Constance Garnett |
Teorías del estilo
El nombre de Constance Garnett no le dice nada al lector hispano, pero tiene fuertes resonancias para el lector anglosajón, sobre todo el de una cierta edad. Sus traducciones —a veces ayudada en ellas por el anarquista Serguéi Stepniak— introdujeron a los clásicos rusos en la lengua inglesa y dieron mucho que hablar (generalmente mal) a nombres como Joseph Brodsky y Vladimir Nabokov: «un auténtico desastre», dijo el autor de Lolita de su versión de Ana Karénina. Menos severo se muestra Adam Thirlwell, que en 2007 publicó un libro titulado Miss Herbert (o The Delighted States, según el ejemplar sea inglés o estadounidense). El libro es una suerte de relato de viajes con el estilo novelesco por protagonista y los periplos de éste, por distintas lenguas y latitudes, como trama. Una trama que, por fuerza, pasa a través de la traducción. Ahí leemos que, para Garnett, su Ana Karénina era «más clara, sin los flagrantes defectos de estilo del original ruso». Tolstói, por lo visto, gustaba de «prolongar sus largas frases mediante la pura repetición, dejando oscilar la frase en torno a una repetición de bisagras, como en la terza rima», por lo que su estilo puede dar impresión de incuria. Garnett eliminó esa repetitio cum variatio, según parece porque el inglés no la admite del mismo modo que la admite el ruso.
A primera vista (y a falta de saber ruso), se hace difícil compartir el parecer de la traductora, pero ¿hasta qué punto la inercia no nos lleva a muchos a hacer lo propio? Desde la facultad se nos inculca lo del «genio de la lengua», verbigracia: que el inglés prefiere la frase corta en relación coordinada y el castellano el periodo largo y la subordinación. Y cuando empezamos a tratar con editores aprendemos que lo que cuenta es la «fluidez», oscuro dogma sobre el que ya se han escrito unos cuantos trujamanes y que opino merecería un libro entero. Aplicar la regla de tres de la fluidez y la conversión sintáctica a libros «sin estilo» puede ser recomendable, sobre todo porque al traductor se le exige entregar un texto liso y más legible que muchos de los originales absurdos que las grandes editoriales compran a bulto, aunque ése es otro tema. Sin embargo, al abordar una obra con voluntad de estilo, las fórmulas resultan insuficientes y nos enfrentamos a múltiples dilemas: ¿hasta dónde llega el «genio de la lengua» y hasta dónde el estilo de la obra? ¿Hasta qué punto modificar un rasgo sintáctico no altera la imagen que de sí pretende dar el autor? ¿Romperemos —por ignorancia, por ceguera, por prisa— el equilibrio entre la ética y la estética estilísticas de la obra, sea cual sea ese equilibrio?
Toda teoría de la traducción, lo dice Thirlwell y quien esto firma lo comparte, es una teoría del estilo. Del mismo modo que no existe el estilo, así en general, no puede existir la teoría en general. Para nosotros queda el problema, primero, de cómo reconocer el estilo, así, a pelo (a pelo porque a menudo el traductor trabaja sobre una obra nueva, sin aparato crítico ni literatura secundaria. Para los clásicos, a las malas, siempre podremos invocar alguna autoridad), y, segundo, de saber qué hacer con él. La teoría literaria lleva años tratando de hallar respuestas. La solución, si la hay, tiene seguramente poco de ciencia, mucho de lecturas, bastante de gusto y parte de suerte. Thirlwell escribe una frase banal al analizar el problema de las traducciones de Constance Garnett: «This is complicated». Imposible ser más preciso.
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