El chileno Adan Kovacsics publicó la siguiene columna en El Trujamán, el 19 de abril pasado. Vale la pena leerla.
Rainer Maria Rilke
Hay poetas de cuya obra forma
parte esencial la traducción. No valen para ellos las tópicas frases del tipo
«se dedicó a la traducción porque no le quedó más remedio» o «se vio obligado a
traducir para ganarse el sustento» o «aprovechó su dominio del inglés para
traducir La isla del tesoro»,
y hasta una frase como «tradujo para darnos a conocer una cultura diferente» se
queda corta por su limitación y por su concepción de la cultura como objeto o
producto.
En el caso de Rainer Maria Rilke
el conocimiento de su obra se quedaría cojo si no se incluyeran sus
traducciones, puesto que hay en él una disposición espiritual, existencial y
hasta física a la apertura que se plasma también en la traducción, una
constitución propia «abierta al mundo, no nacional», como escribe a Paul Zech
en la Navidad
de 1920.
Rilke, cuando hallaba una
afinidad, se abalanzaba sobre ella y lo hacía en muchas ocasiones a través del
acto de traducir. Ocurrió muy al comienzo de su carrera, en su viaje a Rusia,
que supuso para él una revelación. La
Pascua de abril de 1899 en Moscú, por ejemplo, se le quedó
grabada para siempre. Y una de las formas de absorber y manifestar su
experiencia fue la traducción. Vertió al alemán textos de Lermontov, Chéjov,
Dostoievski. Algo similar sucedió años después cuando, afianzado ya como poeta,
desarrolló e interiorizó a través de la traducción el concepto de las «mujeres
amantes», cuyo amor infinito, puro regalar, para el que los varones no están
capacitados, va mucho más allá de su objeto. TradujoSonnets
from the Portuguese de
Elisabeth Barrett-Browning (Sonette aus dem Portugiesischen, publicados en 1908), las Portugiesische Briefe (Cartas portuguesas) de la
monja Mariana Alcoforado (1912), los Sonnets de
Louise Labé (1918), así como poemas de Gaspara Stampa.
Rilke sabía francés
perfectamente, pero no tanto inglés o italiano, de manera que recurrió entonces
a colaboradores que realizaban una traducción previa, leían y comentaban el
texto con él. Tal fue el caso de la princesa Marie von Thurn und Taxis. Juntos
trabajaron en la Vita
Nuova de Dante en Duino, en
el invierno de 1911-1912 (la versión lamentablemente se ha perdido). Explica
ella: «Cada uno tenía ante sí el texto. Primero le leía yo el poema junto con
la introducción y el comentario… Después conversábamos sobre la lectura. A
continuación le tocaba a Rilke, que reproducía el texto palabra por palabra en
simple prosa alemana. Acto seguido se discutía todo, se resaltaban y se
explicaban ciertos detalles, y luego él volvía a leer —indicando en parte ya el
ritmo y el metro —el poema en lengua alemana, tratando de darle ya la forma,
cuya pureza y perfección resultaban a veces asombrosas».
En el original, los sonetos de
Barrett-Browning siguen un riguroso esquema petrarquista (abba abba cdc dcd)
que Rilke disuelve en muchas ocasiones. El parentesco de esta traducción con
sus Neue Gedichte, que escribe más
o menos por las mismas fechas, se observa a cada paso. Algo parecido ocurre con
su versión de los sonetos de Louise Labé, donde desaparece, por ejemplo, la
figura alegórica de «Amor».
Otra experiencia fundamental para
Rilke, además de Rusia, fue París, donde se instaló en 1902. Llegó a escribir
algo, poco, en ruso (idioma que con el tiempo fue olvidando); en francés, en
cambio, escribió mucho. Y de esta lengua realizó traducciones extraordinarias
que culminaron hacia el final de su vida en versiones de poemas de Paul Valéry,
cuya obra conoció a comienzos de 1921 («desde entonces se encuentra para mí
entre los primeros y más grandes»). Destaca su grandioso Der Friedhof am Meer (Le cimetière marin).
Las versiones de Rilke han sido
estudiadas con lupa y profusamente comentadas, no siempre de manera favorable.
Se les ha criticado la excesiva presencia de la voz poética propia. Lo sugiere,
por ejemplo, Paul Celan (otro en cuya poesía la traducción desempeña un papel
fundamental, ¡véanse sus versiones de Mandelstam!). De la biblioteca de Celan
se ha conservado un ejemplar de los poemas de Valéry traducidos por Rilke con
apuntes críticos al margen de Der Friedhof am Meer:
«Rilkerei!»
[¡Rilkería!] «Stundenbuch!»
[Libro de las horas] o incluso «idiot!» Por supuesto, al propio
Celan se le ha reprochado a su vez que «celanizara» a sus autores traducidos.
Sea como fuere, la labor traductora de Rilke forma parte
sustancial de su gran proyecto de convertir lo exterior en interior, de volver
invisible lo visible, que es precisamente lo contrario de lo que sucede en la
actualidad, en la que, con torpeza y desde luego en vano, se procura por todos
los medios volver visible lo invisible.
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