Escena de Fausto, en versión de Alfredo Arias, con Marilú Marini. |
Jaime Arrambide es un especialista en traducción teatral y por ello también fue convocado para el número especial de Ñ. Su artículo, que se publica a continuación, establece algo así como una tradición y anticipa usos y costumbres de la relación entre la escena y las palabras traducidas.
La voz humana : traducir para la escena
En 1866, el escritor y militar argentino Estanislao del Campo asiste al estreno de la opera Fausto, de Gounod, en el Teatro Colón de Buenos Aires, minucia del anecdotario social porteño que se revelaría a posteriori como germinal para el teatro argentino: poco tiempo después de esa representación, Del Campo publica su texto dramático más famoso, comúnmente conocido como El fausto criollo, donde el gaucho Anastasio le cuenta a su amigo Laguna sus “impresiones” tras haber asistido, precisamente, a una función del Fausto de Gounod. La situación es cómica y llama a la risa, ya que Anastasio no sólo no ha logrado discernir el carácter ficcional de lo que ha visto en escena, sin distinguir realidad de representación, sino que además ha presenciado la ópera en su idioma original, el francés, y por lo tanto entiende la trama no por su texto, sino por su representación escénica. Del Campo, que sí hablaba francés y seguramente conocía la obra de Goethe en la traducción francesa de François-Victor Hugo, realiza una operación literaria simple que desde entonces recorre como un bajo continuo la relación entre la dramaturgia local y el teatro en lengua extranjera: a través de una elemental puesta en abismo, el autor conjuga una operación de traducción y dramaturgia a la vez, apropiándose de la fábula para torcer su carácter trágico y poner en escena la comicidad de esa brecha cultural y lingüística. El Fausto criollo es tal vez el primer empeño dramático de conferir un carácter nacional –y popular– a la herencia teatral europea: un improbable diálogo en verso, tan gauchesco como porteño, entre dos reseros al sereno de la noche pampeana.
Con el cóctel lingüístico que aportaron las posteriores oleadas inmigratorias, la cuestión idiomática se impregnó en todos los aspectos de la vida social, provocando un cimbronazo en el habla cotidiana que también el teatro debió digerir. En un nuevo gesto de apropiación, en este caso del género del sainete valenciano, el teatro porteño inaugura una forma nueva y genuinamente propia: el sainete criollo, forma popular que combina elementos circenses y que en general refleja la vida íntima de los conventillos de Buenos Aires, donde los recién llegados al país convivían en una Babel de dialectos y costumbres. El conventillo es incluso la cuna de una lengua urbana con nombre propio, el cocoliche, jerga híbrida del español hablada por los inmigrantes italianos de la época. En el sainete criollo el problema de la traducción está tematizado e imbricado en la trama, y suele ser el disparador de situaciones graciosas derivadas de los malentendidos idiomáticos o del acento extranjero de los personajes.
Hasta ese momento, sin embargo, el teatro traducido que se estrenaba en Argentina utilizaba las traducciones publicadas que llegaban desde España y que el espectador digería por convención o porque ese habla aún le resultaba familiar. Pero a partir de la década de 1940, con el apogeo de la clase intelectual argentina y el oscurantismo intelectual que se cernió sobre España, algunos escritores y traductores locales se dedicaron a volcar al español los nuevos clásicos contemporáneos, textos que ahora les llegaban desde más allá de la barrera de los Pirineos. El ostracismo español tuvo entonces un correlato obvio en la desacralización de su lengua, y si bien la literatura argentina ya había librado la batalla del “buen decir” muchos años antes –tal vez con Roberto Arlt, de quien se dice que aprendió a escribir leyendo traducciones malas–, los traductores que hasta entonces seguían bajo el yugo del canon castizo comienzan a incorporan gradualmente ciertos localismos y figuras de expresión propios del habla rioplatense. (Y aquí va la mención obligada a Aurora Bernárdez, gran traductora, y en especial de teatro.) En ese enclave histórico, se hace manifiesto por primera vez en Argentina el rasgo inalienable y específico de la traducción teatral: su destino oral.
Para el dramaturgo, la oralidad está en el origen y en el destino de su texto: el intento de construir un verosímil lingüístico para la escena. Su paso por la página, por escandaloso que pueda sonar, es mayormente una circunstancia obligada, utilitaria, pues para el dramaturgo el texto teatral se consuma cuando ocupa la voz del actor. Del teatro publicado al teatro escenificado siempre hubo, en los hechos concretos de la práctica teatral, un abismo escarpado y pesaroso. Por eso el texto teatral es siempre tan inacabado, y la noción de autoría en el teatro es más lábil y a la vez más peliaguda que en ningún otro género literario. A eso se suma un fenómeno mundial que corre en paralelo con las postrimerías del siglo XX y que continúa en la actualidad, a saber, la disminución exponencial de los lectores de teatro. En efecto, y gradualmente, la mayor parte de las traducciones de teatro ya no fueron encargadas por editores, sino por productores o directores de teatro, y el destino oral de ese encargo, precisamente, resulta decisivo para el equilibrio de las soberanías idiomáticas. Gracias a la exigencia instantánea de la puesta en escena, el teatro bien traducido hace un aporte capital a la independencia y supervivencia de las distintas variantes del español, resistiendo cualquier embate neutralizador. Ya sea que el autor haya creado un habla escénica propia, ya sea que intente reproducir un modo de hablar que existe en ese otro idioma, el punto de referencia para el traductor siempre será el habla del espectador, y no del lector. El teatro es así. Su destino es al mismo tiempo, ay, su coyuntura. Por eso existen actualmente las así llamadas “versiones internacionales”, traducciones de buena fe a un español de comprensión generalizada, que logran divulgar las obras –sí, la vulgata–, pero que están abiertas a ser retrabajadas por un traductor-dramaturgo allí donde vayan a representarse.
A partir de la década de 1970, el cuestionamiento de la idea de autor a nivel mundial y el desarrollo subterráneo del teatro local durante la dictadura militar tuvieron su correlato en el ascenso de la dramaturgia de director. El escritor dramático no desaparece, pero vuelve a subirse al escenario; o por el contrario, no es más que un director disfrazado de autor. Para la traducción teatral, la consecuencia más relevante de este proceso es que salvo que se trate de un nombre que ha trascendido por motivos comerciales, son pocos los directores dispuestos a correr el riesgo de dar a conocer un autor experimental extranjero, ya que suele preferirse la experimentación local y de la pluma del propio director. A esto se suma la fortaleza y relativa independencia del mercado teatral de la metrópolis de Buenos Aires, donde en los buenos años llegan a estrenarse casi 1.000 producciones y que en temporada alta registra más de 400 espectáculos simultáneos en cartel. Por supuesto que ese es el reino de la dramaturgia local, actual o de repertorio, pero también han tenido cabida obras europeas contemporáneas, muchas veces con el aporte económico o de difusión de los servicios culturales de las distintas embajadas, que justamente financian la traducción de las obras, como un modo de aproximar la literatura de sus países a la plaza teatral argentina.
Y si traducir es aproximar, en el teatro esa proximidad se vuelve urgencia de los sentidos, del texto que corre y no nos da una segunda oportunidad, siempre fugando hacia adelante por el impulso irrefrenable de la escena. Si traducir es aproximarse, el traductor comparte con la gente de teatro la capacidad de insuflar vida nuevamente a un texto y hacerlo respirar: más aún que el erudito y el exégeta, el traductor se revela así como el único con derecho pleno a meter sus manos en un texto cerrado hace mil años, o incluso cerrado ayer.
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