El 27 de octubre pasado, Andrés Ehrenhaus publicó la siguiente columna en El Trujamán, a propósito de las críticas que suelen hacérsele a las traducciones.
Errar es preciso, acertar...
Escribo esto como un apunte para un borrador de un presunto intento de pensar en la posibilidad de pergeñar una deontología de la crítica de la traducción. En menos palabras: me he lanzado a una piscina sin agua. En el fondo me espera, mohoso y descascarillado, el duro cemento de la realidad. Y la realidad es que, sencillamente, no existe hoy por hoy ni siquiera un atisbo de pretensión de crítica seria de la traducción. Nadie sabe cómo encararla públicamente. Nadie se atreve a salirse ni un milímetro del lugar común. Nadie parece tener los fundamentos necesarios para leer con ojos críticos una traducción y reflejar esa lectura en un comentario que no caiga en la frivolidad o el perdonavidismo. Y esto es así, creo, porque se leen las traducciones como si fueran, como si debieran ser, como si no pudieran ser otra cosa que textos originales y no modificaciones —con todo lo que ello comporta— de esos textos. Mientras el crítico o reseñista prefiera ignorar que Dostoievski escribía en ruso y no en el español imaginario de la M-30 , su lectura, contaminada por la fantasía infantil de la traducción perfecta, estará abocada a la decepción o el engaño.
Frustrada su fantasía, el crítico se lanzará entonces a la caza vindicativa del error, sin entender que toda traducción es un error en sí misma, que el error —y nunca el acierto— es la piedra angular de la traducción. Y encontrará, por supuesto, cientos, miles de errores, de los que exhibirá, orgulloso como quien vuelve exhausto a la barra del bar del club privado tras el safari, una muestra reducida pero significativa de su redada. Sin embargo, todas sus piezas serán caza menor, pajarillos, roedores, pequeños reptiles, alguna libélula, como mucho un gatito. Todos serán errores léxicos, palabras que el valiente cazador, en su despecho por haberse llamado a sí mismo a engaño, cree entrever que no son las justas, las adecuadas, las que ha escrito el autor, y que presentará como si fuesen leones, bisontes, cocodrilos, elefantes. ¡Ja! El burro del traductor ha puesto «banco» en vez de «banquito» donde el autor dice «banqueta»… y así. Sin reparar en que ese error (si lo fuera) quizá esté evitando otro mayor y seguramente menos perdonable, como, por ejemplo, una cuestión de estilo, de ritmo, de cadencia, de sonoridad, de… Dejémoslo.
Por decirlo en términos paracientíficos: el traductor sabe o debería saber vivir con la neurosis del error a cuestas; el crítico, en cambio, lee poseído por la manía del acierto. Y así no vamos a ninguna parte. Lo que se hace a fuerza de minutos, horas, días, meses de tropiezos, de decisiones sangrientas y sangrantes, de investigaciones infructuosas, de equivocaciones luminosas e incluso brillantes es analizado bajo una lente obsesiva y perezosa a la vez que confunde la perfección con… la facilidad. Y que allí donde tropieza, culpa de la dificultad de la lectura al camino, a la imperfecta, fastidiosa anfractuosidad del camino, y nunca a la elección poco feliz del calzado o a la manera de arrastrar los pies del furtivo. No entender que la traducción y, por ende, la literatura, el pensamiento, el lenguaje al fin, hunden sus firmes cimientos en el error es, hoy en día, algo más que una simple ingenuidad. Es una peligrosa manía. No habrá crítica sensata, rigurosa, creativa de la traducción en tanto la neurosis del error siga arando la era bajo la vigilancia indolente pero férrea de la manía del acierto; en tanto el reseñista no deje de exhibir como si fueran gliptodontes los cuatro o cinco animalejos malamente capturados ante la mirada aburrida y condescendiente de sus compañeros del club de caza; en tanto esa lectura crítica no se haga con la misma actitud honesta y adulta con que el traductor se equivoca, una y otra y otra vez.
sencillamente, chapeau! la caza menor, qué hallazgo...
ResponderEliminarmuchas gracias andrés.
buenísimo! "con la neurosis del error a cuestas"
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