El
siguiente artículo del español José Antonio Millán fue publicado en el número de junio pasado de la revista Letras Libres. Su bajada señala: “La
industria editorial hispanoamericana ha sido incapaz de crear un modelo de
circulación donde los libros lleguen por igual a todos los países. Esta es la
historia de cómo América y España han fracasado en su intento por tener un
mercado común y cómo Internet podría abrir una nueva oportunidad.” Por sus
dimensiones, se ofrece aquí en dos partes.
Separados por un mismo idioma:
el mercado del libro en español (I)
Un Quijote
parisino
Borges
rememora su primera lectura del Quijote
en español: “Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras estampadas en
oro de la edición Garnier.”1
Pero ¿por qué la edición que usaba era parisina? ¿Por qué el Quijote que circulaba entonces por
América –al fin y al cabo una obra libre de derechos– no estaba editada en
España, ni en Argentina, ni en México?
A
finales del siglo XIX y principios del XX, el mercado latinoamericano del libro
en español estaba dominado por editores estadounidenses, franceses y alemanes
que habían ocupado el lugar de las editoriales españolas desaparecidas con la Independencia. La
casa editorial Garnier tenía ya en 1861 un catálogo de quinientos cuarenta
títulos en castellano (obras originales más traducciones), que llegarían a
1,172 en 1914.2 No
era el único caso: también llegaban a América libros en español desde Alemania
y Estados Unidos. En España la competencia económica se revistió pronto de
retórica nacionalista, y abundaron las llamadas a combatir la “codicia
extranjera del libro español en los mercados de nuestra raza y lengua”.3
Cuando
la Primera Guerra
Mundial cortó la actividad de las casas europeas, y en gran medida de las
norteamericanas, se abrió una oportunidad para que editores de otros lugares
ocuparan el vacío creado por la contienda.
Tres
problemas se abrían ante este mercado, al menos teóricamente: cómo difundir en
España los libros americanos, cómo difundir en América los libros españoles y
cómo hacer circular entre las nuevas repúblicas las obras editadas en ellas.
De España a América
La
problemática había surgido incluso antes de que la Gran Guerra creara la
ventana de oportunidad.4 En
el ivCentenario del Descubrimiento de América (1892) se celebró el
Congreso Literario Hispanoamericano.5 Se
proponía estudiar los “medios prácticos conducentes al desarrollo y progreso
del comercio de libros españoles en América y libros americanos en España”,6 pero,
organizado por Madrid, su preocupación principal fue sobre todo la primera
parte. La industria editorial española necesitaba “los mercados extranjeros por
no bastarles el estrecho círculo de los nacionales”, como señaló el diplomático
y escritor español José Alcalá Galiano.7 Pero
no bastaba con enviar los libros españoles a América: “Cuántas veces ven
apolillarse una edición enviada allende mares y tierras por falta de manos que
la muevan, y le den la fuerza de rotación, la circulación, que es la vida del
libro, la avaloren con la llamativa trompa del anuncio, sirviendo al fin los
preciosos volúmenes de sabroso banquete a los ratones.”8
En
el mismo Congreso, el escritor español Rafael Gutiérrez Jiménez, hablando por
el Gremio de Editores, propuso la creación de una “Empresa Nacional de
Propaganda de las Letras Hispano-Americanas” que reuniera una “colección de
datos” e imprimiera una “gigantesca colección de fajas o direcciones” para
publicitar directamente las novedades bibliográficas.9 Pero
esta labor de difusión “no ha de tener jamás un carácter egoístamente
peninsular, sino marcadamente favorable a los intereses literarios de América”.10 Es
decir: una acción primordialmente de España hacia América se presentaba como
favorable a todos los países hispanohablantes.
En
1921 el pedagogo y escritor español Rafael Altamira alerta: “La difusión y
venta de nuestro libro en los países de habla castellana [...] reposa sobre dos
condiciones fundamentales: que llegue a todos los sitios donde puede haber un
comprador, la noticia, y si es posible, un ejemplar, de todo libro nuevo, y que
se acreciente el prestigio de nuestra producción intelectual.”11 A
los recursos comerciales habituales de información y propaganda se añade ahora
un intangible: el “prestigio”.
Dada
la distancia existente entre la antigua metrópoli y las nuevas repúblicas, el
primer objetivo era facilitar la circulación de obras. Como señaló el
historiador David Vincent, la mayor revolución del siglo pasado en la
transmisión de mercancías culturales provino de la creación del servicio
postal.12 Así,
se propició la firma del Convenio Postal Hispano-Americano el 13 de noviembre
de 1920, que establecía tarifas muy convenientes desde la Península a América para
el envío de paquetes (mejores que los grandes fletes para suministrar obras a
las librerías). Por otra parte, los países americanos crearon en 1921 la Unión Postal
Panamericana, a la que también se adhirió España.13 El
objetivo era claro, en palabras del escritor y activista político venezolano
Rufino Blanco Fombona:14 “Llegará
un día, lejano aún, en que la situación de España con respecto a nosotros y en
punto a libros sea igual a la de Inglaterra con respecto a Estados Unidos. En
Estados Unidos se publican más libros y más revistas que en Inglaterra; sin
embargo, el libro inglés sigue vendiéndose, cuando es bueno, en la América sajona.”
De América a España
En
1898 Rubén Darío recibe el encargo del diario bonaerense La Nación de enviar
crónicas desde España. En julio del año siguiente publica un artículo
describiendo la situación en una de las mejores librerías de Madrid: en ella
“es un mirlo blanco un libro portugués. De libros americanos, no hablemos”.15
Ya
en 1892, en el citado Congreso Literario, Rafael Gutiérrez Jiménez había
afirmado: “Mientras que en nuestras principales librerías difícilmente se
encuentran ejemplares de las producciones de los más ilustres literatos de
América, en Alemania, por ejemplo, abundan por centenares los títulos de
aquellas obras en los catálogos de su librería universal. Tener que pedir a
Leipzig los libros que salen de las prensas de México, Lima, Santiago, o Buenos
Aires, es cosa denigrante para nuestro comercio de libros.”16
Tres
décadas después Blanco Fombona, que en la posguerra había fundado en la Península la editorial
América, analizó la ausencia de libros americanos en España en estos términos:
“Para
vender libros es necesario que entre el autor y el público existan simpatías de
orden psicológico. Estas simpatías me parece que pueden existir entre un pueblo
de tal o cual idioma y autores de lengua diferente; y que pueden no existir
entre autores y pueblos de la misma lengua [...]
“En
este sentido creo, y lo expongo con lealtad, que toda aquella producción
intelectual española que tiende a continuar la tradición de la España negra –de la peor
España: católica, monárquica, académica– está llamada a ir mermando cada vez
más su influencia y su negocio en los países hispánicos del Nuevo Mundo. Porque
la escisión entre ese espíritu y el espíritu de América es evidente; y la
comunidad de lengua no sirve sino para demostrarlo mejor”.17
Las
palabras de Blanco Fombona se hacen aún más duras cuando compara el trato que
reciben los libros editados en ambos lados del Atlántico:
“Se
creía y se cree, se decía y se dice, que allí [en América] no existe nada que
valga. Y yo respondo que el editor español, por lo general, carece de sentido
de adivinación; y, a veces, de sentido común. Y el librero español en América
–inmigrante ignaro o patriotero vulgar– es peor aún. Para él un libro de
Montalvo, o de Martí, o de Sarmiento, o de Baralt, o de Caro, maestros del
idioma español, es y debe ser inferior a una novela
asquerosa
y mal escrita de cualquier oscuro pornógrafo peninsular. Con un criterio
absurdo desdeña el libro americano –que honra la lengua materna– y exalta el
del pornógrafo o mediocre productor europeo que deprime esa lengua y deshonra
el espíritu nacional.”
El
argentino Arturo Capdevila podía afirmar sin rebozo en su libro Babel y el
español (1928): “De Italia, de Francia, de Inglaterra, de Alemania, de
Rusia, de cualquier país de Europa puede recibir un escritor argentino muestras
de estima por su obra; de España [...] no siempre, no.”18
Pero
las observaciones acerca de la mala recepción del libro de América en España no
provenían solo de autores latinoamericanos. Leopoldo Calvo Sotelo, secretario de
la Cámara del
Libro española, por esas mismas fechas declaraba: “Hay que demostrar a los
pueblos que nacieron de España que España sigue sus andanzas con un vivo
interés, que la separación no ha logrado amortiguar; hay que conceder a los
problemas, a las necesidades, a las preocupaciones, a la vida entera de las
repúblicas de habla española la atención que merecen, y que hasta ahora,
desgraciadamente, no se les ha otorgado.”19
Al
tiempo, la comunicación entre las editoriales de un país hispanoamericano y los
públicos de otros era una cuestión problemática. En 1892, en el Congreso
Literario, José Alcalá Galiano afirmaba: “Y no solo a nosotros nos es difícil adquirir
las obras de estos y otros no menos notables escritores americanos, sino que
aquellas mismas repúblicas hallan a veces tal dificultad en conseguirlas, que
tienen que encargarlas y recibirlas exportadas y reexportadas por conducto de
esta apartada Europa.”20 Y
Capdevila podía insistir tres décadas después: “El librero de la calle Florida
[de Buenos Aires] pone a mi disposición libros de Holanda y de Rusia, si los
pido. Pero no halla manera de conseguir el libro de Colombia o de Nicaragua que
me interesa. Tampoco se da en Nicaragua o en Colombia con un libro argentino,
como no sea por singular rareza.”21
Madrid, de meridiano
a centralita
A
finales de los años veinte, la idea que circulaba en la Península , pero también
entre americanos, era que la clave para el triple problema del libro en español
solo podía ser España. Y la supremacía de esta no podía ser únicamente
editorial –es decir, industrial y empresarial– sin ser al mismo tiempo cultural
e intelectual. Precisamente esta había sido la propuesta de un editorial de la
revista madrileña La
Gaceta Literaria , con el provocativo título de “Madrid,
meridiano intelectual de Hispanoamérica” (1927).22 El
artículo terminaba así:
“Además,
¿de qué ha servido tamaño estruendo verbalista [la retórica
hispanoamericanista], cuál ha sido, en el orden práctico, su utilidad
inmediata, si nuestra exportación de libros y revistas a América es muy escasa,
en proporción con las cifras que debiera alcanzar; si el libro español, en la
mayor parte de Suramérica, no puede competir en precios con el libro francés e
italiano; y si, por otra parte, la reciprocidad no existe? Esto es, que sigue
dándose el caso de no ser posible encontrar en las librerías españolas, más que
por azar, libros y revistas de América.
He
ahí algunos de los puntos concretos cuya resolución es urgente. Si nuestra idea
prevalece, si al terminar con el dañino latinismo [es decir, la influencia
francesa], hacemos a Madrid meridiano de Hispanoamérica y atraemos hacia España
intereses legítimos que nos corresponden, hoy desviados, habremos dado un paso
definitivo para hacer real y positivo el leal acercamiento de Hispanoamérica,
de sus hombres y de sus libros.”
El medio era influyente: la vanguardista Gaceta Literaria23prestaba
constante atención al mundo editorial español y americano. La revista exhibía
ya desde su subtítulo (Ibérica, Americana, Internacional) sus preocupaciones, y
en ella colaboraron numerosos autores hispanoamericanos.
En
1928 Arturo Capdevila reconocía que había solo un posible punto clave para la
circulación del libro en español: “Madrid puede ser comparado con una estación
general de teléfonos, por cuya mediación las naciones de habla española
llegarían a comunicarse entre sí.”24 Si
España no conseguía la hegemonía del comercio del libro en América, alguien más
la obtendría: “Pero Madrid es algo más que una oficina central de teléfonos. Es
también como una altura estratégica sobre la cual debe ser colocado el cañón
que ha de hacer blanco en América. Esta batalla de América se tiene que dar, y
será de consecuencias incalculables. Para darla, ese cañón será colocado en la
justa altura estratégica por unas o por otras manos. Nadie se queje si mañana
los yanquis se apoderan de esa formidable llave de las rutas del pensamiento
hispanoamericano. Nadie se queje si mañana España pierde otro inexpugnable
Gibraltar, desde el cual gobierne un extranjero invasor todas las corrientes
editoriales del mundo hispánico.”25
Tanto
en la visión del editorial de La Gaceta Literaria como
en el libro de Capdevila, la “central de teléfonos” de Madrid era la solución a
la triple circulación de libros en el ámbito hispanohablante. Solo a través de
la centralidad madrileña podría llegar a conseguirse el ideal de una “industria
del libro español y americano en España y del libro americano y español en
América” que soñaba Blanco Fombona.26 Peronadie
tendría por qué alarmarse: el meridiano se planteaba con un espíritu
“absolutamente puro y generoso que no implica hegemonía política o intelectual
de ninguna clase”.27
La construcción de la hegemonía
El
proyecto en su parte española era, por supuesto, desembarcar en un mercado
teóricamente amplísimo, que en aquel momento se calculaba en cien millones de
personas. Ante este panorama, Nicolás María Urgoiti (fundador de la editorial
Calpe, más tarde asociada con Espasa)28 puntualizó
en 1927: “No hay que andarse por las ramas: el problema del libro es un
problema de autores y lectores, y ambos dependen del grado de cultura general,
tan deficiente, por desgracia, en España como en Hispanoamérica. Hablar de cien
millones de seres que hablan español es engañarse al tratar este problema.
Apenas pasarán de cien mil, si es que llegan, los lectores de novelas, y a
menos de la mitad los que sientan más elevadas necesidades intelectuales.”29 De
modo muy razonable, el escritor español Melchor Fernández Almagro señalaba algo
evidente: “El porvenir de América está fiado a la libre concurrencia. Nosotros
no podemos alzarnos con el monopolio [...] Contamos, sí, con un cierto
privilegio: la lengua. Pero una lengua no es otra cosa que un vehículo y, a su
modo peculiar, un instrumento que cada país ha de tocar como quiera [...] Demos
contenido a nuestra cultura, y lo demás nos será concedido por añadidura. Las
hegemonías no se pregonan: se merecen.”30
Pero
la hegemonía también podía construirse. Fernández Almagro mencionaba como un
activo la lengua común, pero hay que recordar que por aquellos años en países
como Argentina surgía la reivindicación de una lengua propia, heredera y
continuadora de lo mejor del español.31 Si
se fragmentaba el español, no habría ya “Hispanoamérica”, ni posible mercado
común del libro. La larga historia de la emancipación de las repúblicas
americanas corre, paradójicamente, paralela a la institucionalización de la
norma lingüística peninsular. He aquí algunos hitos: laOrtografía de la Academia se hace
obligatoria en 1844 en las escuelas de todo el Imperio (ya tambaleante); ese
mismo año, Chile acepta la ortografía discrepante de Bello, que fracasaría en
su intento de convertirse en un estándar. Contrarrestando ese movimiento de
intención secesionista, en 1871 nace la primera academia americana, la de
Colombia, y para la fecha de la “polémica del meridiano” habrá catorce más.32
La
expansión editorial va unida desde el principio a la exaltación de la lengua
común, y a la acción diplomática. Como expuso en 1892 el diplomático y escritor
José Alcalá Galiano, “el Diccionario castellano es nuestro mejor
tratado; la Academia
Española nuestro mejor Ministerio de Relaciones Exteriores...
Americanas”.33
Recién
llegada la República
a España, Anselmo Sánchez Villalba34 proponía
la creación de “un cuerpo de agregados culturales en todas nuestras embajadas,
en especial en América. Su misión consistiría en estar al tanto de todo lo
relacionado con la venta del libro en la nación en la que actúa; llevar
estadísticas perfectas; contratar con los autores la edición de obras en casas
españolas, si de americanas se trata, y en naciones de otros idiomas [...] Para
evitar las ediciones clandestinas y salvaguardar toda propiedad legítima”.
Los
canales se han abierto, y a finales de los años veinte los libros españoles
fluyen hacia América. No obstante, Julián Urgoiti, delegado de Espasa-Calpe en
Buenos Aires, alerta en 1929 acerca del mal uso que algunos editores españoles
están haciendo de su potencial comercial y de distribución en América, para
inundarlos de libros no deseados:35
“Mirando
las cosas desde aquí, da la impresión de que algunos editores lanzan libros
“para la exportación”, cuantos más, mejor, sin estudiar de antemano las
razonables posibilidades de salida [...] El editor español, que mira seriamente
a estos países, como factor ponderable en su cálculo de posibilidades de
colocación del libro en ciernes, tiene el deber de pulsar si es oportuna la
publicación, por lo que a esos mercados se refiere, y no tener la pretensión de
que el público arrebate los libros cuando no se le ofrece lo que le interesa.”
Acabada
la Guerra Civil
española, la retórica del meridiano –con sus pretensiones de
circulación universal de libros dentro de la lengua española, eso sí, a
través de Madrid–deja paso a la correspondiente soflama imperial, en la que
solo se considera la irradiación hacia América desde la antigua metrópoli. En
1944 el editor Gustavo Gili escribe: “No puede haber política imperial si se
prescinde del vehículo más eficaz para su expansión, y no se considera al libro
el instrumento más precioso para hacer llegar el sentir de España y de nuestra
inveterada civilización a todos los países que han heredado el tesoro de
nuestra lengua, que es tanto como decir de nuestra alma.”36
Notas:
1 Jorge
Luis Borges y Norman Thomas di Giovanni,Autobiografía 1899-1970, Buenos Aires,
El Ateneo, 1999, p. 26. Traducción de Marcial Souto y Norman Thomas di
Giovanni, a partir de la publicada en inglés por The New Yorker, en
septiembre de 1970. (versión en línea enhttps://arbolestelar.wordpress.com/2014/10/14/autobiografia-borges)
2 Garnier
suministraba libros españoles no solo a América, sino también a España. Véase
Pura Fernández, “La editorial Garnier de París y la difusión del patrimonio
bibliográfico en castellano en el siglo XIX”, en Tes philies tade
dora: miscelánea léxica en memoria de Conchita Serrano, Madrid,csic, 1999.
3 En
palabras de un folleto de 1916: Antonio Graíño y Martínez, La industria
del libro en España y la codicia extranjera del libro español en los mercados
de nuestra raza y lengua, Madrid, Asociación de la Librería de España.
4 Para
la historia profesional, asociativa de este periodo, véase Gabriela Dalla Corte
y Fabio Espósito, “Mercado del libro y empresas editoriales entre el centenario
de las independencias y la
Guerra Civil española: la editorial Sudamericana”,
en Revista Complutense de Historia de América, 2010, vol. 36.
5 Sus
actas están reunidas en Congreso literario hispano-americano, Madrid,
Establecimiento tipográfico de Ricardo Fé, 1893, pp. 446-556. Edición
digital en la Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes.
6 “Programa
de Temas. Sección 3. librería”, en Congreso literario, op. cit.,
p. 14.
7 “Memoria
del Excmo. Sr. D. José Alcalá Galiano, acerca de los servicios que, en el
desempeño de su cargo, pueden prestar los cónsules para mayor seguridad del
comercio de libros y obras artísticas”, en Congreso literario, pp. 446-556.
8 Ibíd.,
p. 547.
9 Rafael
Gutiérrez Jiménez, La producción literaria en España y el comercio de
exportación de libros a América.Documentos leídos en el Congreso literario
celebrado en Madrid en Noviembre de 1892, Madrid, Imprenta y fundición de Manuel
Tello, 1893, p. 19. Hay edición digital enArchive.org.
10 Ibíd.,
p. 21.
11 La
política de España en América, Valencia, Editorial Edeta, pp. 90 y 92. Hay
versión digital en el Internet Archive.
12 The
rise of mass literacy: Reading and writing in modern Europe, Cambridge, Polity
Press, 2000, p. 1. Vincent sitúa, con razón, “el inicio de la era de la
comunicación de masas” el 9 de octubre de 1874, cuando se firmó el Tratado de
Berna, que conduciría a la
Unión Postal Universal.
13 María
Fernández Moya, “Una editorial familiar catalana en América Latina”,
en Editorial Gustavo Gili. Una historia 1902-2012, Barcelona, Gustavo
Gili, 2012, pp. 201-228. Hay versiónen
línea.
14 “El
libro español en América”, en El libro español. Ciclo de conferencias
organizado por la
Cámara Oficial del Libro de Barcelona, 15-23 de marzo de
1922. Hay edición
por línea de la conferencia de Blanco Fombona en Cruzada Sur.
15 Las
crónicas se reunieron en el volumen España contemporánea. Cito la edición
de Garnier Hermanos, París, 1907, p. 207. Edición digital en Archive.org.
16 La
producción literaria..., op. cit., p. 4.
17 “El
libro español en América”, op. cit.
18 Madrid,
Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, pp. 223-224. Hay versión en línea
en The
Internet Archive.
19 El
libro español en América, Madrid, Gráfica Universal, 1927. Edición digital
en Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes.
20 “Memoria...”,
op. cit.
21 Babel
y el español, op. cit., pp. 64-65.
22 15
de abril de 1927, número 8.
23 Se
puede consultar una edición facsimilar íntegra y con texto navegable
en Revistas de la Edad
de Plata, en: bit.ly/1kxvh3G, a través de la edición digital creada por el
autor de estas líneas, Carlos Wert y Rafael Millán.
24 Babel
y el español, op. cit., p. 65.
25 Ibíd.,
p. 68.
26 “El
libro español...”, op. cit.
27 “Madrid,
meridiano intelectual...”, op. cit.
28 Sobre
el papel clave de Nicolás María Urgoiti, véanse Juan Miguel Sánchez
Vigil, Calpe. Paradigma editorial (1918-1925), Gijón, trea, 2005, y
Philippe Castellano, Enciclopedia Espasa. Historia de una aventura
editorial, Madrid, Espasa, 2000.
29 “Una
opinión de Urgoiti”, en La Gaceta Literaria , 1 de abril de 1927, n. 7.
30 “Campeonato
para un meridiano intelectual”, en La Gaceta Literaria ,
1 septiembre de 1927, n. 17.
31 Véase
Edgardo Dobry, Una profecía del pasado. Lugones y la invención del linaje
de Hércules, México, Fondo de Cultura Económica, 2010.
32 Luis
Carlos Díaz Salgado, “Historia crítica y rosa de la Real Academia
Española”, en Silvia Senz y Montserrat Alberte (eds.), El dardo en la Academia. Esencia
y vigencia de las Academias de la lengua española, Barcelona, Melusina, 2011,
vol. I, especialmente los apartados 7 y 41.
33 “Memoria...”, op.
cit.
34 La Gaceta Literaria ,
15 de julio de 1931, n. 110.
35 En
entrevista con Guillermo de Torre, La Gaceta Literaria ,
1 de abril de 1929, número 55.
36 Gustavo
Gili Roig, Bosquejo de una política del libro, Barcelona, 1944, pp. 20-21.
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