En la entrada de este blog correspondiente al 17 de septiembre del 2013, Isabel Sabogal Dunin-Borkowski se refería a la Breve historia de la traducción en el Perú, del poeta, editor, crítico y traductor peruano Ricardo Silva-Santisteban. El
29 de noviembre de 2016, con firma de Manuel
Barros Alcántara, se publicó en el sitio de la Casa de la Literatura
Peruana el siguiente artículo sobre el mismo libro. Se reproduce a
continuación.
Breve historia de la traducción en el Perú
A
lo largo de su vida, Ricardo Silva-Santisteban
(Lima, 1941) ha mantenido un incansable compromiso con la
literatura y, especialmente, con la poesía. Poeta, traductor y profesor
universitario, Ricardo es el editor
literario más importante de los últimos años. Ha rescatado, prologado y preparado
muchas de las ediciones de poesía y literatura peruana más relevantes de este
siglo. Y, dentro de ellas, la traducción literaria ha tenido un lugar
fundamental. Además de sus propias traducciones, ha publicado la Antología general de la traducción en el Perú que
consta de cinco volúmenes, con varios otros de aparición próxima. Preocupándose
no solo de rescatar canónicas traducciones peruanas, también ha difundido
varias de las más representativas de la región hispanoamericana. La colección El manantial oculto, su paso por la
Biblioteca Abraham Valdelomar y, en los meses más recientes, su labor editorial
como presidente de la Academia Peruana de la Lengua son claras muestras de la
importancia de todo su trabajo.
En el transcurso de dicha trayectoria, Breve historia de la traducción en el Perú (2012) puede ser vista
como una parada necesaria para su autor, pues en ella ha historiado sus propios
procesos y paulatinos descubrimientos. A rigor, el libro es uno de los resultados a largo plazo de los
caminos personales por los que Ricardo Silva-Santisteban ha optado,
preguntándose siempre por la presencia, importancia y distintos grados de
alcance de la traducción en nuestro país. Breve, conciso, después de los
estudios de Estuardo Núñez (1908-2013), el panorama trazado por Ricardo
Silva-Santisteban es el primer intento de
historiar la presencia de los traductores en el Perú. Dividido en dos partes, el libro presenta una breve historia de sus
principales hitos y, seguidamente, un aporte bibliográfico para su difusión y
consolidación como campo de estudio e investigación. En la primera parte el autor nos
muestra que traducir no es meramente un hecho literario. Desde un inicio nos
sugiere que la traducción es una posibilidad de diálogo y, por ende, de
negociación entre los participantes y sus capacidades interpretativas, siendo
la primera de ellas, la política.
Abriendo el ensayo, el autor señala la genealógica necesidad de la
traducción. Los conquistadores españoles requirieron de
un intérprete para comunicarse y empezar a conocer la cultura del “otro”. En
ese contexto, antes que un oído, unos ojos y una mente dadas a traducir, el
traductor era un oidor, aquel “juez” con el poder de interpretar y la otorgada
potestad de ofrecer sentidos, incluso, al punto de imponerlos. Así, antes que un hecho estético —en
tanto oficio literario— la traducción fue un hecho social. Surcar la incomprensión refiere al acto político de interpretar y
transmitir en otra lengua la sensación de lo percibido en una primera. Esta misma razón implica optar,
preferir y determinar las posibilidades del sentido o sentidos en aquello
escuchado, pensado, vivido a través de otras lenguas. Al igual que con la
Malinche en México, de esta genealógica necesidad nace la traducción en el Perú
con el caso de Felipillo. Aunque no entra en nombres ni detalles, el aporte de
Silva-Santisteban comienza desde esta primera página. Identifica en la lengua —y las formas culturales de vida que en ella se
encuentran— cómo se trastocan las distintas dimensiones de la capacidad humana
de crear y, más aún, la de interpretar.
Implícitamente, el autor se pregunta por
los diferentes intereses y horizontes culturales que el oficio de la traducción
tuvo a lo largo de la historia. Si bien la traducción tuvo una segunda presencia pública a través
de su uso político, la catequización de los nativos, el texto se centra en
presentar las siguientes. El muestrario va hacia inmediatamente lo literario
cuando la presencia de los cronistas devino en su fecunda condición de
“clásicos de la literatura y la traducción hispanoamericana”. Durante los primeros dos siglos de la época colonial, la recopilación y
registro de las creaciones quechuas fueron las prioridades de los traductores. Pero
también lo fueron las traducciones de los clásicos italianos y latinas,
especialmente en el caso del Inca Garcilaso de la Vega y Diego Dávalos
Figueroa. En el S. XVIII predominaron las letras
francesas que tiene en Pedro Peralta Barnuevo a su principal traductor con La Rodoguna y, en menor medida,
aparecen las inglesas. Entrando al S. XIX, la presencia del latín tuvo mayor
fuerza, especialmente con la versión del Salterio
peruano hecha por José Manuel Valdez, aunque una literatura “menos
común” como la portuguesa empieza a tener presencia con Juan de la Pezuela y su
versión de Los Lusiadas. Asimismo, a finales de ese
siglo, se da un acercamiento a la literatura aborigen. No olvidemos que fueron
los poetas del tardío romanticismo quienes tradujeron en distintas versiones y
variados recursos el clásico del teatro quechua, Ollantay.
Entrando al S. XX encontramos otra sugerente variedad. Aunque ha habido
intereses constantes —franceses, latinos, ingleses, alemanes o italianos— este
siglo nos trajo otros horizontes culturales. El S. XX tiene en los modernistas
los primeros en interesados en el Brasil literario. Con distinto éxito y grado
de importancia, Víctor G. Mantilla, José Santos Chocano y Enrique Bustamante y
Ballivián fueron los primeros en traducir a poetas brasileños. Esta lengua tuvo
una relativa presencia a lo largo del S. XX, especialmente en los años ochenta,
con las publicaciones de los treinta y un volúmenes hechas por poetas peruanos.
Por otra parte, en las primeras décadas
del siglo pasado, Adolfo Vienrich tradujo canciones folklóricas quechuas y,
recién en los años treinta, apareció su sucesor en dicho campo: José María
Arguedas. Al igual
que el rescate de los distintos registros de la literatura quechua, a lo largo
del siglo surgieron marcados intereses por las lenguas orientales y alemana. El
principal traductor de la poesía china ha sido Guillermo Dañino, quien ha
tenido sucesores que continúan su labor en esa como en otras literaturas:
grecolatinas, hindú y japonesas. Asimismo, Juan José del Solar ha sido el
principal traductor de varios clásicos de la literatura en lengua alemana:
Canetti, Kafka, Walser, Brecht. Recordemos también al
traductor principal de la generación del cincuenta, Javier Sologuren, quien
introdujo al país la lírica sueca. En los años más recientes, entre otros traductores interesantes
están Isabel Sabogal con una traducción de Czeslaw Milosz, Renato Sandoval con
Rilke y Reynaldo Jiménez con Haroldo de Campos.
Definitivamente tenía que haber ausencias, pues el autor no quiso agotar
todas sus referencias. Si bien podríamos decirle que faltó mencionar las
traducciones de la literatura aymara —que sí figuran en la bibliografía del
libro—, la versión de Trilce en
quechua que elaboró Porfirio Meneses Lazón o la traducción de la primera parte
de Don Quijote hecha por
Demetrio Túpac Yupanqui el 2006, lo importante es partir del sugerente panorama
que nos ofrece y del propio rasgo expositivo de sus fuentes. Aunque académico,
Ricardo no quiere avasallarnos de referencias en el relato, pues no busca caer
en una exhaustiva labor historiográfica. Si el autor hubiera desarrollado más
esa historia —no olvidemos que es “breve”— el libro pasaba a tener otras
exigencias y recursos con los cuales afrontarlas.
En la segunda parte del libro, el autor nos brinda
una “Contribución a la bibliografía de la traducción en el Perú”. Está
presentada de manera didáctica, como una guía para el conocimiento de la
traducción: sus cultores, sus principales representantes, ensayistas y
recopiladores. La primera sección comprende una selección de “Estudios y
antologías” y, la segunda, una bibliografía histórica de los traductores
peruanos, desde Juan de Betanzos (1510-1576) hasta Miluska Benavides (1986).
Esta contribución no sólo es más extensa que el propio ensayo, sino que es
fundamentalmente una invitación a la aventura —a la investigación y al propio
conocimiento— de nuestra lengua a través de otros y desde otros.
Pero, en general, Ricardo hace mucho más que ofrecernos un mero listado o
enumeración de los principales hitos de la traducción en el Perú. También aprovecha la historia que nos cuenta para mostrarnos otros
registros en el anecdotario de las traducciones en el Perú. Por ejemplo, nos cuenta que Clemente
Palma tradujo el Tartufo de
Moliere para sus clases en San Marcos. También, nos recuerda la faltante
edición de las traducciones reunidas de Westphalen. De igual manera, el
muestrario de los traductores peruanos nos sugiere que ellos estuvieron atentos
tanto a las novedades como a los clásicos y sus distintas versiones disponibles.
Entre muchas otras cosas, el libro nos sugiere la
importancia que la traducción ha tenido para la formación de la propia
literatura peruana, en tanto oficio, ejercicio estético o una recurrente
exploración personal.
Si bien este no es un ensayo histórico-social sobre la literatura, sí deja
entrever parte que desde lo literario nos sugiere la vida social de nuestro
país. La propia historicidad del traductor tuvo su origen en lo político,
pasando por distintas formas de lo literario hasta llegar hacia lo poético. En
ese trayecto encontramos parte de la configuración histórica de los gustos
literarios y, por ende, sugiere una breve historia de las influencias o
intereses principales de los traductores peruanos. A través de ella, Ricardo
Silva-Santisteban nos sugiere cómo, en distintos periodos, los traductores “se
asoman” a distintos horizontes culturales, tienen una mayor prevalencia por
algunos y un histórico desinterés por de otros. La traducción ha formado
parte de la vida intelectual del Perú, incluso desde antes que ésta empiece a
ser una nación. Y ella no se reduce a un aspecto más de los alcances públicos
de la literatura, pues la traducción como forma de (re)creación y difusión
potencia un ideario geográfico y cultural, esos nacientes espacios que se van
“conquistando” en otras lenguas, tanto nacionales como extranjeras. En buena
cuenta, esta es parte de la historia de lo que siglo a siglo ha sido la
formación, el alcance y la potestad de nuestra lengua.
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