martes, 5 de septiembre de 2023

“La traducción es el único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo”

En los últimos años se han puesto de moda los libros escritos por traductores, dando cuenta de lo que significa traducir. Así, la crítica Liliana Muñoz publicó el 1 de octubre de 2022, en la revista mexicana Letras Libres, una reseña sobre La impostora, ensayo de la escritora española Nuria Barrios sobre la traducción literaria, mencionado en la entrada de ayer por Rebeca García Nieto.

Una escritora que traduce

De Ulises a Jay Gatsby, del Quijote a Madame Bovary, de Tom Castro a Enric Marco, la historia literaria está plagada de personajes que, en mayor o menor medida, han pretendido ser otros. Para Fernando Pessoa, el poeta era un fingidor que “finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. No obstante, aunque la impostura ha comenzado a invadir nuestras conversaciones cotidianas, y a ser objeto de análisis por parte de especialistas –es de sobra conocido el llamado “síndrome del impostor”–, son pocos los escritores contemporáneos que se han atrevido a hablar del tema; y, más aún, a hacerlo en primera persona. En La impostora Nuria Barrios se aventura a escribir sobre su yo más esquivo, a diluir las fronteras que separan la verdad y la mentira, a fundirse con su propia máscara.


Ganador del XIII Premio Málaga de Ensayo, La impostora es un libro sobre la naturaleza de la traducción, sobre su vínculo con la escritura, sobre la necesidad de ser Nadie para llegar a ser Alguien. Hermanada con obras como El idioma materno de Fabio Morábito o Los enemigos del traductor de Amelia Pérez de Villar, Barrios nos revela una faceta suya hasta ahora desconocida: la de ensayista. Enfrentada contra sí misma a raíz de la pandemia del SARS-COV-2 decide reflexionar no solo sobre su doble condición de escritora y traductora (“¿Influye el trabajo como traductora en mi escritura? ¿He incorporado rasgos de los escritores que traduzco a mi obra?”), sino también sobre su propia identidad: “¿quién soy yo?, ¿qué soy yo?”. Para la autora –para quien la literatura va más allá de un oficio, para quien su forma de percibir la vida es bajo el prisma de la lectura, para quien la interpretación de su cotidianidad depende en buena medida de los libros que ha leído– las preguntas que se plantea no son en absoluto triviales. Todo lo contrario: ponen en jaque su manera de leer y entender el mundo.

Así, acude en primera instancia a Una casa lejos de casa, de Clara Obligado, y La mitad de la casa, de Menchu Gutiérrez: “A través de Obligado y de Gutiérrez, me leía […] Todo giraba en torno al concepto de extrañeza instalado en lo doméstico, en lo familiar: el hogar.” Extranjera de sí misma, obligada circunstancialmente a poner en tela de juicio su noción de “hogar” –que para ella es la lengua–, Barrios se sabe de antemano una impostora: una intrusa para unos, una escritora accidental para otros. No obstante, no es la mirada ajena la que anima este ensayo: es la mirada propia, fundada en la incertidumbre y el titubeo. Camaleónicamente, Barrios va y viene de sí misma hacia sí misma, sin ser capaz de renunciar a ninguna de sus identidades: “Soy una escritora que traduce. Cuando traduzco, me desdoblo: soy la que traduce y soy quien observa a la traductora traducir […] Como escritora, trabajo con mi voz, la exploro, la afilo.” Y es que ambas, escritora y traductora, son a su modo traidoras: la primera, por darle la espalda al mundo; la segunda, por darle la espalda al lenguaje. Traduttore, traditore. En cualquier caso, cada tarea entraña una intensa inmersión en el yo, la búsqueda de aquello que une las palabras con las cosas, el abandono de la realidad conocida para aproximarse a la realidad real.

Hilvanando lecturas y experiencias, Barrios nos ofrece un recorrido –libresco, inteligente y divertido– por su propia vida, por su modo de entender la escritura y la traducción. No se trata de un camino recto: en las primeras páginas se advierten ciertos deslices hacia el lugar común, hacia las florituras innecesarias, hacia la afectación. Por ejemplo: “Tiemblan las palabras y, con ellas, las estrellas, la noche, los rostros, el viento, el canto de los pájaros […] Tiembla el universo entero y su temblor es contagioso.” Sin embargo, sorteados los capítulos iniciales, e instalada definitivamente en el tono ensayístico, Barrios pone de manifiesto una erudición, amenidad y capacidad narrativa que inevitablemente recuerdan –no seré la primera en advertirlo– a Irene Vallejo en El infinito en un junco. De este modo, nos encontramos con anécdotas interesantes, planteamientos agudos y citas literarias que sirven como punto de partida para ilustrar ideas avezadas pero plenas de sentido con las que Barrios se propone traducirse a sí misma: “Si en la escritura se da un ensimismamiento, en la traducción se produce un extrañamiento.”

En el camino, se habla de las traductoras –de Carmen Gallardo, traductora de E. T. A. Hoffmann, a Paula, la viuda romana que colaboró en la traducción de la Vulgata, o Margarita Nelken, posible traductora de Kafka–, de las interpretaciones de la Biblia y El segundo sexo –destaca la hipótesis de la rabina Delphine Horvilleur, quien propone que la interpretación correcta del término hebreo tzela es “costado”, no “costilla”, con lo cual la historia de la creación del hombre y la mujer vendría a estar más cerca del mito platónico que del Génesis–, de la estirpe de Babel –considerada más una bendición que un castigo divino–, de la relación con los escritores –Barrios es, entre otras cosas, la traductora de Benjamin Black (seudónimo de John Banville para sus novelas negras) y Amanda Gorman–, de las distintas escuelas de traductores o de la precariedad del oficio.

Tras el apuñalamiento de Salman Rushdie en agosto pasado, en Nueva York, no puedo dejar de mencionar su caso, que Barrios explica con exhaustividad: el autor, a raíz de la publicación de Los versos satánicos (en oposición al islam, el profeta y el Corán), no es el único asediado por la fetua del imán Jomeini, pues “todos los implicados en su publicación” están sentenciados a muerte. El traductor de Rushdie al japonés, Hitoshi Igarashi, fue asesinado; el hotel donde se hospedaba el traductor turco, Aziz Nesin, fue incendiado por extremistas islámicos, aunque él sobrevivió; el editor noruego, William Nygaard, fue víctima de tres disparos en la espalda. El origen de la fetua: un error en la traducción de The satanic verses (en árabe, Ayat ash-Shataniya, cuyo término ayat alude a los versículos sobre diosas locales que Mahoma incluyó en el Corán para convertir a los vecinos de La Meca y que más tarde suprimió, pues refirió haber sido víctima de una treta de Satán).

Quizás el aspecto más controvertido de La impostora sea el concerniente a la visibilidad que merecen los traductores. Por un lado, Barrios señala que “el anonimato es uno de los requisitos del oficio. La clandestinidad, el olvido de sí, subrayan el placer verbal”, mientras que por otro afirma que “para que los libros traducidos que llegan a nuestras manos sean la mejor versión posible, es preciso visibilizar a quienes traducen. El primer paso indispensable sería escribir sus nombres en la portada de los libros”. ¿Es el traductor un fantasma que recorre sigiloso el libro que traduce, o está a la par del creador y tiene, por tanto, una responsabilidad igual a la suya? Aunque esta cuestión es largamente debatible, considero que el traductor es el siervo del texto, al que se debe acercar con humildad, sin afán de protagonismo. Su mérito no es menor, desde luego, como tampoco lo es el del corrector de estilo o el editor, pero su imprescindible labor se debe ponderar en su justa medida, sin pecar por exceso o por defecto.

Contrario a lo que plantea al inicio de este ensayo, Nuria Barrios conjuga en su haber la traducción y la escritura. Es ella misma quien da con la clave: “La traducción es el único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo.” Tiene la fortuna de no tener que elegir: es, a la vez, la escritora y la traductora. Es ambas. Es Nadie.

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