El 16 de diciembre de 2020, el periodista colombiano Juan David Torres Duarte publicó una columna en el diario El Espectador, de Bogotá, donde, con razón, exalta la figura del traductor, apoyándose en una serie de nombres célebres, algunos de los cuales, tal vez, merecerían ser escrutados más de cerca a la luz del presente. Se reproduce a continuación.
Levantemos una estatua a los traductores
Es una rareza que en la portada de un libro aparezca el nombre de su traductor con tanta notoriedad como el de su autor. Ocurre con The Expedition to the Baobab Tree, que lo escribió Wilma Stockenström en afrikaans y lo tradujo J. M. Coetzee al inglés, y también con la versión inglesa de Seamus Heaney de los cantos anglosajones del Beowulf. Pero ganarse un Nobel no debería ser la condición para que el nombre del traductor sea impreso en la portada, puesto que, con o sin la gracia supraterrenal que concede la medalla sueca, él también es el autor de esas páginas.
Un traductor no es una máquina pasiva que envasa las palabras de una lengua en los jarrones quebradizos de otra. Un traductor equivale a un intérprete de música clásica: a Glenn Gould y las Variaciones Goldberg de Bach. Su intensidad, su velocidad y su cadencia no son las mismas que, digamos, las de Andrei Gavrilov. La partitura es un texto fijo (ay, pero tan móvil) en cuyas interpretaciones se escucha una parte del compositor y otra del intérprete. En el caso de Gould es literal: sobre las notas del piano se escuchan sus murmullos y sus respiraciones.
En literatura el asunto es idéntico. El arreglo formal y las evocaciones de cada una de las palabras que se han puesto en el libro dependen de las elecciones de su traductor, constreñidas por las resonancias que ha impuesto el autor (si ha descrito a una joven como maiden, ¿se refiere a que está soltera o a que es virgen, o a ambas?), pero liberadas al mismo tiempo por la interpretación que el traductor hace de esas resonancias. Mientras el autor pelea por descifrar las oraciones que están apenas sugeridas en su cabeza como una masa sin forma, el traductor pelea por amoldar las palabras del autor en las suyas.
Esa es, me parece, la artesanía de un escritor: así traduzca la forma primigenia de sus palabras o las palabras de otra lengua, se trata de desenvolver un texto críptico y darle una vida nueva. El traductor es otro escritor.
En algunos casos es evidente. Por ejemplo, cuando Guillermo Cabrera Infante tradujo Dublineses, cuando Robert Graves tradujo las Vidas de los doce césares de Suetonio y El asno de oro de Apuleyo, cuando Julio Cortázar tradujo los cuentos de Poe, cuando Pope rehizo la Iliada, cuando Nabokov se lanzó a trasladar al inglés el Eugene Oneguin de Pushkin. O cuando, como tenía que ser en un canto insondable del yo, Beckett tradujo a Beckett.
No es tan evidente, o al menos suele pasar a una injusta segunda categoría, cuando se trata de traductores que sólo traducen, cuya obra (porque es una obra) son sus traducciones. Aurora Bernárdez tradujo para Losada a decenas de autores franceses. Buena parte de Jean Anouilh existe en español por su mano. Parte de Camus también. También Las ciudades invisibles de Calvino, que abren así en su español destilado: “Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre”.
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