadas en castellano en las últimas décadas--, seguramente deberá hacerlo traducido al castellano de España, una lengua bastante extranjera para nosotros. Podrá decirme el lector que mi apreciación es exagerada, y en parte estamos de acuerdo: está claro que la mayoría de los lectores pueden leer perfectamente --y entender--, textos que usen conjugaciones castizas en segunda persona del plural o que incorporen vocablos y giros netamente ibéricos, pero permítanme plantearles un desafío al que me he visto sometido gracias a mi paternidad: busquen un libro infantil de un autor extranjero traducido al castellano --y, por favor, evitad, por vuestro bien os lo digo, aquellos libros que intentan traducir algún texto rimado, como por ejemplo los que enseñan los números con versos--, e intenten leérselo a un chico de 2 a 4 años, que se encuentre formándose en el lenguaje o en etapa de fijación. Verán que tienen que retraducírselo para que lo entienda.

Sí, es un ejemplo extremo, pero que sirve para entender algo sencillo: ¿cuántos ejemplares de ese libro para niños traducido en España podrán venderse en nuestro país? La respuesta es: muchos menos que si se publicara una edición local, con una traducción más amigable a nuestros ojos y oídos. Entonces llegaremos a la conclusión de que, en este caso, dado que con una traducción más afín se podrían vender más ejemplares en Argentina, es evidente que se le está dando una explotación ineficiente al derecho adquirido. Otra buena comprobación de esta cuestión es el tratamiento que se le da a algunos bestsellers --como Harry Potter, por ejemplo--, que son traducidos a tres “españoles” diferentes: una traducción para España, otra para México, Centroamérica, Caribe, Colombia y Venezuela y una tercera traducción para el resto de Sudamérica. Está claro que en una operación de mercado de estas dimensiones es imprescindible que la taducción sea una herramienta de venta más en el conjunto de las operaciones de marketing para la colocación del producto. ¿Y por qué razón no se traduce de este modo siempre? Porque la mayoría de las editoriales –sobre todo las editoriales españolas y las multinacionales--, tienden a comprar derechos mundiales de traducción para todo el territorio de la lengua, lo que implica que, durante el plazo de vigencia de un contrato, el libro en cuestión sólo se podrá leer en esa única traducción a nivel mundial, es decir, en los países que hablamos el castellano. En otras lenguas, sobre todo aquellas que constituyen mercados más poderosos, como por ejemplo el inglés, los derechos tienden a compartimentarse con más naturalidad, por ejemplo: una edición para los Estados Unidos, otra para el Reino Unido, otra para Australia y Nueva Zelanda, etc. Sin embargo, como el mercado en castellano se encuentra muy desbalanceado –una industria muy poderosa, España, y dos o tres industrias con menor peso--, el jugador más poderoso termina imponiendo sus condiciones.

¿Y cómo, y cuándo, fue que España se impuso en esta industria y nos impuso su lengua en la lectura? Hasta la década de 1960, y tal vez hasta mediados de los 70, la industria editorial en castellano se perfilaba más equilibrada: Argentina y México eran industrias de peso y España pasaba por una etapa política oscura que se prolongaba desde hacía décadas. Pero a partir de la década de 1980 el panorama cambió. La entrada de España de lleno en la democracia y la puesta en marcha de una serie de programas políticos estratégicos aceleraron definitivamente este proceso. Hay, por lo menos, tres hechos fundamentales que desencadenaron la situación actual:

Por un lado, debido a la necesidad de integración en la Unión Europea, a partir de mediados de la década de 1980 se promueve la formación de estudiantes en divesas lenguas debido a que traductores e intérpretes de todos los idiomas europeos se vuelven imprescindibles; se desarrollan también programas de intercambio universitario y para la formación en idiomas. Una sociedad que hasta ese momento era prácticamente monolingüe o que sólo había mantenido los idiomas de sus regiones como el catalán, el gallego o el vasco, se vuelve, en el término de una generación, un país capaz de traducir desde prácticamente todas las lenguas vivas.

En segundo lugar, desde el Estado se promueve una política empresaria expansiva que sigue el modelo capitalista multinacional llevado adelante por las políticas de la comunidad económica europea. De este modo, las empresas editoriales españolas más importantes incorporaron fuertes aportes financieros, se fundieron dentro de grandes grupos económicos, y abrieron oficinas en toda América Latina, lo que las transformó en una plataforma única de oferta de contenidos para todo el territorio.

Por último, y en mi opinión una de las operaciones políticas más importantes que se han llevado a cabo sobre el dominio del idioma, en 1991 se funda el Instituto Cervantes. Para tomar una cabal dimensión de la importancia de este hecho basta con verificar la situación actual del Instituto, a veinte años de su fundación. Hoy existen 77 Institutos Cervantes distribuidos en 44 países; la enseñanza del Español a extranjeros en sus países de residencia está absolutamente concentrada en esta institución. En sus aulas se enseña el español de España y por sus auditorios circulan, por abrumadora mayoría, escritores, académicos y personalidades culturales españolas, haciendo que la imagen de nuestra lengua en el extranjero se haya enfocado casi con exclusividad en la cultura de España. Esto produce, por ejemplo, un efecto desequilibrante en la extraducción (la traducción desde el castellano a otras lenguas), que hace que la mayor parte de los derechos vendidos desde nuestra lengua a otras sea de autores españoles.

Así las cosas, debido a estas tres situaciones, hoy se ha vuelto muy complicado, por ejemplo, comprar un derecho de traducción de un autor importante para publicar en Argentina (o Sudamérica) o encontrar buenos traductores al castellano sudamericano de lenguas poco habituales (el año pasado, sin ir más lejos, tuve que contratar un traductor español para traducir una novela del islandés); por otro lado, más de una vez me he visto en la situación de discutir con agentes literarios extranjeros que sostenían que una traducción era mala porque no estaba hecha al castellano de España.

Sin embargo, a pesar de que, como dije antes, creo que ningún lector formado se verá impedido de leer con placer una buena traducción al español castizo, creo que hay algunos indicios de que en un futuro no muy lejano encontraremos mayores ofertas de buenas traducciones a nuestro castellano: la aparición en la escena local de un importante grupo de editoriales nacidas en la última década renovó el aire de la literatura extranjera que llegaba a nuestras librerías y nos ha permitido acceder a muchas traducciones llevadas a cabo desde nuestro país tanto en ensayo como en narrativa y poesía. Para corroborar este cambio alcanzará con ir a una librería y revisar, por ejemplo, cuántos autores brasileños se han publicado en nuestro país en los últimos años.

Por otro lado, la crisis en la que se ha visto envuelta España a partir del 2009 comienza a producir sus efectos de mediano plazo y aparecen algunas oportunidades interesantes de compra de derechos de traducción por parte de las editoriales latinoamericanas. También la aparición y el desarrollo de nuevas tecnologías digitales, que permiten bajar drásticamente el costo industrial de puesta en circulación de libros físicos, puede favorecer la venta segmentada de derechos de traducción para los distintos castellanos.

Posiblemente esté en la habilidad de los editores argentinos y latinoamericanos para aprovechar estas oportunidades la posibilidad de que esta situación se transforme en diversificación de la oferta de traducciones, pero para que cualquiera de estas mínimas oportunidades que se presentan hoy se transforme en un cambio real habrá que trabajar mucho en la consolidación de una industria, en el desarrollo de un mercado propio y en la formación de futuros lectores con intereses. Y para eso, no alcanza con que exista un grupo de autores, editores y lectores, hace falta que, como hizo España hace un par de décadas, el Estado sea parte del plan.



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