El Babel interior de la literatura
Siempre han existido autores que han vivido en el laberinto idiomático. El crítico literario George Steiner aseguraba en sus memorias, Errata (Siruela), que en su casa las frases comenzaban en un idioma, proseguían en otro y acababan en un tercero. Joseph Conrad arrinconó el polaco de su Cracovia natal para moldear las tinieblas de su imaginación con el habla de Shakespeare. Y Samuel Beckett debió encontrar en el francés un punto absurdo que no debió ver en el inglés.
Neutralizar las influencias
¿Pero cómo repercute en la literatura desenvolverse en diferentes lenguajes? El novelista y traductor Javier Calvo (foto), autor de la reciente Corona de flores (Mondadori), maneja el castellano, el catalán y el inglés. «Creo que soy trilingüe. Leo, traduzco y me expreso al mismo nivel con las tres. Como consumidor de libros no hago distinciones, pero cuando escribo intento neutralizar toda la influencia de otros idiomas. Intento distanciarme con mayor o menor fortuna».
Juana Salabert, que ha publicado El bulevar del miedo, Premio Fernando Quiñones, es bilingüe. Francés y español. Es traductora y novelista, y distingue perfectamente la raya que separa la labor del traductor, de la del escritor: «En mi caso hay una clara influencia muy fuerte del ritmo del francés en mi español. Sobre todo en las subordinadas. Algo que remarcan los hispanistas franceses que me traducen. Por norma, cuando traduzco intento no escribir una obra a la vez. También repercute en mí a la hora de estructurar una novela, quizá porque desde muy joven leí a autores como Flaubert».
Uno de los temores que existen, y que es frecuente en personas que viven en un país distinto al suyo, es una posible contaminación. Un trasvase de estructuras y de vocabulario (la semejanza de significantes induce a errores) que son correctos en una lengua, pero que son esquivocados en otro. El novelista Fernando Aramburu, que acaba de editar Viaje con Clara por Alemania (Tusquets) reside en Alemania desde hace 25 años. Habla, lee y escribe en alemán. Lengua que comparte con su castellano natal y sus conocimientos en francés, euskera, inglés e italiano. Todo un arco lingüístico. «Conocer idiomas afecta de una manera determinante a la hora de escribir –comenta–. El influjo es casi siempre positivo. Un segundo, un tercer idioma suponen un segundo, un tercer enfoque intelectivo y cultural de la realidad, lo que automáticamente hace a esta más diversa y, por tanto, más rica. Por medio de los idiomas adquiridos el escritor ingresa sin intermediarios en nuevas tradiciones literarias. De pronto el mundo adquiere facetas imprevistas, lo que ayuda a resquebrajar los dogmas, las verdades inamovibles, las certidumbres de mármol. Recuerdo en este sentido la sorpresa que me llevé al comprobar que Luna, en alemán («der Mond»), es masculino y como tal es representada en los libros infantiles, con cara de señor y bigote, mientras que Sol («die Sonne») es femenino y en todas partes aparece representado como una mujer. Mis hijas bilingües jamás han tenido un problema por ello».
Unai Elorriaga, que ha publicado Londres es de cartón (Alfaguara) escribe en vasco, pero él mismo se traduce al castellano. «Lo hago porque soy traductor y sé que un traductor siempre te traiciona. “Traitore”. No te entienden bien o no lo saben transmitir, o porque lo que existe detrás de la frase es un aporte cultural y el otro no lo conoce. Creo que el mejor traductor es el autor». Una de los aspectos que le interesan son las limitaciones de un idioma. «Según qué pasajes, hay partes que se pierden, porque se transmiten imágenes que no funcionan en castellano, no tienes capacidad. Y otras veces, al traducir, dices: ha quedado genial y en el original era anodino», subraya Elorriaga. En este punto, Aramburu también aporta su propia experiencia sobre las fronteras de una lengua: «El percatarse de cuestiones como ésta se me figura esencial para un escritor, particularmente para aquel que se cuestiona en todo momento la validez y eficacia del idioma en que se expresa. Soy de la opinión de que para dominar el idioma propio hay que aprender a toda costa otros. La pena es que una vida humana no alcanza para aprender sino unos pocos».
Un desenlance
Javier Calvo reconoce una de las ventajas del escritor que traduce: «El hecho de traducir es una ventaja a la hora de escribir. Conoces la literatura de una manera íntima, estrecha. Manejas textos ajenos. Los conoces por dentro y aprender cómo un autor afronta una escena de diferentes formas. Aprendes cuánto tiene que durar un desenlace, cómo se construye un personaje. Sobre todo adquieres conocimientos en cuestiones como técnica y construcción narrativa de escenas y capítulos. Lo que es bueno para un novelista».
Juana Salabert comenta que «hay un riesgo contaminación. Hay escritores, como Ana María Matute, que cuando están redactando una novela, no pueden leer nada de ficción. La dejan aparcada, porque hay un nivel inconsciente que funciona. Además, en el caso del francés y el italiano están relacionados. A mí, después de hablar varios días en francés me cuesta regresar al castellano. A veces sucede, también, que que tienes la imagen mental de una palabra que es francesa, cuando la que buscaba es la española. Hay vocabulario que vives por el sonido, y puedes preferirlo en un idioma que en otro».
La industria "auxiliar"
Pero vocaciones aparte, hay explicaciones más peregrinas para la dedicación al gris oficio de traductor: tan sencillas como llegar a fin de mes. Porque, salvo excepciones de superventas, muchos de nuestros escritores deben dedicarse a la «industria auxiliar» de la creación literaria. Y una de las formas de «economía sumergida» más recurrente es la de traductor, con seudónimo o sin él. Porque si vivir de la pluma es difícil, las traducciones son un ingreso extra para los que no tienen un puesto de funcionario que compatibilizar con las novelas. Famosos por su afán traductor fue Borges y lo es Marías, que incluso lo han plasmado en sus novelas.
Pero también han pasado por ese trance muchos otros, como César Aira, que define la actividad «como una de las más obsesivas y solitarias, que terminan por aislarte». Antonio Tabucchi, que se enfrentó a la obra de Fernando Pessoa, dijo una vez que el lector «ve al escritor de esmoquin; al traductor lo ve en pijama».
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