2) El texto difícil viene precedido por un prólogo, especialmente encargado por el editor. El traductor, ahora devenido prologuista, encuentra una serie de datos que nunca antes habían sido difundidos. Son frutos de su propia investigación. Firma esos datos con su nombre, sin olvidar poner cuáles son las fuentes de las que los obtuvo. Luego, se hace la reseña del libro y ésta reproduce puntualmente todo lo que dice el prólogo, pero no menciona que esos datos fueron puestos al alcance de todos por el prologuista que, recuérdese, es el mismo traductor. A los que escriben la reseña no se les mueve un pelo. De hecho, buena parte de los lectores los considera "gente culta".
3) Se estrena un espectáculo en el cual el traductor ha trabajado durante muchos meses. El resultado es correcto, incluso digno, y para la mayoría de los espectadores, la única referencia posible de un original desconocido. Los críticos van a ver el espectáculo, elogian al director, elogian a los intérpretes. Hablan del texto como si éste hubiese sido escrito originalmente en castellano. Nadie menciona que la materia sobre la que ellos trabajaron es un texto traducido de un original en otro idioma. Mucho menos se menciona el nombre de quien tradujo.
Los traductores viven de su trabajo y la única herramienta con la que cuentan para seguir trabajando es el módico prestigio que puedan alcanzar gracias a su esfuerzo. Si los "críticos" –para llamar de algún modo a esa cáfila que comenta contratapas en los suplementos literarios– no se dan cuenta de que un texto traducido es el fruto del trabajo de alguien, tal vez valdría la pena hacer algo más para sensibilizarlos. Por caso, enseñarles a leer.
Mientras tanto, hay colegas que padecen états
d'âme y se rasgan las vestiduras discutiendo sobre la necesidad de la invisibilización del traductor. Es posible que vivan de otra cosa. O tal vez se casaron bien.
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