El
pasado 24 de
octubre, Olga Sánchez Guevara publicó en la sección dedicada a la traducción de
la revisa on line Cuba literaria, un
artículo sobre Peter Handke, donde se recogen las reflexiones del autor
austríaco sobre la traducción.
Peter Handke, Premio Nobel de
Literatura 2019,
es también traductor
El Premio Nobel de Literatura correspondiente a
2019 ha sido otorgado a Peter Handke. Es la segunda vez que un escritor
austríaco recibe el galardón (la primera fue Elfriede Jelinek, en 2004). Handke
nació en Griffen, Carintia, en 1942; es narrador, dramaturgo, ensayista, poeta,
guionista y director de cine y, no por último menos importante, prolífico
traductor: faceta por la que su premio debe enorgullecer a todos los que
ejercemos este oficio tantas veces invisible.
Su nombre ya se había mencionado en ocasiones
anteriores como posible receptor del Nobel, y la academia sueca ha destacado el
«ingenio lingüístico con que ha explorado la periferia y la especificidad de la
experiencia humana».
Handke comenzó a estudiar derecho en la ciudad de
Graz, pero tempranamente decidió seguir su vocación literaria, y desde1963
participó en la emisora radial de Graz con colaboracionessobre disímiles temas,
como el fútbol, Los Beatles y el cine de animación. A partir de 1964 se
publicaron textos suyos en manuskripte (manuscritos),
importante revista literaria austríaca. En 1964 comenzó a escribir su primera
novela, Die Hornissen, publicada en 1966 por la editorial Suhrkamp
y traída al español por Francisco Zanutigh bajo el título Los
avispones (Versal, Barcelona, 1984).
Una de sus narraciones más conocidas es Die
Angst des Tormanns beim Elfmeter, Suhrkamp, 1970 ( El miedo del
portero ante el penalti, traducción al español por Pilar Fernández
Galiano, Alfaguara, 1979). Esta novela fue llevada al cine por Wim
Wenders en 1972.
Publikumsbeschimpfung (Insultos al público,
traducción de José Luis Gómez y Emilio Hernández, Alianza, 1982), pieza teatral
cuyo estreno mundial tuvo lugar en 1966 bajo la dirección de Claus Peymannen
Frankfurt, resultó desde el principio una obra polémica y controvertida, como
muchas de su autor y como él mismo. Insultos al público fue
llevada a escena recientemente en Cuba por el grupo Impulso Teatro, dirigido
por Alexis Díaz de Villegas, quien ha comentado que:
...la
pieza critica la postura del público en una sala de teatro. Es una obra donde
el momento, la anécdota es el público. Los actores desnudan a los espectadores,
hay un diseño de luces para ellos, contrario de lo que sucede habitualmente en
la sala oscura. Es como dijo alguien: «destruir el teatro para volver a
encontrarlo» (...).La obra sigue vigente, ha habido espectadores desde antes,
durante y después de los 60, y es básicamente eso una crítica a todo tipo de
público, al farandulero, al que no aplaude, al que crítica la postura del
público.1
Con Wim Wenders, Handke fue coguionista de la
película El cielo sobre Berlín, del propio Wenders, y escribió el
guión para Falso movimiento (una adaptación de Los
años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe, también dirigida por
Wenders), que le reportó el premio alemán al mejor guión cinematográfico en 1975.
Handke dirigió los filmes La mujer zurda (1978) y La
ausencia (1992).
Este artista multifacético cuenta con una extensa
bibliografía como traductor, que incluye entre otros a autores como Adonis,
Esquilo, Sófocles, Eurípides, William Shakespeare, René Char, Marguerite Duras,
Jean Genet, Julien Green y Patrick Modiano (Premio Nobel de Literatura 2014).
Tuve el placer de leer dos novelas de Modiano en versión de Peter Handke al
alemán, y durante toda la lectura me pareció estar frente a textos escritos originalmente
en ese idioma.
La editorial argentina Eterna Cadencia publicó en
2012 Lento en la sombra. Ensayos sobre literatura, arte y cine, de
Peter Handke. En versión al español de Ariel Magnus, el libro incluye, entre
otros textos, reflexiones de Handke sobre la traducción:
Cuando
empecé a leer los nombres impresos en letra chica de los traductores, de los
que nada más se sabía, como una añadidura mágica a las novelas extranjeras:
Sigismund von Radecki (en Dostoievsky), Guido M. Meister (en Camus), Georg
Goyert (en Joyce), Helmut M. Braem (en William Faulkner), Helmut Scheffel (en
Michel Butor), Elmar Tophoven (en Samuel Beckett, Alain Robbe- Grillet)... Cómo
me imaginaba a estas personas: dignatarios serios, retirados del mundo,
completamente abocados al servicio de la causa, invisibles. Tanto más sonoros
para el lector principiante los meros nombres.
Singular
encuentro más tarde: el intermediario de mi primer manuscrito con una editorial
era un traductor. El hombre en persona no se correspondía para nada con mi
imagen del traductor: en lugar de ser un silencioso y mero esbozo, dominaba la
escena; no la taciturnidad de un sirviente, sino el brío de un luchador (y
efectivamente había participado en la Guerra Civil española).
Años
después, como invitado en un encuentro de traductores, donde se discutían las
versiones extranjeras de uno de mis libros. Los traductores como grupo, cada
individuo sin rostro, pero de forma distinta a como me los había imaginado
alguna vez, y al mismo tiempo, dignos, aunque de forma distinta que en mi
imaginación. Con el correr de los años, el encuentro, ahora sí, con cada uno de
los traductores, (...) encuentros en los que el traductor, en vez de las
grandes preguntas del escritor, hacía las pequeñas preguntas agradables sobre
palabras, cosas y sobre todo lugares: lo decisivo, al menos en las traducciones
de prosa, parecía ser la reproducción correcta de los lugares de la narración,
los rincones, los límites espaciales, las transiciones. Con estas preguntas
pasaban horas, que el autor y el traductor vivían como un libro conjunto,
adicional, donde se unían entre sí la posibilidad y la imposibilidad de la
traducción de un idioma a otro, y finalmente el atrevido declarar-como-posible
también las imposibilidades.
Después,
de manera más bien casual, sin intención, un intento de traducción propio:
aunque solo unas oraciones, empezadas más bien como diversión o
entretenimiento, de Un coeur simple de Flaubert (o sí, con una
intención: hacerse una idea de esta tarea, porque la heroína de una historia
planeada debía ser, precisamente, traductora). Luego, de pronto, el
descubrimiento: en una búsqueda tal de correspondencia, en palabras,
estructuras, ritmos, no solo arrastrar algo o reproducirlo, sino crear algo, sí,
estar obrando, oración por oración, párrafo a párrafo, constantemente, un
sentimiento que en la escritura originaria (o como deba ser llamada) solo se
presentaba de forma esporádica o con posterioridad. Si tuviera que encontrar un
verbo para una tarea como esta, sería «aclarar», o «estructurar», o mejor aún:
«levantar».
Luego, el
tiempo en que uno mismo fue un traductor. Pero uno no podía hablar de sí mismo
como «traductor», de la misma forma que no podía hacerlo como escritor; a lo
sumo, al igual que el «he escrito»: «he traducido». De estas traducciones, que
casi siempre eran mi propia elección y con las que nunca le quite el trabajo a
ningún otro, me sentí por lo general protegido, como si al hacerlas tuviera
puesto una especie de manto protector. (...) Para mi traducción, la condición
era que en cada caso yo pudiera participar del texto; este juego de
participación, por así decirlo invisible, detrás de bambalinas, me parecía por
momentos como la forma de vida más equilibrada, además de la más puramente participativa.
Posibilidad y paradoja del que traduce: participando del juego, se aparta del
juego; se libera de su juego solitario, participando del juego de la
traducción.2
Notas:
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