A 25 años del atentado terrorista que destruyó la
sede de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), causando casi un
centenar de víctimas fatales, se ha recuperado gran parte de la biblioteca. “Textos,
diarios, revistas y cartas que se preservan y consultan en el
edificio de la Fundación IWO”, dice la bajada de la nota publicada sin firma por
el diario Clarín, el pasado 15 de
julio.
Los 60 mil libros rescatados de la AMIA
y otros tesoros que se recuperaron
Entre el tercero y el cuarto piso del edificio en el
que funcionó la AMIA hasta el atentado del 18 de julio de 1994 estaban la
biblioteca, el archivo histórico y el museo de la Fundación IWO, Instituto
Judío de Investigación, donde podían consultarse 80 mil libros
especializados, además de diarios y revistas, fotografías,
discos de vinilo y afiches de cine y teatro, que convivían con diferentes
piezas y colecciones de arte. Creado en 1925 en Vilna, el IWO estableció su
sede en Buenos Aires en 1928 en el edificio de la calle Pasteur, que en esa
época todavía era la calle Ombú, como el árbol que en la región pampeana es
conocido por brindar refugio bajo su extenso follaje.
Con la explosión de la bomba la mitad de la
biblioteca se desplomó y la otra mitad quedó en pie, pero con peligro de
derrumbe. Cuando casi todo era escombros, se conservaban sin embargo en su
lugar libros, cuadros y esculturas. Nicolás Maslo, que tenía 18 años, fue
testigo de esto desde los primeros momentos posteriores al estallido: “Recuerdo bien qué ropa tenía puesta porque fue la misma que usé durante
los tres días siguientes, el tiempo que estuve sin volver a mi casa”, cuenta, y explica que los bomberos le
indicaron que debía retirarse del lugar, junto con el resto de las personas de
a pie que se habían acercado a colaborar. “Pero como yo iba todos los lunes a
la tarde a la AMIA porque era alumno de idish de Ester Szwarc en el IWO –justamente
ese día lunes me hubiese tocado ir– conocía bien el tercero y el cuarto piso, y
podía reconocer a qué parte del archivo o el museo pertenecían algunos de los
escombros que nos rodeaban. Cuando los bomberos descubrieron esto me dejaron
para que trabajara con ellos en las tareas de reconocimiento del lugar,
similares a las que se hacen después de un terremoto”.
La preocupación de Maslo en un primer momento pasaba
por saber cuál había sido el destino de su profesora. Ni bien logró verla y
confirmar que estaba bien, ella le transmitió su inquietud, idéntica a la de
Abraham Lichtenbaum, director del IWO: “Hay que rescatar los libros”.
“Lo primero que se rescató en su totalidad
fueron los documentos”, cuenta Lichtenbaum. “Como era material irreemplazable,
y de gran valor, fue salvado el viernes posterior al atentado”. Y agrega, en
cuanto a los libros: “Si me preguntás si están en la misma situación que antes
de la bomba te digo que no. Al haberse perdido los catálogos lo que se hizo fue
salvar y acondicionar los libros en los primeros años”. Durante los últimos 15, a su vez, fueron digitalizados gracias a un equipo
liderado por la experta archivista Silvia Hansman que trabaja especialmente con
este fin. Actualmente, el material digitalizado se
conserva en el Museo del Holocausto en Washignton.
El equipo trabaja en una sala de la Casa
Simón Dubnow, en Ayacucho 483, donde hoy el IWO, según cuenta Lichtenbaum,
brinda cursos de lengua, cultura y cursos de traducción para investigadores.
“Tenemos jóvenes universitarios, gente del postgrado de Filosofía y Letras,
gente de mediana edad, gente que quiere conservar el idish y viene a las reuniones
de conversación”, detalla. “Pero estamos formando a muchísimos jóvenes que
seguramente van a continuar con nuestra tarea. Se forman en el IWO, muchos de
los cursos míos acá o en el exterior ya están tomados por alumnos nuestros. Yo
trato de viajar lo menos posible. Sigo en postgrados pero la gente joven está
tomando la posta”, agrega. El 90 por ciento del
material que se usa en el IWO para todas estas actividades fue rescatado de los
escombros de la AMIA.
“Cuando
empezamos a tomar dimensión del trabajo que teníamos por delante se decidió
convocar a los alumnos de los años superiores de los colegios secundarios”,
cuenta Maslo. “Como alumno de la Escuela ORT fui a hablar con la directora y le
pedí que me mandara cada día y durante algunos meses un contingente de alumnos
para que trabajaran en las tareas de rescate. Me dijo que los chicos tenían que
estudiar, le respondí que con esta tarea iban a aprender mucho más que en
cualquier otro lado”. Así fue como durante unos meses se podían ver llegar cada mañana a las inmediaciones de Pasteur al 600 micros escolares con
decenas de chicos de distintas escuelas en su mayoría
judías pero también no judías de Buenos Aires que colaboraron con el rescate de los 60 mil libros que lograron salvarse, además de los
documentos y las piezas artísticas.
El equipo de profesionales que recuperó los cuadros
estuvo liderado por Silvio Goren, especialista
en conservación y restauración de obras de arte. “Lo que se intentó, fundamentalmente
en el tema de pintura –cuenta Goren– fue tratar de intervenir lo menos posible,
para no modificar las obras y dejarlas en un estado de conservación más o menos
óptimo como para que perduren y que en el futuro se puedan restaurar las partes
faltantes”, explica, y detalla que se realizó una tarea de conservación
preventiva de los cuadros, es decir, la aplicación de un cuidado previo,
durante y después de las intervenciones, para que las obras se conserven en
buen estado. En cuanto al equipo, destaca que la mayoría de los restauradores
que se acercaron a participar no pertenecía a la comunidad judía.
“Entre todos nos pusimos de acuerdo en el criterio a
emplear, establecimos un eje, y en base a eso se restauraron algunas obras que
estaban muy deterioradas. Después se elaboró un informe técnico de todo lo que
se hizo con ellas. Un informe es un dossier que tiene que acompañar a las obras
en su vida para que en un futuro los próximos restauradores sepan qué se hizo
con ellas, qué materiales se utilizaron”. Entre otras anécdotas que se vivieron
durante el proceso de rescate, Goren recuerda que en el equipo de restauradores
trabajaba la hija del artista plástico Américo Balán, y mientras catalogaba
unos documentos se encontró con una obra de su padre que nunca supo cómo había
llegado a la AMIA.
“Sin el conocimiento de Goren no
se hubiese podido restaurar el material”, considera Lichtenbaum, que cuenta que también colaboraron en la tarea
de rescate especialistas de la Biblioteca Nacional, de la Universidad de
Rosario y hasta un experto que en su momento había participado de la
restauración de obras en una inundación en Florencia, entre otros destacados
profesionales.
“Esos días fueron muy movilizantes para todos, porque
por un lado queríamos ayudar pero por otro no sabíamos cómo –recuerda Maslo– y
eso creo que en parte pudimos encausarlo al convocar a las escuelas”. Al sector
del edificio derrumbado solo entraban los mayores de 18 años, por una cuestión
de seguridad. Los chicos de los colegios
se ubicaban de la puerta hacia afuera, por la calle Uriburu, en una cadena
humana de 150 metros por la que hacían circular el material rescatado.
“Ellos iban sacando las bolsas con lo que
íbamos recogiendo adentro y también empezaban si no a catalogar, por lo menos a
separar lo que había dentro de cada una de ellas”, describe. “Entre las cosas
que rescatábamos había de todo. Libros, instrumentos, pinturas, había incluso objetos de campos de concentración; encontramos un par de
trajes como los que se usaban en el Ghetto, máquinas de escribir, los primeros
periódicos en idish que había en Argentina”, enumera. “Aprendimos algo importante: cualquier cosa que veíamos
teníamos que tratarla como un material valioso por más que pareciera una
ruina”, cuenta Maslo, y agrega que parte de esta tarea debió realizarla tomado
de una soga para no caer desde la altura del que había sido el quinto piso del
edificio de la AMIA. Así, colgando, fue como rescató por ejemplo entre las
ruinas unos viejos discos de vinilo que habían quedado pegados contra una
pared. “Nunca se sabía si el piso estaba flojo, o cuánto más aguantaría,
entonces nos manejábamos con cuerdas por las dudas. Todo lo que pudimos
alcanzar con la mano tratamos de recogerlo”.
Entre los libros
rescatados a Maslo le llamaron la atención algunos que estaban señalizados en
su interior con la imagen de un maguen David –estrella de seis puntas– celeste, con una
inscripción debajo. Eran ejemplares que ya habían sido salvados de los
saqueos nazis durante la Segunda Guerra Mundial. “Esos libros
estaban en la parte de atrás de la biblioteca –cuenta– fue sorprendente
conocer la historia. Los habíamos salvado por segunda vez de ser destruidos.
Somos el pueblo del libro y una de las cosas más valiosas que tenemos y tuvimos
siempre fue la intención de mantener, preservar y transmitir nuestra cultura”.
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