En la actualidad estoy terminando de traducir un texto autobiográfico del escritor galés Richard Gwyn, que próximamente publicarán Bajo la luna, en Argentina, y LOM, en Chile. Está lleno de citas, muchas de las cuales se refieren a textos originariamente escritos en castellano que Gwyn cita por su traducción inglesa. En algunas casos, es propia y, en otros, corresponden a otros traductores. Así, en el afán de citar por el original y no por una versión, me veo obligado a buscar en un sinnúmero de libros, lo que no es nada sencillo. Encuentro la mayoría de las citas, pero algunas resultan verdaderamente difíciles. Consulto con Richard y, cuando dispone de los originales, me envía los párrafos en cuestión. Pero, en alguna oportunidad, no hay original y tengo que arreglármelas por mi cuenta. Es el caso de Canción de tumba, un texto desgarrador del poeta, narrador y ensayista mexicano Julián Herbert, a quien, por casualidad, conocí en Avispero, un festival de poesía organizado por Pedro Serrano en Chilpancingo, en el estado mexicano de Guerrero.
Le escribo a Julián y le planteo mi problema, copiándole el párrafo en inglés:
"I spent my childhood
traveling from city to city, whorehouse to whorehouse, following the itinerancy
imposed on the family by my mother’s profession."
Pasan los días y no tengo respuesta. El libro en castellano fue publicado en México en 2011 y la mayoría de mis amigos allí comenta haberlo leído, pero nadie parece tenerlo para buscar esa cita. Opto entonces por traducirlo y dejarlo en barbecho, a la espera de que, en algún momento, pueda reemplazar eso por el texto original. La traducción a la que llego es ésta:
"Pasé mi infancia viajando de ciudad en ciudad, de prostíbulo en prostíbulo, siguiendo la itinerancia impuesta a la familia por la profesión de mi madre."
O sea, mal que mal, mi texto dice lo mismo que el texto en inglés, pero no me siento satisfecho de la solución. Sospecho que Julián está diciendo algo distinto.
Finalmente, casi un mes después de mi mail, Julián me escribe, se disculpa por la demora en responder, señalándome que casi no usa el mail al que le envié mi consulta y recupera de su libro el párrafo original en cuestión. Es éste:
"Pasé mi infancia viajando de ciudad en ciudad mexicana, de putero en putero, siguiendo las condiciones nómadas que le imponía a nuestra familia la profesión de mi mamá."
Como se lee, hay diferencias. En primer lugar, el traductor al inglés omitió el gentilicio, usó una palabra neutra ("whorehouse", o sea, "prostíbulo") en lugar de una de uso más familiar ("putero"), habló de "itinerancia" donde Julián se refiere al nomadismo y tradujo "mother" ("madre") en lugar del mucho más familiar "mamá" del original.
En síntesis, el texto dice lo mismo, pero no es lo mismo. Le falta cierta temperatura emocional ausente en la mera referencialidad. Y ahí es donde recuerdo las palabras de Arnaldo Calveyra, en una entrevista que le realicé hace muchísimos años. Le pregunté por qué, al cabo de toda una vida en Francia, por qué no había intentado escribir en francés. Sus respuesta fue ejemplar: "Porque ignoro la temperatura de las palabras". Y esto, a mi gusto, pone en duda buena parte del trabajo de traducción.
Las razones son varias. Si dejamos de lado la perspectiva alimenticio (la firma de un contrato, la entrega en un cierto plazo, la revisión por extraños, la corrección de estilo) e imaginamos condiciones ideales (tiempo ilimitado, posibilidad de autorrevisión luego de dejar enfriar el texto, etc.), todavía queda una barrera bastante infranqueable que tiene que ver, precisamente, con la temperatura en que ocurren las palabras. Porque la referencialidad, en líneas generales, puede sobrevivir, pero no así la actitud en que se dicen las cosas.
Esto que acabo de enunciar se pierde casi por completo cuando hablamos de traducciones indirectas, esos engendros típicos de la primera mitad del siglo XX en que, por caso, Dostoievsky llegaba a los lectores de lengua castellana a través de traducciones españolas del inglés o del francés. Esa práctica, confrontada con las traducciones directas demuestra de manera palmaria que esos textos eran meras "noticias" de un original y no los textos de un autor determinado: se perdían los rasgos estilísticos, se inducían errores, se olvidaba el tono. Hace unos años, de hecho, Alejandro González, en una de los encuentros del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (el del 26 de noviembre de 2014, incluido en este blog), demostró que Dostoievksy, a quien estaba retraduciendo sistemáticamente, no sólo tenía un humor que ingleses y franceses anularon, con el consiguiente rebote en España, sino también un estilo que no había sido respetado.
Al cabo de todas estas reflexiones, me quedé pensando en cuánto de lo que yo mismo traduje a nuestra lengua habría perdido esa temperatura de la que hablo más arriba. Y como no quise seguir metiendo el dedo en la llaga, me limité a suspirar y volver a mi traducción.
Jorge Fondebrider
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