lunes, 30 de noviembre de 2020

Lo que pasa cuando la poesía le interesa al mercado

El escritor mexicano José María Espinasa, además de ser poeta, crítico y ensayista, es el dueño de Ediciones Sin Nombre, una de las principales editoriales independientes de su país. Coordinador de producción editorial en El Colegio de México y, por un breve tiempo, director de la filial mexicana de Ediciones Akal, en la actualidad se desempeña como Director de la Red de Museos de la Ciudad de México. Periodista de larga experiencia, ayer publicó el siguiente artículo en La Jornada Semanal. Allí va más allá de la reciente polémica planteada por la actitud de Louise Glück ante sus editores españoles después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura y remite la cuestión al ámbito correspondiente: el mercado. En la bajada se lee: “El reciente Premio Nobel de Literatura otorgado a una poeta, Louise Glück, sirve de eje para esta reflexión sobre la apuesta de algunas editoriales que se arriesgan a publicar poesía y sobre el mercado y la industria de los libros. Ante el impulso generado por el premio y la consecuente competencia por los derechos, es necesaria, se afirma aquí, una mutua fidelidad: de la editorial con el autor pero también del autor con la editorial”.

La poesía y el mercado editorial 

El reciente Premio Nobel de Literatura concedido a Louise Glück, la notable poeta estadunidense, ha vuelto visible en español el conflicto del mercado con los géneros de menor venta, como la poesía. La escritora no era desconocida en español. Había varios libros circulando en la editorial Pre-Textos, que seguramente al enterarse del premio celebró con entusiasmo. Sin embargo… 

En España, desde hace más de cuarenta años, la editorial Pre-Textos es un modelo a seguir para otras editoriales literarias: extraordinario catálogo, buen gusto editorial, cuidado en las traducciones e incluso cierta atención a autores latinoamericanos. Es cierto que en México sus precios son muy altos y bastante deficiente su distribución pero, aun así, se trata de un sello modelo. Esa editorial tuvo, desde hace ya varios años, la inteligencia –el olfato, diríamos en plan romántico– de publicar a la ahora Premio Nobel. Pero se ha encontrado ahora con que, en razón del premio, los agentes de la escritora ofrecen al mejor postor los derechos, rompiendo un pacto de fidelidad a quien corrió el riesgo de publicarla cuando era poco o nada conocida. Es triste y, en cierta manera inevitable; así funciona el mercado, aunque así no funcione la poesía. 

Lo que muestra, sin embargo, es una problemática mayor: el ánimo mercantil permea hacia abajo el universo del libro. Me ha tocado constatar que editoriales modelo, como Anagrama (la de Herralde), era e incluso Pre-Textos, han tenido que defender sus derechos, a veces con una violencia innecesaria. Puede resultar incómodo, pero es lógico. Hasta la más pequeña editorial tiene que ver con el mercado. Y hasta el mercado más insignificante desde el punto de vista económico tiene malas prácticas. Incluso, se sabe, hay traductores que invierten en comprar derechos para tener la exclusividad de ser ellos los que vierten a nuestra lengua este o aquel escritor, a veces con resultados bastante malos. O viudas que manejan los derechos como acciones en casa de bolsa. Por no hablar de las tarifas leoninas que la agencia de la finada Carmen Balcells se dejaba pedir. 

Hay, por otro lado, ejemplos magníficos de comportamiento generoso. Alguna vez solicité derechos de Paul Gadenne a Actes Sud, y su respuesta fue: se los damos, cuando los publique nos manda cinco ejemplares en pago. E, insisto, la consecuencia natural del Premio Nobel es esa: un cero o dos más en los derechos del autor. 

Me interesa aquí más hablar desde el punto de vista del olfato editorial que del mercado. Gracias a Jorge Fonderbriden sabemos un poco de la historia de cómo la flamante Premio Nobel llegó al catálogo de Pre-Textos. Una recomendación personal, un interés real por esa recomendación y un editor que lee y ejerce su gusto –Manuel Borras, fundador de Pre-Textos– y decide apostar por él y llevarlo hasta el resultado concreto: un libro impreso (bueno, siete en el caso de Louise Glück). Esa cadena intuitiva tiene –necesita– resultados concretos desde el punto de vista económico. No puede ser a fondo perdido, si bien no haga ricos a sus editores. El sistema de equilibrio es muy sutil, y tiene que ver con la formación de un catálogo. Un solo libro publicado de Glück en la editorial podía ser un capricho, siete son una apuesta ante el lector. Y todo apostador sabe que no siempre se gana. Lo que aquí molesta e incomoda es que, aunque gane, termina siendo una pérdida, o –por lo menos– un sentimiento de pérdida. 

La única perspectiva real respecto a eso es contar con el apoyo del autor. Suele ser un trato bastante más comprensivo, aunque no tan constante como debiera, pero no es lo mismo un narrador joven que busca hacer una carrera que una escritora en la cumbre de su fama y ya madura. Glück nació en 1943, tiene sesenta y siete años. Si las ventas suben, los que disfrutarán las regalías serán los intermediarios y si acaso los familiares. Pero es una mala apuesta, al menos en español, pues la contradicción es que al aumentar sus derechos las editoriales grandes, que los pueden pagar, no se interesan en hacerlo, y cuando lo hacen es por un breve tiempo, lo que dura el impulso del premio para ponerlo en mesa de novedades algunos días, pues los márgenes de ganancias de la poesía nunca satisfacen sus expectativas. Se suele decir que el editor debe cuidar a sus autores, pero también es cierto que el autor debe cuidar a sus editores. 

Lo que sí resulta escandaloso y fuera de toda medida es que el agente –supongo que no la autora– haya pedido a Pre-Textos que destruyera los ejemplares que tuviera en bodega. Líneas arriba mencioné el sutil equilibrio que los editores tienen que guardar, pues grandes o pequeños, están siempre en la cuerda floja. Un emporio se puede derrumbar en un día y un editor pequeño durar un siglo, pero ninguno, ni siquiera los diamantes, son eternos (y vaya un mínimo homenaje a Sean Connery). 

Una última cosa con mi constante insistencia: las protestas contra esta alevosa falta de tacto de los agentes de la escritora han venido de los propios poetas, que defienden a la editorial y la buena fe, eso tan poco frecuente, y ojalá se extienda a los lectores, quienes también deben proteger a sus editoriales, porque hay editoriales que consiguen pasar del “las” abstracto, al “sus” afectivo, casi posesivo. 

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