viernes, 17 de mayo de 2024

Un país que se resiste a tener muchas lenguas





Entre los muchos problemas que tiene España, uno no menor es el de las varias lenguas que se hablan en ese país y su identificación con los nacionalismos propios de las comunidades que las prefieren al castellano. Acaso por ello, la revistas Letra Global, ofreció en su número del 14 de mayo pasado, una breve reflexión sobre la cuestión y un anticipo de Contra Babel. Ensayo sobre el valor de las lenguas, volumen de Manuel Toscano publicado por la editorial Athenaica, de Sevilla, este mismo año.

Contra Babel: la identidad lingüística y las (malas) ideas sobre el valor de las lenguas

Acostumbra a decirse que las lenguas se inventaron para comunicarse y entenderse. También suele sostenerse que la diversidad lingüística es un bien cultural que nos enriquece a todos. Sin dejar de ser ambas cosas ciertas, la realidad cotidiana, al menos en determinadas zonas de España, como Cataluña, Euskadi o Galicia, es que las lenguas provocan enconadas querellas y son fuente de enfrentamientos políticos, al utilizarse como potentes marcadores identitarios por parte de los nacionalismo.

Manuel Toscano profesor de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Málaga, acaba de publicar en Contra Babel, un ensayo sobre el valor de las lenguas (Athenaica) donde aborda todas estas cuestiones. El breviavio, que llegará a las librerías el 22 de mayo, desentraña los lugares comunes sobre esta cuestión, donde las falacias y los excesos retóricos no siempre coinciden con la realidad, y defiende la necesidad de "desbrozar el terreno para una reflexión ecuánime sobre el uso de los idiomas como medios de comunicación, patrimonio cultural y señas de identidad". El análisis de Contra Babel se sustenta en datos y argumentos contrastados tanto a escala global como nacional. Toscano explica en qué consiste el valor comunicativo de una lengua y profundiza en los mecanismos que conducen a la creación de las lenguas francas, sin obviar las tesis del nacionalismo lingüístico, el concepto de lengua propia y las controversias sobre los derechos lingüísticos. 

Manuel Toscano es profesor de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Málaga. Doctor en Filosofía, ha realizado estancias de investigación en el Centre de Recherches Phénoménologiques (École Normale Supérieure, París), la Chaire Hoover de Éthique Économique et Sociale de la Universidad Católica de Lovaina (Louvain-La-Neuve) y el Centre de Recherche en Éthique de la Universidad de Montreal. Sus publicaciones versan sobre el liberalismo político, pluralismo y las políticas de la identidad en el marco de la democracia constitucional, con especial atención a las políticas lingüísticas.

A continuación, el anticipo del texto.

LA LENGUA PROPIA

En la mentalidad del nacionalista la lengua es ante todo la seña de identidad que diferencia a un pueblo distinto; o sobre todo, porque para hacerla valer como tal está dispuesto a sacrificar la función comunicativa de la lengua cuando sea preciso, hasta el punto de que puede llegar a divorciar completamente una cosa de otra, identificándose con una lengua que no habla. Esto puede parecernos de lo más extraño a quienes no compartimos los supuestos nacionalistas, pues supone invertir los términos en los que pensamos acerca de la lengua: cuando hablamos de la lealtad del hablante, éste se identifica de forma natural con su primera lengua o la lengua que le es familiar, donde está como en casa. Que no suceda así necesariamente en el caso del nacionalista prueba que su ideología puede utilizar como pretexto la lealtad de los hablantes, pero es otra cosa.

El nacionalismo irlandés, por razones obvias, es un semillero de ejemplos. La Constitución de la República de Irlanda, obra de Éamon de Valera, fundador del Fianna Fáil, el histórico partido nacionalista, declara que el gaélico irlandés es «la primera lengua oficial» del país, siendo el inglés la segunda. En realidad, la Constitución se redactó en inglés y se tradujo después al irlandés. Como ha observado el escritor e historiador Conor Cruise O’Brien, si hubiera contradicción entre ambas versiones, la traducción prevalecería sobre el original; por no mencionar que en el Parlamento, incluso entre los propios diputados del Fianna Fáil, se habla únicamente la segunda lengua, como en la vida cotidiana de la inmensa mayoría de ciudadanos irlandeses. Los nacionalistas se contentan con cúpla focal, un par de palabras en gaélico de vez en cuando. En realidad, esa calificación de primera lengua carece de cualquier respaldo en los hechos, más allá de la atribución simbólica.

En su historia del nacionalismo irlandés, recuerda también O’Brien la discusión que hubo a principios del siglo XX en los círculos nacionalistas sobre si el idioma inglés era venenoso para la conciencia nacional, tema al que dedicó una serie de artículos el Leader, por entonces la revista de referencia del movimiento nacionalista. Excepto algún autor reticente, los colaboradores fueron unánimes en sostener que la lengua inglesa era indudablemente venenosa, como argumentaron todos en inglés. Según apunta con sorna O’Brien, la revista señera se publicaba en inglés con escasísimas excepciones, sin que sus editores sintieran gran preocupación por difundir sus textos en una lengua tan tóxica para sus lectores. Seguramente porque la alternativa era no tener lectores a los que intoxicar. Que el movimiento cultural en pro del gaélico se denominara la Irlanda Irlandesa lo dice todo en realidad. Igual que su fracaso pone en evidencia los límites de las políticas voluntaristas cuando se enfrentan a las fuertes corrientes que favorecen a los idiomas más grandes.

No hace falta irse a Irlanda, ni remontarse tan lejos en la historia, pues hay casos muy cercanos. El sociólogo norteamericano James Petras ha contado lo que le sucedió cuando fue a dar su conferencia en una universidad catalana y propuso a los organizadores darla en español, idioma que conoce. Eso era inaceptable, según le indicaron: tendría que ser en catalán o en inglés. Obviamente habló en inglés para descubrir asombrado que menos de la mitad de los asistentes podían seguir la charla, a pesar de que todos ellos entendían perfectamente el español.

Episodios como éste ponen de manifiesto cómo la comunicación se sacrifica en nombre de otras consideraciones simbólicas o identitarias, en este caso la hostilidad hacia la lengua que se pretende ajena, aun siendo la que todos entienden. Por encima de todo, lo que importaba a aquellos profesores universitarios era que la charla no fuera en español: que buena parte del público no pudiera entenderla era un precio que aceptaban gustosos.

No faltan ejemplos de esta primacía de la lengua entendida como factor identitario a expensas o desconectado de su uso comunicativo. Hace unos años refería Fernando Savater una carta publicada en el diario Deia, donde su autor, profesor de ciencias, escribía: «Por mi parte no hablo mi lengua propia —el euskera— pero te garantizo que he colaborado, a lo largo de toda mi vida profesional, para que muchos y muchas la aprendieran». En la carta reconocía resignado que impartía sus clases en español y que sólo podía disfrutar de los bertsolaris con la asistencia de traductores. La declaración dejó perplejo al filósofo con razón, pues parece inaudito que alguien no hable su propia lengua. Savater no cuestionaba su interés por el euskera, pero sí que llamara «lengua propia» a la que admitía desconocer. ¿Por qué la llama propia si no la habla ni la usa? ¿Cómo llama entonces al castellano, se preguntaba, la lengua que sí habla?

La anécdota de Savater revela que algo va mal con la expresión «lengua propia». Y eso debería ser motivo de reflexión, pues el concepto se ha abierto paso con los Estatutos de algunas comunidades autónomas como Cataluña o País Vasco, propagándose a otras como la Comunidad Valenciana con las reformas estatutarias, y ha llegado a ser de capital importancia en las políticas lingüísticas que se llevan a cabo en nuestro país. De hecho, hay buenas razones para pensar que el concepto de lengua propia introduce un sesgo fatal en esas políticas lingüísticas. Por decirlo de otro modo, la noción refleja la mentalidad nacionalista y sólo tiene sentido dentro de ese marco ideológico, a pesar de que ha sido aceptada con sorprendente facilidad por muchos que no se identificarían como tales.

Es sabido que la Constitución reconoce y ampara la diversidad lingüística en España: en su artículo 3 declara que el castellano es la lengua oficial del Estado, al tiempo que establece que las demás lenguas vernáculas serán oficiales en las respectivas comunidades autónomas, de acuerdo con lo que dispongan sus Estatutos. La Constitución instaura así un régimen lingüístico de pluralismo asimétrico, territorialmente acotado. Es un modelo parcialmente abierto, puesto que los Estatutos determinarán el régimen jurídico o las características del estatus oficial de la lengua autonómica. Ello dejaba al legislador autonómico distintas opciones, atendiendo a las diversas circunstancias sociolingüísticas de las comunidades; por ejemplo podía haber introducido criterios de zonificación, limitando el régimen oficial de la lengua autonómica a aquellas partes de la comunidad donde estuviera implantado su uso. A pesar de que las circunstancias de las lenguas autonómicas eran muy diferentes, como las mayorías políticas que los alumbraron, los Estatutos de las llamadas «nacionalidades históricas» siguieron el mismo patrón, proponiendo un régimen de bilingüismo generalizado y perfectamente simétrico.

Las leyes de normalización lingüística, promulgadas entre 1982 y 1998, tuvieron como objetivo lograr la plena equiparación en el uso, tanto oficial como social, de ambas lenguas. Eso implicaba promover el uso de las lenguas autonómicas en todos los ámbitos: en el sistema de enseñanza, en la administración pública, en los medios de comunicación y en el sector cultural. La justificación era que, tras su postergación histórica, había que recuperar y promover su uso, dando trato de favor a la lengua autonómica por ser minoritaria. Como tal tratamiento favorable se justificaba por razones de discriminación histórica y se encaminaba a lograr un sistema de bilingüismo simétrico, las leyes de normalización lingüística se adecuaban al modelo constitucional, según explicó el Tribunal Constitucional en algunas de sus sentencias.

Cabe dudar de si ese objetivo era razonable, es decir, si, más allá de garantizar la igualdad en el uso oficial, la idea de promover la igualdad en el uso social de ambas lenguas no suponía una costosa operación de ingeniería social en pos de un objetivo probablemente inalcanzable. Pues chocan como hemos visto con la dinámica de las lenguas en contacto, y con los mecanismos de refuerzo donde se generan fuertes corrientes espontáneas a favor de la lengua con mayor potencial comunicativo como el español. En lo que se refiere a los límites constitucionales, el problema es hasta dónde se puede llegar esa promoción de la lengua autonómica sin que afecte al derecho de los ciudadanos a usar el español, reconocido constitucionalmente en el mismo artículo 3.

La evolución de las políticas lingüísticas, como muestra el caso catalán, pone de manifiesto que se ha alterado ese marco inicial, pues del bilingüismo simétrico como objetivo se ha pasado a buscar un régimen de cooficialidad asimétrico a favor de la lengua autonómica, convirtiéndola en la lengua preferente a expensas del castellano. El caso de la mal llamada «inmersión lingüística» en la escuela catalana es seguramente la mejor prueba.

En realidad, los signos de que las cosas podían evolucionar en esa dirección estuvieron ahí desde el principio porque la introducción del concepto de lengua propia no era en modo alguno inocua. En lugar de establecer sencillamente que ambas lenguas tendrían carácter oficial, los primeros Estatutos optaron por marcar desde el principio una diferencia importante: una es la propia de la comunidad, mientras la otra es meramente oficial.

¿Cómo explicar ese contraste? Recordemos que el carácter oficial de una lengua tiene un sentido estrictamente legal. Según el Tribunal Constitucional, con independencia «de su realidad como fenómeno social», una lengua es oficial cuando es reconocida por los poderes públicos como medio de comunicación entre ellos y con los ciudadanos con plena validez y efectos jurídicos. Por otro lado, la lengua propia no se distingue por el arraigo histórico o la presencia social. ¿No es el castellano la lengua materna de la mayoría de los catalanes y vascos? ¿Carece acaso de raíces históricas en una u otra comunidad autónoma, igual que en Navarra, Galicia o Valencia?

Sólo cabe dar a la expresión «lengua propia» el sentido de una adscripción identitaria, según la cual la lengua autonómica se eleva a seña de identidad de esa comunidad, un rasgo singular que identifica a sus genttes y las diferencia de los demás ciudadanos españoles. De ahí su efecto retórico: si una de las lenguas oficiales es la propia, se sugiere que la otra es ajena o venida de fuera. La lengua autonómica sería lengua oficial por ser la propia del país y sus gentes, mientras que el castellano lo sería por una razón meramente administrativa, como es la de ser lengua oficial del Estado. De ahí a verla como impuesta por esta razón apenas hay un paso, que muchos han dado sin pensarlo.

Se trata de un contraste retórico muy del gusto nacionalista, puesto que concede a la lengua autonómica el papel de símbolo o marcador identitario que distingue a un pueblo. Es una adscripción decididamente esencialista, pues se asigna la lengua al terri- torio o al pueblo en abstracto, con independencia de cuál sea la lengua real que usan los ciudadanos en sus intercambios cotidianos. Ese esencialismo se traduce en la presunción de que la lengua de las personas no es la lengua aprendida en la familia o la que hablan habitualmente, sino la lengua atribuida como «propia» al territorio o comunidad en la que viven. Era lo que asumía con naturalidad el profesor de la anécdota de Savater. En manos de los nacionalistas esto se convierte en la imposición de una identidad obligatoria a los individuos, por ficticia que resulte a la luz de los usos lingüísticos reales.

En consecuencia, si la lengua considerada «propia» no es la lengua de uso habitual o socialmente mayoritaria, ello supone una anomalía social que habría que corregir por todos los medios posibles. No se trata ya de equiparar el uso de ambas lenguas, o com- pensar los efectos de la discriminación histórica, sino de «recuperar» la lengua propia que caracteriza a un pueblo, la lengua nacional, frente a la lengua de fuera o invasora.

Entendida la lengua al estilo nacionalista como pilar de la cultura y la identidad nacional, el objetivo de la normalización lingüística es remediar un estado de cosas lingüística y nacionalmente indeseable, como es el predominio del castellano, al que se presenta como lengua foránea, impuesta por razones políticas. Aquí encontramos el papel de la lengua como palanca crucial de la construcción nacional, que justificaría el uso extensivo de la ingeniería social para modificar los usos lingüísticos de la sociedad con objeto de que se amolden al ideal nacional que el poder político autonómico considera lingüísticamente deseable. Es puro nacionalismo lingüístico y una excelente razón para rechazar el concepto de lengua propia.

No se me ocurre mejor forma de cerrar la discusión sobre el nacionalismo lingüístico y trampantojos como la lengua propia que recordar unas clarividentes palabras de Ernest Renan. El escritor francés no se cansó de denunciar las formas perniciosas de los nacionalistas lingüísticos: «Esos modos de agarrar a la gente por el cuello y decirles: “hablas la misma lengua que nosotros, por tanto nos perteneces”». Lo que seguramente no llegó a anticipar fue la posibilidad de que fueran más allá, imponiéndoles una lengua que no es la suya con el pretexto de que son de los nuestros y, por tanto, nos pertenecen. Las palabras de Renan sobre el peligro de considerar la lengua como seña de identidad nacional no han perdido ni un ápice de actualidad:

Esta consideración exclusiva de la lengua, como la atención excesiva concedida a la raza, tiene sus peligros e inconvenientes. Cuando se cae en la exageración, uno se encierra en una cultura determinada, reputada por nacional; uno se limita, se enclaustra. Se abandona el aire libre que se respira en el vasto campo de la humanidad para encerrarse en los conventículos de los compatriotas. Nada peor para el espíritu; nada más perjudicial para la civilización. No abandonemos el principio fundamental de que el hombre es un ser razonable y moral antes de ser encerrado en tal o cual lengua, antes de ser miembro de esta o aquella raza, un adherente de tal o cual cultura.


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