El 29 de septiembre pasado, en su
columna del diario Perfil, Rafael Spregelburd se refirió a una pieza
teatral que vio en Francia y que, en muchos aspectos, se toca con la traducción.
Es, entonces, una buena manera de empezar una nueva semana.
Mirar como loco
Sólo puedo alegar en mi favor que el
espectáculo es raro. Pero todo era un poco raro, incluso antes. El jet lag, el idioma, el vuelo, la
despedida previa, la búsqueda infame de wi-fi,
el tranvía normando que se paga sólo con tarjeta y que por algún motivo no
acepta la mía, en fin, estoy a expensas de todo. Así que cuando comienza la
obra no me doy cuenta de que la espectadora que se sienta al lado mío está loca
de atar.
Los actores nos reparten vino, la obra
empieza así. Algunos lo beben. A mí no me gusta el vino y no sé para qué sirve.
Primer gran error de la noche. La espectadora insiste, con una persistencia
molesta, en que comparta su copa. Yo me niego en francés de alguna manera que
juzgo educada pero a lo mejor le dije: “El orto trina aquí por Baco”, ya que el
francés está hecho de pedacitos irreconocibles de otras palabras que quieren
decir cualquier cosa, siempre diferente de lo que uno dice, y “decente” y
“descenso” suenan 95% idénticas y –si bien deben provenir de una misma raíz que
las ata para siempre– ahora ya deberían estar desatadas y el francés bien
podría desplegar alguna técnica cartesiana para diferenciar las cosas simples.
Pero no.
Así que si bien no bebo, ella insiste en
que me quede con su copa medio llena. Y cada diez minutos me dice algo en
francés o en un inglés selenita que ella cree que yo entenderé mejor. Es
evidente que es parte de la obra. Yo me hago el que me concentro; actúo de
espectador. Pero me sale pésimo. No entiendo a los actores en francés y a los
italianos y portugueses apenas a gatas. Luego me enteraré –ya muy tarde– de que
el texto ha sido construido por los pícaros directores de Transquinquennal como
un espeso cadáver exquisito intercultural. Como la experiencia de L’Ecole des
Maîtres es diferente cada año, el colectivo belga (al que conozco bien y quiero
con locura) ha decidido experimentar con el fracaso: hacen todo lo que está
destinado a fracasar en el teatro. La pseudoceremonia religiosa para el
escándalo del devoto (que va poco al teatro), el desnudo artístico o no (la
diferencia ya no existe), la violencia entre actores (para ver si el público
los frena), la aceptación del desacuerdo (el público es interpelado). La
propuesta es inquietante porque se matiza con noticias “reales” (entre ellas,
una fiesta millonaria de Macron en Las Vegas para financiar su campaña entre
empresarios) y yo celebro que en vez de presentar “energía joven” los
directores hayan preferido presentar “joven intelecto”, pero las cosas se
tornarán aún más inquietantes porque mi nueva amiga, la del vino, alza la mano
para hablar. Les dice a los actores cosas lindas, por ejemplo, que le gustaría
poder llorar, acompañarlos en la melancolía, pero que no puede porque lo que
hacen es demasiado abstracto. Lo dice en un francés que es de otra parte y,
negra como la noche, es tan extranjera como yo, o muchísimo más; sospecho que
bajó de la alta luna nueva hace media hora. Todo lo que les dice es tan cierto
que doy por descontado que se trata de una actriz mezclada entre el público. Es
otro de los clichés del viejo nuevo teatro. Así que decido no obstaculizar nada
y la miro en silencio cuando me habla. Los espectadores nos miran. Ella me
pregunta si vine en auto. Muevo la cabeza de un lado al otro; en todos los
planetas eso es no. Ah, qué bueno, porque quiere saber qué tranvía la devolverá
a su casa. Yo no lo sé y mi tranvía no acepta tarjeta argentina. Ella no
entiende cuál de todos los idiomas hablo. Yo tampoco. Me habla sin parar y me
pregunta si ya terminó a cada rato. Cuando al fin ocurre, espero que salude
junto a sus colegas. Su actuación me pareció obvia, exagerada. Pero no sube al
escenario. Recupera la copa de mi mano y sus dedos, nigérrimos, tocan los
míos y la copa. Me dice un nombre que no entiendo, me agradece con un apretón
de manos por haberla acompañado en el teatro. No está ni triste ni contenta. Ha
ido a ver una obra y ahora toca volver a alguna parte.
El mundo se destruye. No era teatro. No
había plan. Sus textos no habían sido escritos. Y allí estaba yo, presente,
para no entender nada.
Nuestra capacidad de mirar está formada
y deformada por la grandísima cultura.
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