El 28 de octubre del año pasado, Sebastiaan Faber, profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College, de Ohio (Estados Unidos), publicó el siguiente artículo en CTXT (Contexto y Acción) –publicación cuyo lema es “orgullosa de llegar tarde a las últimas noticias”–, donde se habla de la manera en que la idea del hispanismo lavó la imagen del franquismo.
Cómo el hispanismo internacional ayudó a normalizar el franquismo
No ocurre todos los días que el rey te llame “especial”. Hace tres años, Felipe VI rindió un sentido homenaje al hispanismo internacional, gremio del que me considero miembro. Somos, decía el rey, “un colectivo muy especial… que, sin ser… hispanohablantes de nacimiento, dedican su vida profesional con verdadera pasión a promover nuestra lengua y nuestra cultura”: “Enamorados de nuestra cultura… difunden desde universidades e instituciones su conocimiento y entusiasmo por nuestro patrimonio cultural e histórico”. Como “auténticos embajadores culturales” –agregó– somos “un generador de valor” cuya gran virtud, además, es el “efecto multiplicador” que tienen nuestra docencia y actividades de difusión: sembramos en nuestros estudiantes y públicos “la semilla de la atracción” hacia las culturas hispánicas.
Aunque pueda afectar mis posibilidades de llegar a Caballero de la Orden de Isabel la Católica, me atrevería a cuestionar algunos de los presupuestos implícitos en el discurso de Su Majestad. Me parece dudosa, por ejemplo, la sugerencia de que los intereses de España coinciden con los de las naciones latinoamericanas. Más cuestionable todavía es la idea de que estudiar o enseñar sobre la lengua y cultura españolas equivalga a promover esas culturas (¿no cabe también la posibilidad, no sé, de que los hispanistas adoptemos una actitud crítica hacia nuestro objeto de estudio?) o la de que el estudioso de España sea por tanto, automáticamente, un agente no solo efectivo sino afectivo del Estado español: un “embajador cultural” que, sin estar en la nómina del Estado sin embargo trabaja por defender o avanzar sus intereses, y que además practica su proselitismo como un acto de amor y de pasión.
Hispanismo y Estado
No es nueva la idea de que los estudiosos extranjeros de un país funcionen como agentes culturales o incluso políticos de ese país; por algo los gobiernos les suelen premiar con becas y condecoraciones. Tampoco es una idea del todo equivocada. Es obvio que la comunidad académica ha ejercido, en ocasiones, ese papel de agente. Para quienes formamos parte de una disciplina no siempre es fácil distinguir entre la defensa y promoción de nuestro campo y la defensa y promoción de nuestro objeto de estudio.
Al mismo tiempo, hay factores que complican el idilio hispanófilo que nos pinta el rey Felipe. Para empezar, es fácil que la gratitud se convierta en sospecha. Es lo que ocurrió, por ejemplo, a comienzos de los años 50 cuando el profesor norteamericano Robert G. Mead se atrevió a constatar los efectos nefastos del franquismo sobre la vida cultural en España. El análisis le valió, en Ínsula, una acusación de “hispanófobo yanqui”, que se vio impelido a desmentir declarándose hispanófilo de toda la vida. Todavía hoy hay opinadores españoles que nos acusan a los hispanistas de difundir una imagen exageradamente negativa del país o promover “lecturas torticeras” de sus literatos más exitosos. Históricamente, desde luego, es verdad que el estudio académico de otras culturas –por ejemplo, a través de la antropología– ha servido para espiar, subyugar o destruir esas culturas. También ha sido común que los estudiosos de culturas otras que la propia atraigan la sospecha de sus propios gobiernos, como agentes extranjeros en potencia. Todo esto para decir que la relación entre hispanismo y Estado ha sido más complicada de lo que sugiere el idilio hispanófilo que nos pinta el rey.
Un segundo factor que lo complica es este: el amor y la lealtad al Estado o la nación españoles que se nos supone a los hispanistas se convierte en objeto de disputa cuando entran en pugna la identidad, legitimidad o unidad de ese Estado o nación. Es lo que ha venido ocurriendo en la última década con respecto a la crisis catalana, donde el españolismo y el catalanismo han intentado reclutar para sus respectivas causas a estudiosos extranjeros, cuanto más prestigiosos mejor. Y es lo que ocurrió en los convulsos años treinta, sobre todo después del golpe de Estado de julio del 36.
Una tentación peligrosa
En junio de 1937, el Heraldo de Aragón publicó una carta abierta de Miguel Artigas, ex director de la Biblioteca Nacional que simpatizaba con los rebeldes, a “los hispanistas del mundo”. Lamentando la supuesta destrucción del patrimonio cultural de parte de la República, apeló al gremio hispanista para que expresara su apoyo a la causa rebelde. El sucesor de Artigas, Tomás Navarro Tomás, no tardó en publicar una réplica, en castellano e inglés, también dirigida a los hispanistas del mundo, pidiendo su apoyo para la causa republicana. Pero la repuesta de la mayoría de los hispanistas a estas dos llamadas rivales fue más bien tibia. Desde el comienzo de la guerra, los líderes del campo en Estados Unidos habían impuesto una estricta neutralidad. Y es que los filólogos norteamericanos veían las convulsiones bélicas en Europa, ante todo, como una tentación peligrosa que amenazaba su prestigio profesional. A comienzos de 1939, el hispanista Henry Doyle se dirigió a los profesores de lenguas modernas para advertirles de que se guardaran de todo posicionamiento político: “Nuestro primer deber es ser norteamericanos, defensores de los derechos e intereses norteamericanos”.
¿Qué hizo el hispanismo una vez que Franco declaró la victoria? Nos hemos acostumbrado a ver el hispanismo internacional –en particular, el anglosajón– como una fuerza positiva durante los oscuros años del franquismo: un aliado del exilio republicano y una especie de reserva de rigor y objetividad académicas, además de probidad moral, frente a la producción cultural, literaria y académica en la España del interior, restringida por la censura y la persecución. Cabe citar aquí a los historiadores consabidos, desde Hugh Thomas y Herbert Southworth a Gabriel Jackson y Raymond Carr. Otro ejemplo es el ya mencionado de Robert Mead, profesor de la Universidad de Connecticut, quien en 1951 escribió un breve texto en la revista Books Abroad en que analizaba los aciagos efectos culturales de la dictadura franquista, señalando que el exilio le ganaba con creces en calidad, vitalidad e innovación. Ese breve ensayo desató una larga y famosa polémica en la cual Julián Marías acabaría por argumentar que el franquismo, como todo régimen político, era un fenómeno superficial que si afectaba al desarrollo cultural era de forma positiva ya que lo había despolitizado, mientras que el exilio seguía lastrado por lo que llama su politicismo.
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