Si hay miseria, que no se note
El dictamen francés de que la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud corresponde con precisión a Tartufo o a ciertos personajes de Dickens, no a la hipocresía argentina, que es de otro orden. El hipócrita, entre nosotros, se jacta de esa miseria necesaria, el dinero, o de esa otra miseria, la fama. Consideremos una de sus obsesiones: la imagen argentina. Adelina del Carril, viuda de Ricardo Güiraldes, vivió diez años en la India, cuya cultura es una de las más complejas del orbe.
A su vuelta, le preguntaron: ¿Qué dicen de nosotros en la India? Nada le preguntaron sobre las tierras que había conocido. Yo tuve una experiencia análoga. En un aula de Nueva York hablé sobre la obra de Kafka. Un compatriota, a quien muy poco le interesaría esa obra, me dio las gracias porque yo había mejorado, esa tarde, la imagen argentina.
El culto de esa imagen nos ha llevado a una profusión de eufemismos. Un grupo de cambiantes militares se encarama al poder y nos maltrata durante unos siete años; esa calamidad se llama el proceso. Los terroristas arrojaban sus bombas; para no herir sus buenos sentimientos, se los llamó activistas. El terrorismo estrepitoso fue sucedido por un terrorismo secreto; se lo llamó la represión.
Los mazorqueros que secuestraron, que a veces torturaron y que invariablemente asesinaron a miles de argentinos, obtuvieron el título general de fuerzas parapoliciales. Hubo una invasión y hubo una derrota; las autoridades hablaron de anticolonialismo y de un cese de hostilidades. Un ministro, acaso deliberadamente, arruina la Patria; se lo denomina un economista. La Patria fue degradada, expoliada y éticamente corrompida; se la apodó Argentina Potencia. El viaje de una viuda de Perón se llama operativo retorno. Gremialista es el mote que se otorga a ciertos matones. Un negocio turbio es un negociado y, a veces un ilícito. Cobrar excesivamente un trabajo es hacerse valer. La disputa con Chile se apodó conflicto limítrofe.
En la esquina de Charcas y Maipú había, hasta hace poco, un alto y hondo conventillo. Los vecinos recordarán las paredes amarillas, el portón, el entrevisto patio y su pileta y el balcón de fierro al que salía una pareja de viejitos y una nochera; tal era el eufemismo que usaba el barrio. El hecho nada tiene de singular; lo singular es que nadie hablaba de conventillo, porque se entiende que no los hay en el centro y menos en el norte.
No importa que haya pobres; lo que importa es que no se sepa. En vísperas de un certamen de fútbol, apodado el Mundial, las autoridades repartieron ropa a la gente, para que los turistas no advirtieran que hay pobres en Buenos Aires. A los rancheríos de las orillas, popularmente llamados villas miserias, se los llama ahora villas de emergencia. Sé de familias que durante los meses de diciembre, de enero y de febrero, vivían escondidas en su casa para que la gente creyera que estaban veraneando en el Uruguay.
Otra especie del género son los eufemismos pomposos. El presidente es el primer mandatario, su mujer es la primera dama, palabra de la jerga teatral. Un ministro es el titular de la cartera, curioso gongorismo. Un ciego (yo lo soy) es un no vidente. Una cuadrilla de parientes y de pistoleros es ahora un séquito. Un plagio es una reminiscencia. A los maestros se los llama docentes; a los psicoanalistas, psicólogos; a los porteros, encargados; a los basurales, cinturón ecológico; a las batidas policiales, vastos operativos; a los controles de vehículos, Operativo Sol. Desde hace poco, la venta lucrativa (toda venta lo es) de obscenidades y la exhibición de desnudos se llama democracia o, a la española, destape.
Ofrezco este primer borrador, sin duda incompleto, del vocabulario habitual de nuestra hipocresía. La Academia Argentina de Letras bien puede ampliarlo.
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