Todo el mundo recuerdo los cánticos de los hinchas argentinos en el Mundial de Brasil. Y resulta claro que no fue ésa la mejor manera de granjearse la simpatía de los simpatizantes brasileños. Pero la cuestión, lejos de limitarse a los eventos internacionales, también ocurre en las canchas locales: todo, desde llamar "deforme" a un árbitro de cabeza grande, a reclamarle que use corpiño a un miembro obeso de la parcialidad contraria, a recordarles sistemáticamente la misma parte del cuerpo de su madre a los seguidores de All Boys, puede ser motivo de ofensa. Sólo que nosotros estamos acostumbrados a maltratarnos y, probablemente, las consecuencias no sean las mismas cuando maltratamos a los hinchas de otros países. Tal vez por eso, el INADI, junto con la Defensoría del Público, produjeron un curioso manual de buenas prácticas que ahora mismo está siendo motivo de controversias. Acaso alertado por ello, el escritor y ensayista Fernando Alfón se decidió a reflexionar sobre los agravios y las ofensas. Lo hace en el siguiente artículo que, en cierta forma, remite lejanamente a "El arte de injuriar", de Jorge Luis Borges. Pero, si no están de acuerdo, pueden irse al carajo.
Arte de ofender
El último de los 38 trucos que Schopenhauer enlistó para el agónico arte de tener razón consistía en agraviar. Cuando estamos seguros de que no ganaremos la pelea, hay que ser grosero, aconsejó. Era la extrema ratio y, aunque la encontró indigna, reconoció su eficacia. Si estamos discutiendo con un señor de 150 kilos de peso y sus argumentos se tornan infalibles, un buen «¡Callate, gordo de mierda!» puede echar su honra al suelo. Nótese aquí que la vulgaridad del adjetivo «de mierda» intensifica el agravio.
Si ante el menor dolor físico tendemos a insultar, no es improbable imaginar que el origen del insulto está asociado a esos dolores. Con el dolor nace la expresión que lo libera. El primer insulto debió de ser un grito, y algo de ese remoto grito conserva hoy toda puteada. Pero si el grito basta para soltar un clamor indefinido, cuando la fuente del dolor es alguien, un otro, el insulto se complejiza.
Partamos de la voz puto, cuyas posibilidades semánticas son tan vastas que resulta prematuro asignarle un sentido inmanente. Los diccionarios lo prejuzgan como insulto, pero en expresiones de lo más usuales como «¡Decí que te quiero mucho, puto!», es más bien un énfasis del cariño. Sabemos que esto puede suceder con todas las palabras, pero parecería ser más característico de los insultos. Me basta para demostrarlo la palabra profesor, que nadie sospecharía insultante, a menos que adquiera cierto tono de indulgencia en «El profesor no sabe lo que enseña», o de burla en «¡el “profesor” Giménez!» si queremos decir que a Giménez le queda grande el título de profesor.
Todo insulto, con el uso, tiende a perder su poder ofensivo. Trolo, marica, cagón, pueden ser formas enfáticas del afecto. «Te quiero mucho, turro», cuyo afecto se intensifica en el diminutivo turrito. Al igual que la metáfora, cuando el insulto se queda a vivir entre nosotros, pierde el encanto de la sorpresa. Pero si el uso desgasta el poder agraviante de un insulto, un pequeño agregado puede restituir su poder ofensivo. Decir puta puede pasar desapercibido, pero si digo tu madre es una puta, ahí la cosa cambia. Cuando la puteada rompe la sintaxis preestablecida o altera el léxico consabido, entonces tiende a buscar la expresividad, que es donde el insulto se despierta. Estamos a un paso de la puteada como un arte.
Puta es una forma simple que se perfeccionó en la expresión hijo de puta, pero también se fosilizó y perdió fuerza. Ahora bien, decir hijo de remil puta, ya tiene un remil que es llamativo, así como decir hijo de una madre bien puta, ya no puede pasar desapercibido. Con pequeñas alteraciones sintácticas, se recompone el filo. El que sigue lo encontré escrito en una pared descascarada: «¡Para vos, Pepe, que sos un tren de 500 vagones cargados de hijos de remilputas!»
Ofender es otra cosa. Si la puteada es como una cachetada con los dedos muy abiertos, la ofensa es un corte de puñal bien afilado. Se insulta con las palabras; se ofende con el sentido. Mil puteadas no equivalen a una ofensa; aquellas agobian, pero esta, mata. La ofensa es hundir en el prójimo un aguijón envenenado. Cuando la ofensa se hunde contra alguien muy querido, la herida no tiene fondo. La ofensa es un universo que excede infinitamente las posibilidades del insulto.
Es indispensable, ahora, explicar por qué razón el acto de ofender es un grado más complejo del insulto. Para ofender se precisa de la colaboración del ofendido. Es una acción recíproca; similar al conversar o al abrazarse: no se puede hacer en soledad. No es un acto unilateral. El ofensor puede estar decidido a ofender, pero requiere de la contraparte que se lo conceda. Insultar es fácil; lo difícil es ofender. Se insulta con la boca; se ofende con el alma. Solo ofende quien puede, pero es un poder que le concede el ofendido. Por eso ofender es una relación de dominio, en el que una de las partes ignora que se presta para que la operación se consuma. En esto reside el mayor arte del ofensor: detectar al candidato. No es como otras acciones meramente transitivas, como matar, por ejemplo; alguien puede ser sorprendido por una puñalada y ya. Alcanza con que exista el asesino. Para ofender, en cambio, no alcanza. La ofensa es un puñal sin hoja. La hoja es una colaboración, un don que pone el ofendido. Dicho de otra manera: la ofensa es una puñalada de un cuchillo imaginario, donde el que busca ofender pone el mango, y el que se ofende, el filo. El ofensor crea las condiciones de la ofensa y arroja una palabra o una frase. Hasta ahí, la ofensa está como posibilidad, como proyección. La ofensa es un disparo que solo se vuelve letal al oponerle un cuerpo. Retirando el cuerpo, el puñal no encuentra destino y se pierde.
Por esta condición recíproca del ofender, quizá sea un error penalizar la ofensa, porque es convertirla en un acto unilateral. Es concederle al ofensor que depende solo de él hacer un daño. Luego, como administrar el flujo de ofensas es imposible —al menos en una sociedad democrática—, la ofensa se desata como pandemia.
En un aula donde un docente enseña, todos los días del año, el arte de ofender como un acto unilateral, no se hace más que entregar a los alumnos un puñal entero, con el mango y la hoja completa. Ofender se convierte en algo muy simple, inmediato. Dado que está penalizado, es como haber concedido que la ofensa está consumada. Ante una sociedad abocada a ver ofensa en todos lados, ofender es lo más inmediato. Ha dejado de ser una acción compleja para pasar a ser una acción simple. Todos podemos ofender. Todos estamos ofendidos. Todo es ofensa. La publicidad, los periódicos, la escuela, el cine, la televisión, los juegos, todo es motivo de ofensa. Crecen los organismos del Estado en pos de combatir un flagelo que no hace más que constituirse en un flagelo a la par de que se constituye en una cuestión de Estado.
No es que la ofensa no tenga ninguna relevancia: es una mera chispa; para que se incendie el bosque, tiene que ser verano y estar el suelo muy seco. El ofensor es el soberano de la incipiente llama; el fuego abrazador lo aporta el ofendible. El tamaño del incendio se mide por el tamaño de la sequía.
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