Desde Barcelona, luego de haber visto y escuchado la mesa dedicada a los editores en el marco de las reuniones del Club de Traductores Literarios de la Argentina, el narrador y traductor Andrés Ehrenhaus envía un texto que tiene su origen en algunos de los dichos de esa velada.
Parábola del tornero vocacional
Soy un pequeño empresario, dueño de un taller de fabricación de tuercas. Tengo pocos empleados, todos ellos torneros fiables, capaces de ajustarse a los ritmos de producción que marca la industria, formados algunos en la práctica diaria, otros en cursos de grado medio y otros más en la universidad: no es broma, hay entre el personal dos ingenieros reciclados, buenos torneros ambos. Cosas de la vida. Mi empresita fabrica dos tipos de tuercas: las sencillas, de varios tamaños y rosca universal, que se producen en grandes cantidades y se venden a granel o a peso, y las tuercas especiales, de materiales más nobles, rosca específica e incluso algún detalle externo. Las primeras las produce el personal fijo, salvo cuando tenemos un encargo muy grande y me veo obligado a contratar torneros temporales. Las segundas las fabrican dos o tres torneros artesanales con los que mantengo una relación llamémosle laboral desde hace años. A pesar de que su trabajo es el más delicado y complejo, se da la paradoja de que estos torneros son los que me salen más baratos, porque se consideran –y los considero– orgullosamente vocacionales. Casi podría decirse que me ruegan que les permita hacer esas tuercas especiales y estarían dispuestos a conformarse con mi amable cesión de las máquinas a modo de recompensa si no fuera porque yo siempre les pago algo, aunque siempre por debajo de los sueldos y pagas de los torneros normales. En cuanto a eso, quiero dejar constancia de que me considero un patrón aceptable: por lo que he visto por ahí y lo que sé del mercado, que es cruel e inmisericorde, los sueldos que pago no están por debajo de la media, e incluso superan a veces los de algunas empresas mucho mayores. Yo les digo a los muchachos: no se crean que van a encontrar oportunidades mucho mejores que ésta; la vida está dura. Además, tengo que pagar a los proveedores, a los transportistas, la factura de la luz, los impuestos... La verdad que no se pueden quejar, muchachos. Piensen que los “artistas de la tuerca” se conforman con migajas... Y hay que ver las maravillas que hacen, mis vocacionales. A alguno incluso le faltan falanges, uñas o dedos enteros, de tan intrincada y precisa que es su labor. Precisamente en ellos reside un poco el prestigio de mi modesto taller, que no puede competir en productividad y prestaciones con las metalúrgicas más grandes pero que ofrece un producto extra, limitado y de gran calidad a precios verdaderamente regalados. Gracias a ello, que actúa como reclamo y garantía de calidad, me llegan muchos encargos grandes, de producción masiva, que de otro modo irían a parar a talleres o empresas más grandes y visibles. En “Atatuerca” (así se llama mi modesto emprendimiento) estamos muy orgullosos de esta doble característica tan nuestra, y de nuestros maravillosos vocacionales. Sin ellos, la producción de tuercas sería otra cosa. Tal es así que la semana pasada ocurrió algo preocupante para el porvenir de “Atatuerca”, aunque creo que lo podré solventar sin sufrir mayores desajustes. Don Basilio, la estrella de nuestro plantel, el tornero vocacional con más antigüedad y destreza, cayó repentinamente enfermo y se murió... me cuesta decirlo... ¡en apenas dos días! ¡Don Basilio! Era como de la familia para mí. Algo inexplicable. Dice el médico que no tenía defensas, que estaba mal alimentado. ¿Cómo puede ser? Don Basilio era un artista excepcional, una persona con un don impagable. Educado, humilde pero digno, bastante elegante para lo que espera uno de un tornero, siempre sereno, sin un reproche... ¡Yo lo imaginaba incluso rico, miren lo que les digo! Pensaba que se ganaría la vida mejor que nadie; no como tornero, es evidente, a quién se le ocurre soñar siquiera en que la tornería, tal como están las cosas, dé para vivir dignamente, pero en cualquier otro campo, qué sé yo, con su habilidad las posibilidades son tan amplias... Y no, don Basilio era igual de vocacional que de testarudo: quería vivir de su profesión. Cuántas veces le había dicho yo que lo suyo no era profesión, que era arte... ¡y el arte no tiene precio! Ahora temo que mis otros dos artistas acaben como él o ¡peor incluso!, pretendan cobrar como los demás (que tampoco ganan para tirar cohetes, a qué engañarnos). Eso “Atatuerca” no se lo puede permitir: las piezas especiales no tienen la misma salida que las estándar y, encima, su costo es más elevado. Si además tengo que pagar la mano de obra a precio de mercado, me fundo. La muerte de don Basilio me ha hecho pensar mucho, me ha hecho reflexionar. Seguiremos como hasta ahora mientras podamos y si en un futuro hay que prescindir de nuestro plus, de nuestro toque distintivo, no habrá más remedio que hacerlo. Espero que mis vocacionales lo comprendan. Qué injusta es la vida.
¡Buenísimo! Muchas gracias, Andrés.
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