En numerosas ocasiones, el escritor britànico John Berger (1926-2017) se ha referido a su idea de lo que es una traducción. Pero acaso nunca fue tan explícito como en el siguiente fragmento, incluido en uno de los ensayos de Confabulaciones, texto traducido por Marcos Mayer y publicado por la editorial Interzona hace algunos años.
"La verdadera traducción exige un regreso a lo pre-verbal"
He escrito durante casi ochenta años. Primero fueron cartas, luego poemas y discursos, más adelante escribí cuentos, artículos y libros, ahora escribo notas.
La actividad de escribir ha resultado vital para mí, me ayuda a entender las cosas y a poder seguir. Sin embargo, la escritura es apenas una parte de algo más profundo y más amplio: nuestra relación con el lenguaje en tanto tal. Y el tema de estas pocas notas es el lenguaje.
Comencemos analizando la actividad de traducir de una lengua a otra. La mayoría de las traducciones actuales son técnicas, mientras que en realidad me estoy refiriendo a la traducción literaria. La traducción de esos textos que se ocupan de la experiencia humana individual.
La perspectiva habitual es que la traducción implica estudiar las palabras en una página y en un idioma y luego volcarlas a otro idioma en una nueva página. Esto implica una traducción palabra a palabra, luego una adaptación destinada a respetar e incorporar la tradición lingüística y las reglas del segundo lenguaje y, finalmente, una nueva revisión para recrear el equivalente de la “voz” del texto original. Son muchas, tal vez la mayoría de las traducciones las que siguen este procedimiento y los resultados son válidos, pero terminan por resultar mediocres.
¿Por qué? Porque la verdadera traducción no es un asunto binario entre dos lenguas sino un triángulo amoroso. El tercer lado de ese triángulo es el que subyace debajo de las palabras del texto original antes de que hayan sido escritas. La verdadera traducción exige un regreso a lo pre-verbal.
Leemos y releemos las palabras del texto original para poder penetrar a través de ellas, para alcanzar, para tocar de cerca la visión o la experiencia a la que apuntan. Entonces recogemos lo que hemos encontrado allí, tomamos esa “cosa” temblorosa y casi carente de palabras y la colocamos detrás del idioma al que necesita ser traducida. Y ahora la tarea fundamental es lograr convencer a la lengua anfitriona de que se apodere y reciba bien a la “cosa” que espera para ser articulada.
Esta práctica nos recuerda que la lengua no puede reducirse a un diccionario ni a una reserva de palabras y de frases. Ni puede limitarse a ser un almacén de las palabras que se escriben en ella.
Un idioma hablado es una criatura viviente, con un cuerpo, cuya fisonomía es verbal y cuyas funciones viscerales son lingüísticas. Y el territorio de esta criatura es tanto lo inarticulado como lo articulado.
Consideremos la expresión “lengua materna”. En Rusia se le dice Rodnoi-yazik, que significa la lengua más querida o más cercana. Si así lo quisiéramos, podríamos también hablar de una lengua amada.
La lengua materna es nuestra primera lengua, aquella que primero escuchamos de la boca de nuestras madres siendo niños. He aquí el sentido íntimo de la expresión.
Lo menciono ahora porque la criatura del lenguaje, que estoy intentando describir, es indudablemente femenina. Me imagino que su centro es como un útero parlante.
Dentro de nuestra lengua materna están todas las lenguas maternas. O, para decirlo de otro modo: cada lengua materna es universal.
Noam Chomsky ha demostrado brillantemente que todos los lenguajes –no solo los verbales– tienen ciertas estructuras y procedimientos en común. Y así una lengua materna está relacionada (¿armoniza con?) los lenguajes no verbales –como el lenguaje de los signos, de las actitudes o de las formas en que se ocupa el espacio.
Cuando dibujo, trato de desenredar y transcribir un texto de apariencias que ya tiene, lo sé, su lugar indescriptible pero efectivamente presente en mi lengua materna.
Palabras, expresiones, frases, pueden ser separadas de la criatura de su lenguaje y usadas como meras etiquetas. Entonces se vuelven inertes y vacías.
El uso reiterado de lugares comunes y siglas es apenas un ejemplo. La mayoría de los discursos políticos de hoy están compuestos de palabras que, separadas de cualquier criatura de lenguaje, resultan inertes y moribundas. Y estas palabras huecas y pretenciosas barren con la memoria y alimentan una complacencia que prescinde de toda empatía con los demás.
Lo que me ha llevado a escribir por tantos años es la sensación de que hay algo que necesita ser contado y que, si yo no la cuento, se corre el riesgo de que quede sin contar. No me veo tanto como un escritor profesional permanente sino más bien como alguien que se ocupa de algo temporario.
Luego de escribir unas pocas líneas dejo que las palabras se deslicen dentro de la criatura de su lenguaje. Y allí son reconocidas y bienvenidas por un anfitrión hecho de otras palabras, con el cual mantienen una afinidad de sentido, de oposición, de metáfora, de aliteración o de ritmo. Escucho sus confabulaciones. Se unen para discutir el uso que le doy a las palabras que uso. Cuestionan el rol que les adjudico.
Así que modifico las líneas, cambio una o dos palabras y vuelvo a presentarlas. Entonces se inicia una nueva confabulación.
Y así sigue todo hasta que se oye un leve murmullo y una aceptación, que es siempre provisoria. Entonces continúo con el párrafo siguiente.
Y comienza una nueva confabulación…
Los demás pueden ubicarme donde quieran como escritor. Para mí soy el hijo de una puta. Pueden imaginarse quién es esa puta ¿no es así?
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