Nuevamente, un artículo de Lawrence Venutti, inédito hasta la fecha en castellano y especialmente traducido para este blog por Silvia Camerotto. Pese a sus dimensiones, se recomienda llegar hasta el final. Vale la pena.
Cómo leer una traducción
Entre los muchos pronunciamientos que han configurado nuestra idea de la traducción literaria, quizá ninguno tuvo más eco que el del prefacio a la Eneida de John Dryden. “Me he abocado a hacer que Virgilio hable el mismo inglés –aseguró Dryden– que habría hablado si hubiera nacido en Inglaterra y en esta época.” No hay dudas de que el mayor logro de Dryden fue hacer que muchos de sus contemporáneos lo tomaran por la encarnación del poeta latino. Pero eso es tan sólo prestidigitación poética. El Virgilio de Dryden cambia el verso sin rima del poema latino por las coplas pareadas inglesas mientras copia versos de un traductor anterior, el poeta Sir John Denham. Un escéptico podría preguntarse por qué Virgilio regresa como Dryden en lugar de hacerlo como un poeta épico que vivió en la misma época y que escribió su epopeya sin rima: John Milton. ¿No es más lógico esperar que un Virgilio inglés se sienta más atraído por el estilo grandilocuente de El paraíso perdido?La respuesta se relaciona, más que con la fantasía de la reencarnación, con el hecho de que el gusto literario cambia. Y cuando cambia, el estilo de traducción asociado a ese gusto cae en desuso o es desplazado y no es adoptado nunca por los traductores más destacados (en especial cuando, como Dryden, son Poetas Laureados). A fines del siglo XVII, el verso blanco de Shakespeare y Milton había cedido su lugar capital a la copla, razón por la que un poeta talentoso y reconocido como Dryden pudo hacer que ésta última fuera el vehículo natural para un poema latino escrito con una versificación completamente diferente. El traductor no es un sustituto o un ventrílocuo del autor original, sino un imitador ingenioso que reescribe el original para atraer a otro público, de una lengua y una cultura diferentes, a menudo de un período distinto. Ese público, en última instancia, tiene prioridad, asegurando que la ropa verbal que corta el traductor para la obra foránea nunca encaje a la perfección.
En mi opinión, el efecto más cuestionable de la afirmación de Dryden es que termina disipando el trabajo del traductor en el del autor extranjero, impidiéndonos ver (mucho menos juzgar) cómo desempeñó el traductor el papel decisivo de intermediario cultural. Para leer una traducción como tal, como una obra por derecho propio, necesitamos una idea más práctica de lo que hace el traductor. Describiría esto como el intento de compensar una pérdida irreparable mediante el control de una ganancia descomunal.
La lengua extranjera es la primera cosa que ha de observarse, los sonidos y el orden de las palabras, y, junto con eso, la carga de resonancia y de alusión que tienen en el lector nativo. Simultáneamente, por el solo hecho de elegir palabras de otra lengua, el traductor añade una nueva serie de resonancias y alusiones concebidas para imitar el texto extranjero y, al mismo tiempo, hacerlo comprensible para un lector culturalmente distinto. Esos significados adicionales pueden, a veces, ser el resultado de una inserción concreta en aras de la claridad. Pero, de hecho, son inherentes a cada elección hecha por el traductor, aun cuando la traducción se ajuste de cerca a las palabras extranjeras y a las definiciones del diccionario. El traductor debe en cierto modo acotar la inevitable amplitud de significados que operan en la lengua traducida. Además de amenazar con desbaratar el trabajo de imitación, esos significados siempre corren el riesgo de transformar lo que es extranjero en algo demasiado familiar o simplemente irrelevante. La pérdida en la traducción no es visible para cualquier lector que no se tome el trabajo de comparar ambos textos, es decir, la mayoría de nosotros. La ganancia es evidente en todas partes, aunque solo si el lector se fija.
Pero generalmente no miramos. Los editores, sub-editores y reseñadores nos han formado, de hecho, para valorar las traducciones de máxima fluidez, de una legibilidad natural que las haga parecer como obras no traducidas, dándonos la ilusoria impresión de que estamos leyendo las obras originales. Normalmente, sólo nos damos cuenta de la traducción cuando encontramos un bache en su superficie, una palabra desconocida, un error de uso, un significado confuso que puede resultar involuntariamente cómico. Piensen en las malas traducciones del inglés que han visto en el extranjero, la tintorería que invita a los clientes potenciales diciendo “Bájese los pantalones aquí para obtener los mejores resultados” [“Drop your trousers here for best results”], el restorán que anuncia “Nuestros vinos lo dejarán sin esperanza” [“Our wines leave you nothing to hope for”], el hotel que aconseja a sus huéspedes “Por favor, dejen sus valores en el mostrador” [“Please leave your values at the front desk”].
Nuestra risa ante su ineficiencia delata una confianza, tal vez una complacencia, en nuestro dominio del inglés nativo. Pero revela también algo más instructivo: nos reímos solo porque hemos superado las confusiones, demostrando claramente que los lectores de traducciones pueden realizar diversas tareas mentales al mismo tiempo. Cuando leemos para comprender, nos concentramos tanto en la forma como en el significado, para que cuando el significado se vuelve oscuro o ambiguo, instantáneamente lo esclarecemos o desenmarañamos corrigiendo el error de forma, de elección de palabras o de gramática. De allí, la primera regla para leer traducciones: No lea buscando sólo el significado, sino también el idioma; aprecie las características formales de la traducción.
Saborea la dicción y el fraseo del traductor, el carácter distintivo del estilo, las sutilezas verbales que proyectan el tono de voz y el perfil psicológico de un personaje. ¿Pero esas cualidades —puede preguntar el lector— no forman parte del original? No, en absoluto, ciertamente no en cuanto a que el traductor las transfiera intactas, sin variaciones. Por supuesto que resultan de la imitación del texto extranjero hecha por el traductor. Pero lo cierto es que el traductor elije cada palabra de la traducción, haya o no haya una palabra extranjera detrás de ella. Y las palabras del traductor, en nuestro caso, solo funcionan en inglés, liberando efectos literarios que bien pueden exceder el lenguaje escogido por el autor extranjero.
Consideremos un fragmento de la versión de El hombre sentimental, del novelista español Javier Marías, hecha por Margaret Jull Costa. El narrador, un cantante de ópera, está escribiendo la historia de su encuentro con una mujer:
I knew nothing at all about her history or past or life, apart from the scant information vouchsafed to me in Dato's self-absorbed and fragmentary complaint during the first and only opportunity I had had to talk to him alone (too soon for my curiosity to have learned how to direct its questions) and from the enthusiastic remarks which, rarely and only in passing, she made about her brother, Roberto Monte, that recent émigré to South America.
La característica más llamativa de esta oración es su longitud: parece descomunalmente larga en el contexto de la ficción actual en idioma inglés. Coincide con el original español de Marías, pero no necesitamos saber el grado de eficacia con que Costa construye la oración en inglés, permitiendo que se desarrolle a un ritmo moderado, intercalando clasificaciones en puntos clave. También elige un lenguaje que crea un tono elevado e incluso bello, palabras como ‘escaso’ [scant], ‘concedido’ [vouchsafed], emigrantes [emigrants], así como frases que denotan un puntilloso cuidado de la gramática (había tenido [had had], haber aprendido [to have learned]. El traductor ha evitado astutamente un inglés más coloquial, por medio de estos recursos, con el fin de recrear un personaje afectado. La afectación es más notoria en la versión del inglés porque en el español es bastante frecuente el uso de, por ejemplo, ‘me había permitido entender’ [had allowed me to understand] en lugar de el arcaísmo de una frase como ‘que me fuera concedido’ [vouchsafed to me].
La frase de Costa apunta a una segunda regla: No espere que las traducciones estén escritas sólo en la lengua corriente; esté abierto a las variaciones lingüísticas. La mano del traductor se nota en las desviaciones de las formas más comunes del idioma traducido. Los dialectos sociales y regionales, el argot y las obscenidades, los arcaísmos y neologismos, la jerga y los préstamos tienden a ser especificidades del idioma, y es poco probable trasladarlos bien, su peculiar fuerza es difícil de traducir a otras lenguas. Por lo tanto, muestran la labor del traductor, que implementa una estrategia para llevar el texto extranjero a una cultura diferente. La versión que hizo Matthew Ward de la novela El extranjero, de Camus, comienza con la sorprendente frase: “Maman died today”. El contexto deja en claro que la palabra francesa ‘maman’ significa ‘madre’. Ward mantiene el original de Camus, pero eso en inglés significa mucho más: no solo indica la intimidad infantil del narrador sino que nos dice que estamos leyendo una traducción, un híbrido que no debe confundirse con la obra en francés.
El lenguaje del traductor también puede ahondar en las raíces profundas de la cultura receptora, estableciendo sugerentes conexiones con estilos, géneros, y textos que ya acumularon significado allí. En este inevitable resultado del proceso de la traducción subyace una tercera regla: No pase por alto las connotaciones y las referencias culturales; léalas como otra capa distinta y pertinente de significado. Un ejemplo es la excelente elección de Dorothy Bussy al ponerle como título Strait is the Gate a La Porte étroite, la primera novela de André Gide en ser traducida al inglés. Ambos títulos aluden a la epístola de Lucas, pero la inglesa remite elegantemente a la Biblia de King James [“Strive to enter in at the strait gate” - Trata de entrar por la puerta estrecha]. La frase de Bussy reviste a la obra de Gide de un prestigio cultural que no podría lograrse si se hiciera referencia a una versión menos autorizada o influyente de la Biblia.
Las conexiones inscriptas en una traducción son con frecuencia estilísticas, evocando géneros literarios o tradiciones que realzan o comentan quizás el texto extranjero. El estilo de Patrick Creagh en su versión de la novela italiana Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi, explota una rica veta del coloquialismo que incluye el argot del submundo, palabras y frases como ‘pez gordo’ [bigwig], ‘amordazados’[gagged], ‘personaje sospechoso’ [shady-looking characters], ‘mantén los ojos abiertos’[keep your eyes peeled], y ‘flaco raquítico’ [skinny little shrimp]. Por un lado, ese lenguaje cuadra con el narrador, un periodista veterano que pasó su carrera como cronista de policiales; por el otro, se ajusta al género, un thriller político en el que el protagonista finalmente se resiste a la dictadura fascista en el Portugal de1930 denunciando sus crimes.
El inglés de Creagh no se corresponde a la perfección con el italiano de Tabucchi. Donde Tabucchi utiliza el dialecto standard, Creagh, adopta a veces el uso coloquial añadiendo numerosos britanismos —algunos de los cuales son algo anticuados— específicos del léxico de la Segunda Guerra Mundial, como “doss-house” [pensión de mala muerte], “take a dekko” [echar una mirada] o “I’m in a pickle” [Estoy en dificultades]. Pero al vincular estilo y género, al recrear la atmósfera de una época, la traducción de Creagh está lejos de ser arbitraria. El argot gansgteril, particularmente, es muy apropiado para un régimen que se apoya en matones paramilitares para intimidar y asesinar ciudadanos.
El trabajo de Creagh es una verdadera hazaña. Sirve para recordar lo que la mayoría de los lectores implícitamente saben: una traducción nunca puede ser idéntica al texto traducido ni tampoco puede comunicarlo de manera clara y directa, ni siquiera si el traductor mantiene un alto grado de precisión lingüística. Pero quizás estemos menos dispuestos a aceptar un corolario: la traducción es básicamente incapaz de brindar al lector una experiencia que iguale o se acerque mucho a la que tiene el lector nativo con el texto foráneo. Para brindarnos ese tipo de experiencia, el traductor debería proporcionarnos una inmersión de por vida en la lengua extranjera y su literatura. Solo así podremos leer la traducción con algo parecido a la sensibilidad fundamentada que el lector nativo aporta al original. Aunque, sin duda alguna, los traductores son creativos, no pueden maquillar a sus lectores con identidades extranjeras.
Lo que sí pueden hacer los traductores es escribir. Debemos pensar en el traductor como un tipo especial de escritor, poseedor de una originalidad que no compite contra el autor extranjero, sino más bien como un artista de la mímica, ayudado por un repertorio estilístico que explota los recursos literarios de la lengua a la que traduce. La traducción comunica no tanto el texto extranjero como la interpretación del traductor, y el traductor debe tener la suficiente expertise e innovación para interpretar las diferencias lingüísticas y culturales que constituyen el texto. Cuando se vuelve a traducir un clásico, además, esperamos que el traductor haga algo nuevo que justifique una versión más. Y, siendo más exigentes, también podríamos esperar que el traductor sea capaz de describir esta novedad.
La versión de Richard Pevear y Larissa Volokhonsky de los Hermanos Karamazov cambió diametralmente la interpretación que los lectores del inglés tenían de la novela de Dostoievsky. Como explica Pevear en su prólogo, los anteriores traductores “revisaron, corrigieron o recortaron la prosa idiosincrasica del escritor ruso, quitando mucho del humor y de la voz distintiva de la novela”. Él y su colaboradora buscaron una ‘traducción más fidedigna’ que restituyera ‘frases, modismos, tics verbales’. Su ejemplar traducción requiere de una cuarta regla: No pase por alto la introducción del traductor; léala primero, como una declaración de la interpretación que guía la traducción y que contribuye a lo que es exclusivo de ella.
No obstante, la interpretación del traductor sigue siendo parcial, incompleta tanto al omitir aspectos irrecuperables del texto original como al inclinarse hacia lo que es inteligible e interesante de la cultura receptora. Refleja también los intereses culturales y económicos de los editores, los guardianes que ejercen decisivamente el poder de aceptar o rechazar obras extranjeras. Porque nunca se traduce toda una literatura extranjera, gran parte de lo traducido rara vez permanece en imprenta por mucho tiempo, y en todos lados, las traducciones de narrativa son mucho más numerosas que las de poesía, entre otros géneros (de ahí el énfasis de mis ejemplos). No solo no podemos leer una novela traducida recientemente percibiendo cómo se inserta la obra extranjera en sus tradiciones nativas, sino que los patrones irregulares de traducción pueden muy fácilmente cristalizarse en estereotipos culturales engañosos. Como el promedio de traducción al inglés es de apenas un 2.4% de la producción anual de libros en Estados Unidos y el Reino Unido, comparado con el 25% de países como Italia y España, el lector tal vez no encuentre una selección de traducciones del mismo autor extranjero, ni siquiera del mismo idioma. Esa situación da urgencia especial a una quinta y última regla: No tome una traducción como representativa de toda una literatura extranjera; compárela con traducciones de otras obras del mismo idioma.
Algunos idiomas y literaturas son particularmente sub-traducidos hoy día. Tomemos el árabe. Existe poca escritura arabí en disponible en inglés, mucho menos que la hebrea, por ejemplo, lo que socava cualquier esfuerzo por equilibrar el impacto cultural del desarrollo social y político de Medio Oriente. El novelista egipcio Naguib Mahfouz merece ser clasificado como uno de los más fascinantes escritores árabes, pero considerarlo el portavoz literario del mundo árabe es, sin duda alguna, un error. Mahfouz debe ser leído junto a su compatriota Qasim Abdel Hakim, cuyo Rituales de accesión (traducidos por Peter Theroux) combina técnicas modernistas con alusiones del Corán para interrogar al fundamentalismo islámico, la conversión forzada de un copto egipcio bajo la tutela de la Hermandad Musulmana. Qasim podría yuxtaponerse a Sayed Kashua, cuya novela hebrea Árabes danzantes (traducida por Miriam Shlesinger) describe de manera incisiva la crisis de identidad de un árabe israelí que, criado en una familia de militantes anti sionistas, trata de mezclarse entre los judíos. A veces, para obtener una visión amplificada del mapa cultural que la traducción deja de lado, el lector debe aventurarse en lenguas y territorios aledaños.
Como estos ejemplos sugieren, la apreciación estética de las literaturas traducidas puede arrojar luz poderosamente sobre las diferencias culturales que han llevado a divisiones políticas y conflictos bélicos. El hecho es, sin embargo, que la situación actual de la traducción al inglés no favorece la distinción aguda entre lo literario y lo político, lo estético y lo sociológico. El inglés es el idioma más traducido en el mundo, pero es poco lo que se traduce al inglés, sobre todo considerando el tamaño y la rentabilidad de las industrias editoriales norteamericanas e inglesas. Los editores extranjeros luchan por publicar traducciones de ficción en inglés, pero los editores de los estadounidenses y británicos tienden a no reinvertir las enormes ganancias que obtienen por la venta de derechos de traducción en traducir ficción extranjera. Las cifras son pasmosas, aunque dejemos de lado la traducción de best-sellers como Stephen King, Danielle Steel y Tom Clancy y nos centremos en autores con prestigio literario. En Francia y Alemania, por ejemplo, Joyce Carol Oates y Philip Roth tienen actualmente en imprenta traducciones de más de veinte obras cada uno; en Italia y Alemania se consiguen más de treinta títulos traducidos de Charles Bukowski (18 en Francia, 15 en España). Es raro el novelista contemporáneo extranjero cuya obra goce de esa representación y disponibilidad en inglés. En estas circunstancias, incluso leer una traducción solo por su calidad literaria puede ser visto como un gesto político, un acto de resistencia contra las prácticas de publicación de larga data que han restringido severamente nuestro acceso a literaturas extranjeras.
La traducción se debe leer de manera diferente a una composición original, precisamente porque no es un original, porque involucra no sólo una obra extranjera, sino también una cultura extranjera. Mi objetivo fue describir las diferentes maneras de leer una traducción que aumentan, no que disminuyen, los placeres que sólo la lectura puede ofrecer. Esos placeres incluyen principalmente las dimensiones lingüística, literaria y cultural de las traducciones. Pero podrían incluir también la traviesa emoción que proviene de la resistencia, de desafiar el poder institucionalizado de agentes culturales como los editores, de montar una protesta personal contra los patrones de intercambio cultural groseramente desiguales en los que los lectores quedan envueltos involuntariamente. Leer traducciones, aunque sea con la mirada puesta en el trabajo del traductor, con la conciencia de que lo máximo que puede darnos una traducción es una interpretación profunda y elocuente de un texto en lengua extranjera, al mismo tiempo limitada y habilitada por la necesidad de dirigirse a la cultura receptora. Los editores, tarde o temprano, caerán en la cuenta. Después de todo, es en su propio interés.
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