Como ahora en Barcelona cerraron las discotecas, Andrés Ehrenhaus, residente de esa ciudad, tiene más tiempo libre y se dedica a pensar sobre la profesión de traductor, que ejerce desde, ay, hace más de cuarenta años. En la ocasión, les responde a dos papanatas que escribieron sendas notas sobre lo fácil que es traducir y la buena oportunidad de ganar dinero que eso significa. Pero, dado el gasto de ponerse a reflexionar sobre la ¿profesión?, va más allá y discute cosas que merecen ser discutidas, a las que la mayoría de los colegas les esquivan el bulto (sin ofender, claro).
Traducir
es una changa cruel
No ha mucho, en sendas notas súper pedorras (es lo más técnico que se me ocurre) publicadas en La Nación y Ámbito Financiero, dos cracks del neoperiodismo de retaguardia incluían a la traducción en una lista de negocios rápidos y fáciles con los que ganar unos manguitos “en estos tiempos difíciles”. Ninguna de las notas da como para ser leída, mucho menos con detenimiento, pero resultan interesantes en tanto describen un estado del arte que los traductores solemos negar: la traducción (y me refiero acá a la vinculada a la edición de libros, aunque las notas se referían especialmente a la de contenidos virtuales, whatever sea eso) sí que suele ser una changa, sobre todo la traducción literaria, y la de poesía ni te digo. Como es obvio, traducir no es un negocio ni rápido ni fácil sino más bien todo lo contrario; sin embargo, en lo que a condiciones laborales y precariedad económica se refiere, no dista mucho de la definición de changa del Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, José Corominas, 3ª ed., Gredos, Madrid, 1973: arg. “transporte de una maleta, etc., que se hace fuera de las horas de trabajo, faena de poca monta; changar: hacer trabajos de jornalero”.
A mí me parece muy bien que la Asociación Tal y Cual y los docentes y demás estamentos de la traducción institucionalizada vayan y protesten y defiendan lo que es suyo y consigan rectificaciones y desagravios en los medios cuando esos medios los ofenden en su fuero profesional más íntimo. Es precisamente lo que se espera de esos sectores organizados, que salgan y digan ¡aquí estamos! con un puñetazo en la mesa. Pero ese puñetazo simbólico no va a borrar lo que la realidad escribe en fuego sobre piedra, lo diga la prensa pedorra o no: seguimos en el nivel de changa. Así nos ve la industria, así nos ve la sociedad, así nos vemos (en vergonzante secreto) nosotros. Si no, qué tanto berrinche con ganar visiblidad. Creo haber tratado de explicar, no sé si bien o mal pero sí hasta la suciedad, por qué ocurre esto. Véanse mis recientes opúsculos en este mismo medio. Pero por si la pereza venciera al lector eventual del opúsculo presente y considerase demasiado pedir que lo derivemos a otros textos, intentaré explicarlo en palabras sencillas una vez más e incluso con nuevos argumentos.
No nos ven porque no nos vemos. Es decir, no vemos en nosotros al profesional de tomo y lomo que fantaseamos ser. No vemos al trabajador de pleno derecho. No vemos al autor maduro y responsable de su producción. Y no los vemos porque no sabemos cómo establecer ese paradigma ante la sociedad. La nuestra es una ceguera doble: la de la sociedad en general y la de los traductores en particular. Es una relación concéntrica que nos toca resignificar (¡ah, qué ganas tenía de utilizar este palabro!) esencialmente a nosotros. ¿Cómo? En primer lugar, despejando la patraña conceptual que engloba a todos los traductores para después pasarlos por el tamiz de la jerarquización interna. En un principio, traductores somos todos, tirios, troyanos y públicos. En una segunda instancia, traductores “garantidos” solo son los que sufrieron el duro castigo del látigo académico sobre sus magras costillas. En una tercera instancia, también el látigo, según si era de cinco puntas o de tres, jerarquiza a sus padecientes: el traductor público es más traductor que el traductor simplemente científico o técnico. En estos círculos infernales, los más abyectos los ocupan los traductores literarios, que en su gran mayoría invadieron la profesión por la puertita abierta con toda ingenuidad por Díez y Litvinoff: la changa. Y probablemente, al menos a efectos de remuneración efectiva, el último círculo lo ocupan, lo ocupamos los traductores de poesía. Pero no se crean, nosotros no clamamos desde las profundidades –nos gusta sufrir.
Es hora de dejarnos de pendejadas. Cuando alguien ofende a un traductor, así en genérico, no sé si me ofende también a mí. Porque a mí no me ofende en absoluto que me igualen a un diletante que no estudió en un predio homologado por el poder y las leyes para hacer lo que hace, sobre todo cuando ese poder y esas leyes no protegen mi trabajo, tenga yo un título bajo el brazo o no. Entiendo que los traductores públicos le salten a la yugular al inexperto que minimiza y borra de un plumazo entintado sus cinco o ene años de látigo, y que otro tanto hagan los docentes que enseñan en esas magnas casas del saber y aquellos que han recibido pacientemente ese saber y ahora tienen (o tendran futuramente) un certificado que así lo testifica, y lo efectivizan con abnegación y esfuerzo según su propio saber y entender. Hacen bien. Pongan de rodillas al plumífero. Que sude en negro sobre blanco su penitencia. ¡Dónde se ha visto tratarnos así, y encima en La Nación! (En todo caso, no extraña que ese diario se permita esos deslices, siendo como es que su fundador, un reconocido masón que como mucho estudió artillería y fue periodista autodidacto, tradujo al final del camino de su vida –y como changa– La divina comedia). Pero no solo no me siento agraviado porque las leyes laborales no se corresponden ni son coherentes con las educativas; no me ofendo porque en los últimos círculos infernales el saber de quienes asomaron la inocente caripela por la puertita de la changa y acabaron en las lagunas de azufre se aprende a algo más que a latigazos académicos. Se aprende a llamaradas y baños de lava. No hay título que te ampare, ni asociación. No hay espacio ni tiempo para el pataleo. Se aprende a traducir a la brava. La changa alegre del cartel se convierte rápidito en un galeón jediento y el que no rema no come… o come de otro lado.
En esa escuela se formaron cientos, miles de traductores literarios que hoy son los autores de obras derivadas que leemos todos, traductores titulados incluidos. Nos formamos en la ley de la changa cruel. Con la salvedad de que esa changa no tiene changüí. El traductor que pierde fuelle no sirve para remar en la industria. El que traduce mal, se cansa antes. El que se olvida de aprender en cada libro, cada página, cada línea, va a la pasarela de los escualos. El que elude la crítica, propia y ajena, se está cubriendo de lodo. El que se autoconcede premios de fantasía se convierte en estatua de sal. La misma industria que nos da mal de comer es la que nos confiere la autoridad de ser lo que somos y de llenar las bibliotecas con nuestros hijastros. Somos bucaneros: no hicimos la carrera de las armas pero sabemos hundir bergantines y recuperar tesoros extranjeros y para eso nos contratan. Difícil que nos ofendan unas palabritas titubeantes.
De ahí que nuestra lucha no sea la de los “traductores genéricos”. Ellos no son autores, no tienen esa máxima responsabilidad que nos ata a nosotros a nuestra obra con un doble vínculo perverso: nuestros derechos nunca superan a nuestros deberes. Ese peso nos encorva, nos avinagra, nos vuelve descreídos. Yo respeto y busco a mis iguales por lo que han hecho, por la excelencia de sus obras, por la fragilidad y delicadeza de sus errores, por el cuidado de su labor diaria, nunca por sus títulos o premios. Mis iguales no lucen cocardas sino cicatrices. El problema nunca será si la traducción no titulada es una changa o no sino si esa changa se hace con esmero y calidad, y siempre huyéndole al estándar hacia arriba. De ese modo, la changa pasará a ser trabajo digno. La súper pedorrada en la que abundan los dos plumíferos ahora emplumados por la protesta del gremio invisible, eso de que para traducir basta con saber escribir y manejar idiomas, no es tan idiota como parece. La cuestión está en dónde pone uno el acento, ¿en basta, en saber, en escribir, en idiomas? Les faltó un verbo crucial: leer. Pero seguro que después de este opúsculo justiciero y flamígero, se retractan y lo ponen.
https://www.ambito.com/opiniones/negocios/los-10-exitosos-iniciar-muy-baja-inversion-n5123463
No hay comentarios:
Publicar un comentario