Ayer, 17 de noviembre, en El Periódico, de España, Eduardo Hojman (foto), traductor argentino radicado en España, publicó un elaborado artículo sobre lo que ocurre con los libros traducidos en España cuando viajan a América y viceversa. Si bien harían falta muchas puntualizaciones para respaldar los dichos de los entrevistados, el título anticipa el contenido.
Separados por el mismo idioma
Hay más de veinte países hispanohablantes en el mundo y, de ellos, España ocupa el cuarto lugar, precedida por México, Estados Unidos, Colombia y seguida muy de cerca por Argentina. Sin embargo, España centraliza la industria editorial en ese idioma y es aquí donde se produce la inmensa mayoría de las traducciones que leen las regiones restantes, que no siempre son del todo bien recibidas.
La concentración editorial exacerbó esa situación. Si en los años noventa editoriales como Emecé o Sudamericana, entonces independientes, podían adquirir títulos para sus propios territorios y ofrecer sus propias traducciones, a partir del cambio de siglo los grandes grupos españoles (y muchas editoriales medianas, siguiendo su ejemplo) compran derechos mundiales para la lengua.
Como señala Jorge Fondebrider, director del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, eso anula “la posibilidad de alternativas. Los lectores de los países que no son dueños de los derechos tienen que leer en la variante del país que los posee”. El problema de la nula coexistencia de traducciones españolas y americanas del mismo libro, según sentencia Fondebrider, es que “las traducciones españolas no funcionan en Argentina, y Anagrama es quizá el mejor ejemplo”, aunque acota que “los dos grandes grupos (Planeta y Penguin Random House, que imponen las traducciones ibéricas), hacen una corrección de estilo y una revisión”.
El periodista cultural argentino Daniel Gigena señala que “sigue habiendo quejas respecto de las traducciones españolas, en especial cuando hay jergas, idiolectos. Llegan al país muchos libros cedentes de los grandes grupos traducidos a la española y pocas veces se retocan, sea por costo o desinterés”, aunque reconoce que “a veces esas quejas me parecen un esnobismo. Obviamente hay libros mal traducidos, pero no solo en España y no solo por esas razones”.
Que Anagrama sea blanco de esas acusaciones se debe, muy probablemente, a que, gracias a su potente catálogo, representó una educación libresca sentimental para muchos lectores hispanoamericanos. “Somos muy sensibles a esos comentarios –dice su directora editorial, Silvia Sesé–, que se refieren a usos de otras épocas”. Marc García, del departamento de edición de la misma editorial, aclara que “el uso de las variantes del español en las traducciones es una cuestión compleja y cualquier decisión en favor de una variante nacional va a alienar inevitablemente a parte de nuestro público. Hemos optado por privilegiar la más natural para los lectores del país de origen de la editorial, pero intentando tener cada vez más cuidado en que resulte natural para los de otros países”.
Elena Ramírez, directora de Ficción Internacional de Planeta, grupo con sedes muy activas e importantes en América Latina, explica que la adaptación de sus traducciones a las distintas regiones “depende del tipo de libro. En los literarios no se hace ningún tipo de modificación, pero en libros más populares en ocasiones se ajustan cosas menores, y no lo hacemos nosotros, sino que el país que quiere adaptar alguna palabra o expresión hace la sugerencia”. Esos cambios, dice, no privilegian ninguna de las variantes del español latinoamericano a priori, sino que tienen que ver con qué país ha contratado el libro y se toman en cuenta las sugerencias de cada casa local.
Algo similar ocurre con Penguin Random House. Según Anna Prieto, directora de Edición Técnica de la División Literaria, la mayoría de los libros se traducen en España y las adaptaciones, si las hay, corren a cargo de sus sedes locales. “No hay un español latinoamericano que tenga preferencia, suelen hacerse versiones en argentino y en mexicano, y las demás casas deciden qué versión van a comercializar”. Julieta Obedman, directora literaria de la sede argentina, lo confirma. “Se adaptan sobre todo los libros destinados al público infantil y juvenil, por razones de expresiones idiomáticas propias de cada país”.
Poder económico
Para Jonio González, poeta, traductor y jefe del departamento de traducción de Ediciones B, es todo cuestión de mercado. “Se prioriza el castellano español porque en España se venden muchísimos más libros que en América. No sé si es colonialismo cultural pero no me cabe duda de que se trata de poder económico en un contexto de colonialismo económico”.
Ese panorama tiene su reverso en las escasas traducciones que en la actualidad llegan de América Latina a España. Leonora Djament de Eterna Cadencia, cuya presencia en España es cada vez mayor, asegura que no adaptan sus traducciones, aunque sí “traducimos contemplando a los lectores de toda la región hispanoparlante. El castellano neutro no existe o es un invento de los medios de comunicación. Pero pensamos en la legibilidad de nuestras traducciones en toda la región”.
Según Santiago Tobón, responsable de la sede española de Sexto Piso, el español prioritario “suele ser el lugar de mayor apuesta comercial o el de edición del libro”. Almadía, donde la mayoría de las traducciones son mexicanas, también intenta que sean lo más “neutras” posible. Para su editor, Guillermo Quijas Corzo, “es más fácil que en México los libreros acepten traducciones al castellano de España a que libreros españoles acepten traducciones al castellano de México”.
La editorial argentina Chai recurre a la barcelonesa Anna Ferrer Anechina para adaptar sus traducciones. “A veces –dice Ferrer–, siento que es una tarea un poco españocentrista y colonialista. Pero entiendo que un libro adaptado resulte más agradable de leer para alguien que lo haga por placer y/o no esté acostumbrado a otras variantes del idioma”.
Como señala el traductor y escritor Andy Ehrenhaus, refiriéndose a los traductores latinoamericanos que trabajan habitualmente en España, “las normas de estilo de las editoriales españolas alejan a los traductores de los peligros y tentaciones de lo que definen como americanismos”, trazando “una frontera clara entre lo que debe quedar dentro y fuera de la casa; el buen huésped debe tener al menos la delicadeza de no dejar entrar más bichos consigo, de sacudírselos en el felpudo”.
Este intento por eliminar las marcas de origen en las traducciones se entronca con otra gran discusión, la de legibilidad versus fidelidad. Un español “neutro” se arriesga inevitablemente a aplanar jergas y coloquialismos del texto original, igualando matices y estilos, y a veces daría la impresión de que al lector español quiere ocultársele, o intentar que olvide, que está leyendo una traducción, en tanto que en América Latina se tiene presente que se trata de una versión de un libro escrito en otro idioma, y esa marca de extranjería puede ser un valor añadido y enriquecer la lectura.
Detrás de todo esto subyacen recelos antiguos. En Argentina se protesta que, mientras en España se traduce al español castizo, allí no se traduce al español rioplatense, aunque eso está cambiando. Jonio González matiza que “tampoco en Argentina ni en México, cuando eran potencias editoriales, se preocuparon por cómo los leerían en Ecuador o Perú”.
Jorge Luis Borges, firmante de una célebre traducción de Kafka, renegó del título de La metamorfosis, prefiriendo La transformación. Al parecer eso se debía a que su traducción se había españolizado al punto de quedar irreconocible. Y es célebre su ataque a la supuesta pureza del español de España en el ensayo “Las alarmas del doctor Américo Castro” (Otras inquisiciones, 1960).
Por otra parte, si en Argentina siempre hay quejas sobre las traducciones españolas, muchos medios españoles no pierden oportunidad de criticar las americanas. “Malas traducciones hay en Argentina, en España y en todas partes –dice González–. En el fondo, es un tema de reivindicación histórica y de una profunda frustración”. Quizá lo mejor sería aceptar que los casi quinientos millones de hablantes del español son potencialmente capaces de entender todas sus variantes y, en lugar de intentar anular las diferencias, celebrarlas. Caso contrario, seguiremos separados por el mismo idioma.
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